Teatro Container y el arte de recrear una olla popular

Teatro Container y el arte de recrear una olla popular
22 marzo, 2019 por Julieta Pollo

En los puertos de Valparaíso se gestó un nuevo modo de hacer teatro: utilizando un container los actores y las actrices de La Cocina Pública han llevado su olla popular a muchos rincones chilenos.

Por Julieta Pollo para La tinta

En diciembre del año pasado, algunxs de lxs que conformamos La tinta viajamos a Santiago a través de una invitación que generosamente nos extendieron lxs hermanxs andinxs de la revista La Raza Cómica. Participamos de La Periferia del Libro y fue allí que descubrimos la propuesta teatral de  La Cocina Pública. Fue en el barrio de Recoleta que lxs vecinxs siguen llamando «Quinta Bella», como lo hacían antiguamente. Quinta Bella es, definitivamente, otro Santiago: uno periférico, multicultural y efervescente.

La Cocina Pública es un proyecto de teatro comunitario que resignifica un objeto contenedor de mercancías en un cubo mágico y nómade. Lo trasladan a camión y pluma, y así han recorrido Chile de norte a sur, llegando incluso hasta Europa en barco. Cuando llegan a un nuevo lugar, lxs integrantes recorren el barrio e invitan a las doñitas a cocinar un plato que forme parte de su memoria y de su identidad. Así, actores, actrices y vecinxs toman la calle y disfrutan de los sabores de su historia pero, sobre todo, se sientan a compartir la mesa con esx otrx con el que hacemos comunidad. 

«Es verdaderamente transversal: todos tenemos hambre. Para mí la obra en sí misma es solo generar ese espacio, abrir un comedor en mitad de la calle. Pero si además en ese espacio se pueden empezar a generar otras cosas, como que alguien habla o canta o recita, estamos generando un centro cultural super rápido y actual», cuenta uno de los actores.

Por el hueco del conejo

La Cocina Pública es, ante todo, una sorpresa y una ofrenda. Somos unas treinta personas sentadas en la vereda y  enfrente, cruzando la calle en medio de la ochava, se erige una mole de hierro sellada. De pie sobre el container color crema un hombre comienza a moverse entre lo que parece ser un popurrí de trapos que abarcan todo el techo. De fondo se escucha el romper de las olas en una playa. Él se despereza, explora, juega y, de repente, arroja el bulto de telas hacia abajo, desenrollándolo sobre toda la calle que nos separa. El mar de retazos azules, rojos y blancos cobra vida: flamea imitando las ondulaciones del océano y, aunque juraríamos que debajo no hay nada, emerge la vida. Entre los parches cosidos que levitan sobre el asfalto, asoma un brazo, una mazorca, un pasaporte, una mujer. 

Desde la otra vereda miramos atentxs, hasta que un integrante de la obra rompe el hechizo: nos pide que nos pongamos de pie y lo sigamos a la parte posterior del container. Sorprendidxs bordeamos el manto gigante y llegamos a la cara oculta del cubículo del metal. Nos apretamos frente a una puertita por la que asoma doña Rosa, una abuela que ha enfundado sus ochenta años en un delantal de cocina. Ella nos mira, comenta que somos muchxs, pregunta si tenemos hambre y ante el «Sí» generalizado nos invita a pasar. Yo miro el container y pienso que es físicamente imposible que treinta personas quepamos dentro…  pero el teatro no conoce de física sino de magia, y donde cabe unx debemos caber todxs.  Guiadxs por el olorcito que escapa por la puerta, vamos entrando unx a unx para descubrir con un asombro inexplicable que la cara frontal del container se ha abierto hacia la calle que antes nos separaba y que el gigante manto marítimo flamea ahora, elevado sobre nuestras cabezas, como una carpa de circo.

El interior del container alberga una cocina y los ojos no alcanzan para mirarlo todo. Yuyos colgantes, vajilla antigua, tablas de vegetales a medio cortar, el ruidoso borboteo de una olla gigante y las doñas cocineras que nos saludan al pasar. Atravesamos la cocina hacia la calle donde rápidamente los actores disponen tablones largos, bancos, manteles. A nadie hay que decirle que hay que poner la mesa, todxs nos ponemos a colaborar: se pasan los vasos, se sitúa la panera al centro, ¿a quién le falta cuchara?

