Rompa compañero

Rompa compañero
4 diciembre, 2018 por Redacción La tinta

Tengo una relación desabrida con la imposición de la memoria del “recuerdo de Facebook”, ni me inquieta ni me alegra. A veces, cada tanto, reparo en alguno, pero, en general, pasan de largo. Este viejo posteo iba por ese camino, pero en cuanto lo estaba borrando, conecté con el sentimiento que tenía aquel noviembre del 2014 cuando compartí este texto. “¡Qué boluda!”, pensé inmediatamente.

Por Alicia Migliaro para Zur

Unos días atrás, me llegó un recuerdo de una publicación que había hecho en mi muro un día de noviembre del 2014. Probablemente lo conozcan. Se trata del texto «proteste compañero”, un texto en prosa que convoca a los compañeros a protestar ante las situaciones de injusticia y desigualdad que enfrentan las compañeras. Difundido originalmente en forma anónima, ha dado vueltas por portales, blogs, fanzines y pegotines de varios países, acompañando el subidón del oleaje en la mar feminista.

Tengo una relación desabrida con la imposición de la memoria del “recuerdo de Facebook”, ni me inquieta ni me alegra. A veces, cada tanto, reparo en alguno, pero, en general, pasan de largo. Este viejo posteo iba por ese camino, pero en cuanto lo estaba borrando, conecté con el sentimiento que tenía aquel noviembre del 2014 cuando compartí este texto. “¡Qué boluda!”, pensé inmediatamente.

Me acuerdo que estábamos por realizar el Primer Encuentro de Feminismos del Uruguay, que habíamos definido que no fueran varones, que la única participación posible era en el cuidado de niñes y en alguna tarea logística puntual. Me acuerdo que habíamos sido cuestionadas, interpeladas, desde dentro y fuera de los colectivos. Me acuerdo que empezábamos a sentir en carne propia la tensión con nuestros compañeros varones, nuestros compañeros de militancia, trabajo, estudio, nuestros amigos, parejas, padres, hermanos. Tanto en la parada del ómnibus como en la asamblea, nos vimos dando discusiones sobre cuál era el rol de los varones en nuestra lucha.

Aquel noviembre, me llegó el texto y me encantó. Simple, me pareció fantástico. Le hablaba a ellos, a los varones, y les decía enfáticamente lo que tenían que hacer. Como un mantra, oración tras oración, visibilizaba una serie de violencias y desigualdades cotidianas, toda esa lista que tantas veces se nos escurría de la cabeza cuando queríamos dar argumentos sagaces en el calor de la discusión. Pero, además, el texto tenía otra virtud: no le hablaba a cualquier varón, le hablaba a los compañeros. Y sí, la cabeza piensa donde los pies pisan, entonces para mí, le hablaba a mis compañeros militantes de izquierda. Le hablaba directamente a los compañeros de lucha, de organizaciones sociales y políticas, a aquellos comprometidos con cambiar este mundo injusto. A ellos de quienes esperábamos solidaridad con todas las luchas y aquello de “sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo”. Les pedía que se interpelaran, que se cuestionaran y, sobre todo, que tomaran una acción clara y decidida al respecto: protesten. Un imperativo ético que viajaba directo hasta el riñón izquierdo.

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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

Hoy, cuatro años después, cruzada por experiencias personales y colectivas, releo, evoco y… ¡cuánta ingenuidad! Con el dolor de haber creído y la cicatriz de ya no creer, hoy el texto me parece ingenuo y un tanto edulcorado. Este sentimiento no tiene que ver con el texto en sí, sino con las expectativas que deposité en él como catalizador de un cambio en mis compañeros. Cuatro años después, veo dos problemas, problemones grandes como elefantes que se interpusieron entre el mensaje que pregonaba e interpelaba el texto, y lo que mis compañeros podían (o querían) oír.

El primero de ellos es que le habla a “los compañeros” desde una externalidad crítica, como si ellos no fueran parte del problema. Les pide que protesten cuando les pasan cosas a las compañeras. Pero, ¿qué pasa cuando son ellos los que las generan? Pienso en cuántas veces el compañero nos robó la palabra hablando fuerte y golpeando la mesa. En cuántas veces nos trató de histéricas, locas, exageradas, miopes políticas que fragmentaban la lucha y desviaban el eje de acción. En cuántas veces el compañero se tomó el derecho de opinar sobre nuestros cuerpos, si estábamos buenas o con quién cogíamos. Y más aún ¿qué pasa cuando ni siquiera están ahí para verlas? Pienso en las veces que hemos abortado sin que el compañero donante de semen pusiera el hombro para acompañar ese momento. En las veces que violentarán a sus hijas e hijos -maricas, tortas, travas- y él ni siquiera se enterará porque es un padre ausente o convenientemente distante. En sus madres que, luego de criarlos a ellos, hoy se encargan de criar a sus nietxs, porque el amor de madre es un chicle que se estira hasta que el cuerpo aguante y el patriarca disponga.

