Javier Roldán: “Ser villero no es una vergüenza, es una injusticia social”

Javier Roldán: “Ser villero no es una vergüenza, es una injusticia social”
21 diciembre, 2018 por Gilda

Por Marvel Aguilera para El Furgón

Es jueves en hora pico y los autos se embotellan a tal punto que es necesario hacer zig zag entre ellos para cruzar. Tres senegaleses abren sus bolsas negras llenas de anteojos y relojes sobre la vereda de la calle Corrientes. A menos de cincuenta metros, un nene con un sombrero ortodoxo lleva de la mano a su hermanita tras salir de la escuela Herjal Hatorá. Un señora con bastón entra a un cajero automático seguida por dos perros con collar. El Once es brilloso y ensordecedor. Javier Roldán está almorzando en el bar La Moneda. Tuvo un largo viaje desde Béccar, donde dicta clases en varios cursos de una escuela pública. A menudo sube algunas fotos de ellas en las redes sociales. Dice que es un época del año que da para eso. Comenta que éste fue más positivo que los anteriores a pesar de la crisis social y económica con la que convive a diario: “Cada vez vienen más chicos al comedor”, dice. Su segundo poemario, Villa Trankila (Santos Locos), hace alusión al asentamiento de veinte manzanas ubicado en Dock Sud pero también guarda relación con un registro del que aprende asiduamente en su labor como docente. “El noventa por ciento de mis alumnos son de la villa”, resalta.

El aullido que no cesa

El poemario de Javier Roldán encuentra su hábitat en la apuesta por el amor. El sentimiento entregado a su pareja –“el paraguayo más lindo”– pero también a la poesía. En ese afluente, los versos se desgranan por las calles del conurbano bonaerense, en Merlo Gómez o Dock Sud. En ese agua que se desliza por las veredas baldeadas hasta llegar a los pies descalzos; arriba del andamiaje de los trenes de otrora; en medio del olor a laburante que vuelve como remembranza: un recuerdo que se hace presente y discurre en cada ida a Villa Trankila. Roldán se para adentro de “colectivos penumbrosos, cálidos de aire enrarecido”, desde la distancia cercana de alguien que supo estar pero que no se ha ido, mira y describe.  Villa Trankila es un refugio, pero no un escape. Es sinónimo de encuentro. 

Roldán escribe cada palabra desde esa compañía. Mirando por la rendija de una provincia de fuego y llanto: la rutina laboral, el imaginario de las idas y vueltas. “No importa dónde te lleve el camino, Javier, lo importante es quién te acompaña”. Atravesando ese movimiento, la hermandad se hace verso. Allí cada estación es un poeta. Está Osvaldo Bossi, Patricio Foglia, César González y Diego Vdovichenko. En ese viaje Roldán entabla un diálogo: con la poesía contemporánea, con pares y maestros. Son las voces del mismo rancho –la misma manada– donde se siente el olor a tierra manguereada, el paso de perros callejeros buscando sobras en la basura. Roldán nos pone de manifiesto un amor honesto. El deseo propagado en cada página. Sus palabras retratan el idioma de los rostros, de los pelos renegridos, de las manos callosas salientes de la obra. Si es que ellas –como él dice– a veces lo traicionan, habrá que esperar que lo sigan haciendo.

—Si uno ve el principio del libro donde el vecino de Flores dice que “los villeros son culpables de todo” o en Nacido en Ciudad del Este que “los extranjeros paguen por estudiar”, puede pensar Villa Trankila como respuesta hacia el odio de estos tiempos.

—Es una ficción pero atravesada absolutamente por la realidad. Creo que sin pensarlo concientemente –porque empecé a escribirlo en 2014– hay algo de captar lo que me rodeaba. A medida que pasaron los años, y el trabajo se empezó a volver más consciente – sobre todo a fines del 2016 cuando me dije que se estaba formando un libro – tomé algo del espíritu de la época. De qué era lo que pasaba, y por qué para una parte importante de la sociedad los lugares que para mí significaban amor, para ellos eran del odio.

—¿No había un concepto de Villa Trankila en el inicio de esa escritura?

—No. Soy de escribir muchos poemas, incluso algunos quedan afuera. A fin de 2016 se lo pasé a mi maestro, Osvaldo Bossi, con quien siempre hago las correciones finales. Cuando él los estaba corrigiendo me dijo que el libro debía llamarse Villa Trankila. No había alternativa. Y era cierto.

—¿Hasta qué punto en tu intercambio diario terminás incorporando el léxico de la gente de la villa?

—Mucho. Y estoy fascinado con ello. Con esto de la globalización, ellos están incorporando un montón de modismos mexicanos. Los chicos, por ejemplo, dicen “güey”. O le dicen “elfa” a su novia. Lo último que escuché mucho fue “a la verga”. Y te lo dicen así. Claro, como están conectados con todo lo que son los memes, que la mayoría bajan de México, lo terminan adoptando. A mí me produce fascinación. Está sumamante vivo todo eso que pasa. Y no es que los pibes dicen “incorporé ésto para hacerle la contra al capitalismo”. Es un movimiento increíble del lenguaje. Yo lo incorporo, y me cuestiono mucho en estos últimos años. O, más que cuestionarlo, pienso. Lo planteo. Porque los límites se terminan corriendo. En las aulas la mala palabra más suave es “pelotudo”, y de ahí hay todo un panorama. En un momento a uno el léxico se le corre y es todo un tema. Me pregunto cuál es mi papel y qué me corresponde hacer con eso. No concuerdo con el que ha tenido la educación clásica: la clase media impartiendo conocimiento a un montón de gente ignorante. Ese papel no. Jamás. Pero tampoco soy ellos. Si así fuera ese papel se volvería más pobre, es decir, nuestra relación. Es todo un fluctuar.

