8M y el feminismo: ¿Hacia dónde vamos?

8M y el feminismo: ¿Hacia dónde vamos?
11 marzo, 2019 por Redacción La tinta

El feminismo es el fenómeno de mayor vitalidad política en Argentina. De corte heterogéneo, las tensiones entre las partes se sostienen al mismo tiempo que muchos acuerdos se renuevan. De la búsqueda de la igualdad y el empoderamiento a la pelea electoral, Lucía Álvarez recorre la historia reciente del feminismo en tanto movimiento político y se pregunta por las contradicciones: ¿qué vamos a hacer nosotras, compañeras, con las injusticias propias?

Por Lucía Álvarez para Revista Anfibia

La ola feminista es el fenómeno de mayor vitalidad política de la Argentina. Su irrupción no sólo renovó las formas de organización, movilización y acción sino también inauguró modos de hablar y pensar, y hasta propuso un lenguaje, inclusivo o no sexista, cuya pregunta atraviesa a personas, colectivos e instituciones del Estado. El feminismo trajo además desafiantes consignas (como el llamado a la deconstrucción, que se extiende cada día más, aunque todavía en los márgenes de ciertos territorios, generaciones y clases sociales) y obligó a la dirigencia política a tomar nota de sus demandas y a posicionarse públicamente sobre ellas.

Este protagonismo hace suponer a ciertos espacios de militancia que estamos frente a un nuevo modelo de lucha. En asambleas o en discusiones en redes sociales es común escuchar que el feminismo es capaz de dotarnos de las herramientas necesarias para afrontar los desafíos de una época marcada por la crisis económica, la incertidumbre social y el conservadurismo cultural y político. Sin dejar de celebrar la potencia feminista, quisiera exponer aquí una lectura que acentúe tanto lo contrahegemónico como lo contemporáneo y considere los riesgos que acompañan a todo movimiento revolucionario: que en la búsqueda por cambiar el mundo, refuerce con sus acciones otras desigualdades. Porque no hay luchas inherentemente emancipadoras y porque nunca nada está ganado de antemano.

Nosotras podemos

Descubrir la desigualdad de género es una experiencia intensa. En muchos casos, inclusive, es vivida como un despertar personal. En tu historia, en tu casa, en tu trabajo, en tu barrio, allí donde miremos, de pronto, encontramos relaciones de género, es decir, de poder y desigualdad. Pero más impresionante aún que la experiencia individual es el descubrimiento de la experiencia colectiva, el asumir que se trata de un elemento presente en la vida de todes.


El feminismo es por eso una lección sociológica. A través de él, muchas personas entienden qué es un hecho social, esas maneras de obrar, sentir y vivir que nos vienen de afuera, tal como los definía Émile Durkheim. Y detrás de cualquier lección sociológica, siempre hay una lección política: si las cosas son así por una construcción, eso significa que se pueden construir de otro modo.


(Imagen: Colectivo Manifiesto)Desde los sesenta, la crítica de la segunda ola feminista apela a la idea de empoderamiento para hacer referencia a ese proceso de cambio, a ese ejercicio de introspección que lleva a las mujeres, lesbianas, travestis, trans y no binaries a pensar qué quieren de sí, qué quieren hacer con sus deseos y sus cuerpos, pero también qué esperan de las relaciones que les rodean y de sus sociedades. Empoderarse es, así, un gesto disidente, imaginar otro destino personal y colectivo.

Pero la palabra empoderamiento tiene significados y usos que exceden a la definición feminista. Gobiernos, partidos, think tanks y movimientos sociales, de izquierda y derecha indistintamente, recurren hace años a la idea de empowerment (su versión original) con distintos objetivos. En Argentina, por ejemplo, fue Cristina Fernández la que lo trajo a escena antes que el feminismo. El 9 de diciembre de 2015, en su último discurso como presidenta, Cristina llamó a cada militante a convertirse en dirigente de su destino y constructor/a de su vida y dijo: “Esto es lo más grande que le he dado al pueblo, el empoderamiento popular, ciudadano, de las libertades, de los derechos”.