Al cabo de diez minutos estamos sentadxs a la mesa y ya no somos treinta sino el doble, porque aquel que pasaba por ahí se ha sumado al festejo y en La Cocina Pública hay plato para todxs. A un costado, fuentones de agua, detergente y esponja: “De este lado está la estación de lavado, para no cargarle la mano a una persona pa’ que lave 100 platos. A nadie le gusta lavar los platos, así que usted levanta y lava su plato, solo el suyo”, aclara uno de los actores.

Bajo el toldo amable y mecidos en valsesitos italianos, comienzan a girar la entrada (pebre), plato principal (pantrucas) y postre (las frutillas más grandes que vi en mi vida). Mientras, doñas, actrices y actores sirven cada plato, que pasa de mano en mano hasta el final de la mesa.


PRESENTADOR: (Tintineo de los tenedores en las copas) “El pebre es un plato para compartir. Se pone al lado de la mesa, coronado por el pan. Se pica el cilantro, se huele y se recuerda el lugar de las abuelas. Se pica la cebolla, limpiamos los ojos y tal vez el corazón. Le ponemos tomate… ¿qué más lleva un pebre?” (La gente sentada desde los bancos va completando el resto de los ingredientes: “Ajo” “Aceite” “Vinagre” “Ají”, “Limón”, “Sal”) “¿Cómo está el pebre? Buenísimo, increíble. Hoy cocinan las vecinas de Quinta Bella. Fuerte aplauso para ellas. Que salga el vino para que podamos empezar a brindar”.


La calle es también escenario: hay un micrófono abierto donde se cuenta la historia del barrio, se debate si el nombre de lo que comemos es pantrucas o pancutras (como se las nombraba antiguamente), se recitan poesías, se cantan canciones, se expresan sentires.

Se comparte, se conecta, se vive con otrxs un instante de una intensidad abrumadora.


PRESENTADOR: “Todos tenemos que aprender de la cazuela del otro. Cuando llegamos a Punta Arena hubo tremendo incendio y se quemaron como 3000 casas de cuatro cerros. Y nosotros en vez de hacer teatro teníamos que ver qué hacíamos. Teníamos manteles, teníamos ollas y platos… se armó una red de comedores con articulación de artistas, orgas sociales y gente, y ahí cachamos que la cocina no es solamente alimentar la guata sino que en esta situación tan trágica los vecinos lograban levantar la cabeza, ver a quien tenían enfrente y decir: ¿Cómo estai? ¿Cómo está tu casa? ¿Qué te falta? Y ahí nos damos cuenta de que la mesa es un centro cultural, para compartir y encontrarnos”.


Le preguntamos a Rosa, una vecina que cocinó ese mediodía, si recordaba cuándo había sido la primera vez que comió pantrucas. A través de sus ochenta y pico, ella aún puede ver que tenía apenas cuatro años cuando su mamá le preparó las primeras de tantas que comería en su vida. Vivían en una habitación muy chiquita a la vera del río Mapocho, recuerda, junto a tres hermanas y a su papá. Pasaron mucha pobreza, dice, pero nunca hambre porque su mamá siempre se las ingeniaba para llevar algo a la mesa: una sopita de pan o un huevito. «¿Y usted? ¿A quién le cocinó pantrucas por primera vez?» «A mi hija, y ella a las suyas». 

Otra vecina, Lorena, cuenta a lxs comensales: “Este almuerzo son recuerdos de nosotros porque esta comida ya pasó de moda. Son muy pocas las dueñas de casa que hacemos esta comida. Nos enfocamos en esto por el recuerdo de nuestra niñez. Pastel de choclo, albóndigas, poroto con pilco… nos recuerda a nuestras abuelas. Hoy hicimos pantrucas, y en el sur las Tírame-a-la-olla porque así le llaman los camioneros”. Las pantrucas consisten en un caldo casero que contiene puchero y aletilla, huesos carnudos, carne molida, unas verduritas como zanahoria, cilantro, pimentón, ajo y papitas cortadas como papas fritas. También lleva una masa especial similar a la de los ravioles. 