El segundo problema que hoy veo es que, aun considerando que no todos los varones son abandónicos, abusadores y violentos (cierto es que no todos lo son), para que el imperativo de la protesta alcance estado público, debería sortear el escollo del “pacto de caballeros”. En muchos casos es pasar de la esfera de lo privado (o lo privatizado) a la esfera de lo público y eso supone importantes costes para el varón que protesta. El llamado a la protesta se enreda en la sutil telaraña de complicidades en las que se sustenta este pacto de varones. El “yo no violento, pero no le voy a decir al otro que no lo haga”. Potente red que opera con la amenaza velada del mecanismo de exclusión de aquel que se atreva a romper el pacto. El varón que rompa el pacto será tildado de “marica”, “puto”, “pollerudo”, un varón no varón, un paria del clan de los machos.

Puede que el algoritmo del recuerdo de Facebook no me conmueva, pero las casualidades me encantan. Un par de días después, me encontré con la nota “Hay que romper el pacto masculino” escrita por Javier Vargas y algunos de estos cuestionamientos cuajaron en sentidos. La nota trae algunos ejemplos cotidianos: varones que se hablan entre sí, entendiéndose cómplices en las desvalorizaciones sutiles hacia mujeres. El tipo que le hace señas a un desconocido en la calle cuando pasa una mina que está buena, el transeúnte que se ríe sarcástico de un error de tránsito cometido por una mujer, esas perlitas de machirulés cotidiana. Desvalorizaciones de “baja intensidad”, parafraseando a Segato, que podrían parecer puro folklore si no fuera porque son los hilos que anudan el “pacto masculino” del que nos habla el autor de la mano de la feminista Celia Amorós.

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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

Las casualidades me encantan y es fascinación mutua, así que hoy, de mañana, me llega un video de una campaña publicitaria argentina. Son dos varones que se bajan de una moto, uno de ellos acosa verbalmente a una mujer y el amigo lo hace reflexionar sobre lo incómodo y violento de su accionar. El video finaliza con un mensaje a los varones instándolos a no quedarse callados cuando ven este tipo de actitudes y, si no, al menos, compartir el video. No es un dato menor contarles que este video me lo compartió un varón. Tampoco es un dato menor que sea una empresa multinacional como Avón la que se vista de ropajes feminista para hacer campaña, pero eso es parte de otra discusión. Volvamos al whatsapp que recibí, acompañado de una frase del estilo “Me lo pasó un amigo. Seguro le vas a encontrar cosas que mejorar… Pero me dejó pensando”. Intercambiamos. Le dije lo que pensaba, que me parecía bueno en tanto ponía el foco en las masculinidades, pero ingenuo en cuanto al desenlace. Coincidimos. Nos imaginamos otros finales posibles, menos correctos y probablemente más reales. Fue claro, se identificaba con el varón que ve a un amigo hacer algo que él no haría y que no le parece que esté bien, pero que no sabe si podría confrontarlo con esa firmeza. La zona gris del cuestionamiento, si la violencia fuera más explícita, sin dudas, actuaba, pero, en la calle, verbalmente, con una desconocida, ¿me tengo que meter? ¿y cómo podría hacerlo? Fue claro que lo que hoy le preocupa es, precisamente, no saber cómo romper el pacto entre caballeros. En la escena del video, el código de machos es claro y conocido. Para algunos varones también es claro y conocido el rechazo y la convicción de no repetir ese código, pero ¿alcanza? No, no alcanza porque el patriarcado como sistema de dominación reclama para sí la complicidad de los otros iguales. Más temprano que tarde, conminará al varón que no desempeña plenamente su rol de opresor a no ser un “palo en la rueda” bajo amenaza de dejar de ser considerado un igual y, por ende, rebajado a una categoría “desvaronizada”.

Las casualidades me permitieron comprender el porqué de la ingenuidad asociada al recuerdo. El pacto entre caballeros se sella en la violencia para con otres no varones (mujeres e identidades disidentes), ya sea en la posibilidad de ejercer o de tolerar. La complicidad entre varones es vital para la buena salud del patriarcado y esta alianza también se aglutina en el miedo de dejar de ser varón. Varón con mayúscula, es decir, macho heterosexual que, más allá o más acá, pueda hacerle un guiño a sus colegas y ejercer el privilegio de “haber nacido poderoso, aunque usted no pidió dicho poder”. Porque es justamente esta posibilidad de ser poderoso la clave del privilegio. No es haber nacido varón, es la posibilidad de ser varón a lo largo de la vida, ya sea inhibiendo la acción de otres o tolerando que otros varones las inhiban.

Cuatro años de feminismo me enseñaron lo que tantas feministas antes han dicho: es bastante difícil que los varones protesten con nosotras. Bastante difícil por no decir casi imposible. Aunque digan que lo van a hacer, pesimismo de la lucidez mediante (y ojo que hay que ver de qué lado del caldero estaría Gramsci), les va a costar mucho sostenerlo. Y aunque lo hagan, optimismo de la voluntad a secas, lo mejor que podemos hacer es no creerles del todo y, sobre todo, no esperar por ellos. A cada quien según sus necesidades, su tarea, varones, hoy es otra.

Para todo lo demás, los consejos de Silvia Federici a los varones que quieren acompañar la lucha feminista: primero, dejen de ser un obstáculo. Una vez que se corran del medio, júntense con otros varones y reflexionen sobre sus prácticas, aunque dé vergüenza, cuestionen sus privilegios, aunque incomode, y, sobre todo, rompan el pacto de caballeros, aunque dé miedo.

A nosotras y nosotres nos viene funcionando.

*Por Alicia Migliaro para Zur / Imagen de portada: Eloísa Molina para La tinta.

Palabras claves: feminismo, Masculinidades

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