8M Córdoba (Imagen: Colectivo Manifiesto)

El término también tiene vida por fuera del campo político. Desde los noventa, prospera su uso en áreas vinculadas al trabajo social y entre organismos internacionales, el oenegismo y el mundo del voluntariado. Cada año se destinan miles de dólares a proyectos que se proponen empoderar a indígenas, afrodescendientes, mujeres. Se trata de expresiones propias de lo que algunos llaman un neoliberalismo progresista y que lejos está de apuntar a la emancipación real de ninguno de esos sectores.

Empoderamiento también es una palabra usada en el ámbito empresarial y en el coaching. En el primer caso está ligado a la búsqueda de las empresas para que las/os trabajadores puedan alinear sus objetivos personales con los intereses comerciales de la compañía y se asuman co-responsables o co-creadores. Buscan así que las/los trabajadores internalicen como propias las demandas patronales y se ponga en marcha un mecanismo de autoexplotación. En el mundo del coaching, en cambio, empoderamiento se liga a la idea de poder personal: valorarse a sí misma/o, alejarse de todo lo tóxico, no responder a lo que se espera de una/o, hacerse cargo de su destino, tomar elecciones autoconscientes.

Como vemos, los usos son muy diversos y no todos convocan al entusiasmo. Pero lo que estos diferentes ejemplos comparten es el cruce entre poder e individualidad. No es que no pueda tratarse de un proceso compartido colectivamente, pero el término describe una experiencia que es, ante todo, autoafirmativa. Una experiencia de aprendizaje y de acceso al poder, sin que medie un cuestionamiento a la idea de poder en sí misma. Esos diversos usos nos ponen también frente a una primera advertencia: ¿de qué modos, inesperados y subterráneos, ciertas aspiraciones del feminismo pueden estar cruzándose con otros mandatos de nuestro tiempo?

8M Córdoba (Imagen: Colectivo Manifiesto)

Sabemos que el neoliberalismo es una forma de organización del capital, pero también una cultura y una construcción de subjetividades. Nuestra sociedad proyecta sobre nosotres la imagen de personas que buscan sentirse cada vez más libres, o mejor dicho, más liberada/os; que viven las relaciones con las/os otras/os como trabas u obstáculos para su desarrollo personal; individuos narcisistas que funcionan como empresarias/os de sí mismas/os y están convencidas/os que deben poner su deseo por delante, y prescindir todo lo que puedan del dolor, el esfuerzo y el sufrimiento, propio y ajeno.


¿Somos conscientes las feministas de que nuestro llamado al empoderamiento puede confundirse con el llamado de la sociedad hacia el imperio del yo? ¿Se pone en juego a través de esa idea una reflexión sobre el modo en el que pretendemos cuestionar y disputar, pero también construir poder?


Y no es solo a través de ese término que el ensamble con el neoliberalismo se pone de manifiesto. Varios estudios recientes muestran, por ejemplo, que sobre todo para las generaciones más jóvenes (la de la revolución de las hijas) ser auténtico es un valor pilar, así como lo son la flexibilidad y la pluralidad. Y señalan que la autenticidad se vincula a la búsqueda de aquello que nos hace distintes. La cultura de la diferencia también atraviesa a la ola feminista, tal como se expresa en el avance de las perspectivas particularistas, de las demandas de reconocimiento y de los derechos específicos. Aunque esta cultura supone, por un lado, un valor, implica, por otro, un enorme desafío para los movimientos populares: ¿Cómo conservamos la construcción de lo común si nuestras subjetividades se sostienen sobre la necesidad de producir diferencias? ¿Cómo recuperar lo diverso y defender la igualdad?

*Por Lucía Álvarez para Revista Anfibia. Imagen de portada: Colectivo Manifiesto.

Palabras claves: empoderamiento, ensayo, feminismo, movimientos sociales

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