Crear comunidad a través del teatro

Después del almuerzo, La tinta también conversó con Nicolás, uno de lxs siete integrantes de La Cocina Pública, que nos contó cómo surge este proyecto, los puntos en común que descubrieron entre los distintos pueblos visitados, y por qué recuperar el espacio público y comunitario en medio de la vorágine neoliberal. 

—¿Cómo surge la idea de hacer teatro en un cotainer portuario?

Se nos ocurrió hacer teatro en un contenedor marino porque somos de una ciudad puerto que se llama Valparaíso y los contenedores están todo el tiempo en nuestro paisaje. Es un puerto que cierra el paso al borde costero a los habitantes: nos desconecta con el mar al mismo tiempo que nos trae tantos productos, entonces consideramos que es un elemento super simbólico de un montón de cosas positivas y negativas que están pasando. Reapropiarlo, resignificarlo y cambiar el sentido comercial que tiene hacia uno cultural podía ser interesante y ahí empezamos a experimentar. Hace 10 años que usamos contenedores y cuatro que estamos con la Cocina Pública.  

—¿Por qué decidieron abordar desde el teatro la cocina, la comida, la mesa popular?

Nos dábamos cuenta de que, como nuestro formato es inusual y móvil, nos permite llegar a lugares donde en general no se hacen este tipo de actividades. Podemos llevar el teatro a la puerta de la casa, a la plaza de la población, donde estemos a miles de kilómetros de un teatro. Entonces empezamos a ver que las convenciones que nosotros asumíamos como universales adentro del teatro no eran universales y que era una soberbia de parte de la academia y nuestra pensar que todos iban a entender lo mismo o al menos los códigos básicos para entender convenciones dramáticas.

Fue un largo viaje de preguntarnos cómo hacer para que realmente no fuéramos unos marcianos en la plaza y ahí cachamos que de repente con la comida podíamos entrar de otra manera que no iba a intimidar a la gente. Si le preguntas a alguien después de ver una obra que qué le pareció, es intimidante esa pregunta porque se presupone que hay que tener un montón de conocimientos para apreciar el arte y blablabla. Pero la comida no: todo el mundo sabe si le falta sal, si está aguado, espeso… son platos que además no elegimos nosotros sino las propias comunidades a donde vamos que le intentan dar algún sentido identitario. Entonces es una excusa perfecta para empezar a conversar del pasado, la historia, la memoria de cada una de las vecinas y vecinos.

Nos hemos ido enamorando de eso, de ir abriendo una cocina en la calle y ver qué pasa. Y también permite que vengan a comer los locos que andan en skate, las señoras de la población, los funcionarios del edificio municipal, los niños, los viejos.  Es verdaderamente transversal: todos tenemos hambre. Para mí la obra en sí misma es solo generar ese espacio, abrir un comedor en mitad de la calle. Pero si además en ese espacio se pueden empezar a generar otras cosas, como que alguien habla o canta o recita, estamos generando un centro cultural super rápido y actual. 

—En tiempos de privatización e individualismo ¿Por qué apostar a la recuperación del espacio público?

Porque es lo único no privado. Yo siempre me pregunto ¿de qué está privado el espacio privado? ¿De qué carece? Pues de la espontaneidad, de la realidad del encuentro honesto sin estatus sociales. Si llegaste a sentarte a un banco de una plaza ninguno con más plata te va a venir a sacar. Y en el privado no, porque en el privado estoy autorizando para sacarte.

—¿Es la olla popular un modo de recuperar el sentido de comunidad aún con un otrx desconocidx?

Sí, de olla común. Se perdió el sentido de lo común. No el sentido común, que nunca existió, sino el sentido de lo común, de que algo no es tuyo ni mío, no es de nadie y es de todos. Esa huevá está muy difícil de recuperar y cada ejercicio que podemos hacer para acercarnos a eso es una ganancia, una experiencia.  

—¿Cómo es llegar a un nuevo pueblo? ¿Cómo es el acercamiento con lxs vecinxs?

Pucha es como ser testigo de Jehová un poco, pero profesando la palabra de la comida y de la mesa común. Yo hago en general esa parte y muchas veces vamos directamente a las organizaciones sociales o tenemos ya prevínculos con la comunidad que nos ayudan a encontrar a estas personas, y otras veces vamos puerta por puerta preguntando si alguien quiere cocinar.

—Han llevado la Cocina Pública por muchos rincones chilenos. En el relato de lxs vecinxs, ¿hay algún punto en común?

Mi memoria y mi historia es distinta a la de las vecinas pero de tantas conversaciones que ya hemos tenido uno ya tiene en este inconsciente una memoria, como si fuera de uno casi. Uno va abriendo puertas que tienen resonancia. ¿Y cómo era? ¿Y cómo se organizaban? ¿Y cómo era la vida común?  Siempre hueón, siempre, desde Punta Arenas hasta Chañaral, casi todo el territorio chileno, la respuesta es la misma: que en los años 60 vivían con la puerta abierta, el año nuevo pasaban de casa en casa, que toda la gente se conocía… y  después dices “¿Qué nos pasó? Y todos coinciden en la dictadura.  No solo la dictadura como la fuerza militar sino lo que implica un cambio de sistema donde las personas pasaron a importar por lo que tenían y no por lo que eran, no por sus valores.

Para nosotros este es un viaje de puro aprender. Lo que más me nutre a mí y a nosotros como grupo es que no todo está perdido. En medio de toda esta mierda hay gente que todavía está haciendo huevás lindas, está resistiendo desde su trinchera. Entonces es cachar que no somos pocos.

—Un día subieron el container a un barco y, varios meses después, desembarcaron su Cocina Pública en Europa. ¿Cómo fue la recepción de la obra allá?

—Estuvimos en Inglaterra, España y Francia y fue impresionante. Eso es lo que pasa: los barrios son iguales en todo el mundo. No las ciudades, los barrios: la vida, las personas, la calle, te falta azúcar y vas al vecino. Por supuesto que hay miles de sutilezas pero hay una esencia común. Los adultos mayores están desocupados en la mayor parte del mundo, tienen ganas de hacer y nadie los pesca, tienen un montón de historias y experiencias súper importantes.

Cada lugar tiene su conflicto además. En la periferia de París, por ejemplo,  para los franchutes era un logro inaudito que hubiese musulmanes y franceses en la misma mesa y que hubiera vino. Eso era imposible, un musulmán se para de la mesa donde hay vino. Pero en La Cocina Pública eso no pasa porque estamos en un espacio de diversidad, de respeto, en el que las personas entienden que no están transgrediendo porque está cada uno en la suya y podemos convivir.  O si sos vegetariano y el caldo tenga carne, nunca nadie en La Cocina Pública se puso a defender la causa animal, y podría ser legítimo. Pero es porque realmente la cosa va por otro lado, entonces no alcanza uno a llegar ahí.

—¿Llevan un registro de las recetas que cocinan en cada pueblo?

Desde el día uno tenemos un recetario donde una de las vecinas que cocina anota la receta del plato que han elegido para ese día. La Cocina Pública es parte de un proyecto que se llama Cartografía cultural dinámica que tenía tres ejes: cocina, sonido y gráfica. La idea era tener una cocina pública, un estudio público y una imprenta pública, e ir por el país recolectando y registrando sabores y recetas, sonoridades y musicalidades, pasquines y gráficas. Empezamos con la cocina y nunca más seguimos con los otros.

También, después de comer, le damos a todos los presentes unos pequeños libritos-pasaporte que hemos realizado con niños de Santiago y con muchos haitianos que viven aquí, para que cada vecinx pueda regalarnos una receta de una comida popular o un recuerdo.

—¿Podés contarme algunas de las discusiones que se han dado en cuanto a cómo plantear la obra?

Nos han tocado escenarios tan diversos… desde tener que discutir que el pan se ponga en el centro de la mesa y no uno por persona. Esa me encanta. La vecina que te dice “No, es uno por persona. No vamos a poner la panera en el centro de la mesa porque va a haber gente que va a quedar sin comer”. «Bueno, pues tendremos que explicarles que antes de sacar ellos tienen que ofrecerle al de al lado». “Ah, ya, ya.” Se ven tantas huevás de educación cívica en la mesa, como de estar consciente en un instinto como es comer, una cosa que convive con la animalidad.  Por eso para mí compartir la mesa es el acto de mayor cultura, porque logramos sublimar una acción que es super instintiva.  Le damos sentido, agradecemos, estamos conscientes de lo que ha costado tener esas cosas en la mesa.

*Por Julieta Pollo para La tinta. Fotos: Colectivo Manifiesto.

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