—Es interesante este detalle de que siempre estuviste cerca de las estaciones de trenes y que eso te permitió ver el ida y vuelta de los laburantes. Por momentos es difícil distinguir si hablás desde el poeta actual o el nene de Merlo Gómez. El tipo que se rompe el lomo estaba y sigue estando.

—Es una figura que a los que vivimos en el barrio nos constituye. Es parte del panorama de todos los días. El tren donde yo vivía, en Merlo Gómez, iba del Mercado Central hasta Libertad, es el Belgrano Sur. Lo loco es que nací pegado al Belgrano Sur y ahora vivo pegado al Belgrano Norte. Y el Mercado Central cuando yo era chico era “el lugar de trabajo” de todo ese cordón. Esos lugares crecieron al amparo de él. Tengo aún el recuerdo presente de la gente yendo.

—La imagen de vivir para laburar está muy marcada en ese paso del tiempo.

—Sí. Lo pienso mucho desde el lado del docente. A nosotros nos cuesta mucho reconocernos como trabajadores y sin embargo estamos todo el tiempo compartiendo los mismo ámbitos: los mismos colectivos, los mismos horarios; nos levantamos muy temprano a la mañana, volvemos a la misma hora, y aun así no nos reconocemos como obreros. El otro día escuchaba en una nota a una de las organizadoras de Ctera en la década del setenta. Contaba de la batalla intrasindicato que hubo para que las maestras pudieran tener la T de trabajadoras en el gremio. Está esto del docente pegado al apostolado y lejos del trabajador. Nos dicen que no somos trabajadores, que tenemos vocación y que no lo hacemos por plata. Y es una locura eso. Somos trabajadores. Y ojo, también me planteo lo del paro. Al menos yo que estoy en la “primera línea de fuego”. El paro es un conflicto. Sé que clase a la que yo no voy significa un pibe que abandona el colegio, que se desengancha.

—Y debe ser duro ver que la mayoría van al colegio también a comer.

—Yo empecé de grande a estudiar, en el 2010. Y ahí iban ya a los comedores. Pero a partir del 2015 se acentuó. El año que viene va a ser más fuerte todavía. Nunca pasó de que no viniera nadie, pero antes eran muy pocos chicos. Es algo que enseguida se percibe. Me sentí muy impactado en estos últimos tres años.  La verdad que cuando el pibe puede comer con la familia en la casa, lo hace, por más que el colegio le pueda ofrecer comida. Al colegio recurren porque tienen hambre y no tienen para comer. 

—Hay una tensión constante con la figura del extranjero. ¿Crees que se toma muy a la ligera esto de abandonar tu país para buscar un mejor futuro para su familia?

—Siempre debe haber excepciones, pero no creo que alguien abandone su patria porque sí. Lo veo en la familia de mi esposo, pero también en la de mis alumnos. El inmigrante está en una situación difícil. El otro día me decía que tenía que hacer un poema de una historia. Hay un señor peruano que cada tanto se pone muy en pedo y sale a la calle a gritar ¡Viva Perón! A mí me da una pena. Pienso todo lo que le debe atravesar eso. Más pensando en una sociedad como la argentina en la que hacia el inmigrante limítrofe o latinoamericano hay una mirada muy despectiva. El otro día les dije a los chicos en la clase –aunque quedase como un viejo choto– cuando se estaban gritando “peruano” y “boliviano”: ¿Ustedes se escuchan lo que dicen? No está bueno. A veces no te dan pelota, son adolescentes. Pero eso me impactó. Yo lo que no quería era que lo naturalizaran.

—Hay un verso donde recreas un diálogo en que se dice “Esta villa miseria en la que soy turista/ un extranjero/ y que me devolvés como un desafío cuando refunfuñoso me decís: si tanto te gusta la villa por qué no te venís a vivir acá vos?”. Da la impresión de que a veces en el afán progresista se termina confundiendo la condición con una virtud.

—Es eso. Desde el progresismo es fácil.  El otro día mi hermana me dijo “vos idealizás la pobreza”. Yo me quedé pensando. Y no idealizo la pobreza. Lo que le digo a mis alumnos es que ser villero no es una vergüenza, es una injusticia social.  Esa mirada tengo. Ese diálogo que pongo en el poema parte de la realidad. Un día me lo dijo mi esposo algo enojado. En general está el villero que pone su condición desde algo prepotente o sino está la vergüenza total. Creo que lo más importante sería llegar a un punto de acuerdo, de lo bueno y lo malo, como tiene todo. Puede que diga algo polémico, pero tiene similitudes con lo que pasa respecto al “Ni una menos”, de un extremo a otro. Ojalá haya un encuentro. Igual comprendo lo del orgullo villero. Incluso desde temas particulares como puede ser el de la visera. En el colegio donde estoy la directora es macrista. Me pasan muchas cosas con eso. Ella ve lo mismo que yo desde hace siete años, pero lo canaliza de otra forma. Por otro lado, aún con todo el pensamiento de derecha que pueda tener –que a mí me parece un horror– esta ahí poniéndole el cuerpo. Cuando veo un montón de pibes y pibas llenos de progresismo que duran media hora y se van horrorizados. Muchos hablan de los pobres pero no los tocan ni con un puntero láser. A veces me da bronca. Yo tengo 43 años. Y vienen pibes de 25 que se van. ¡Quedate un poco más! Los pibes al principio nos cachetean a todos, pero porque te prueban. Para mí el colegio es un lugar maravilloso, aprendo mucho. Por ejemplo que es uno de los lugares más políticos socialmente hablando que puedan existir. Somos miradas de distintos recortes ideológicos que trabajamos para un objetivo igual, educar a los chicos.

—¿Qué particularidades encontraste en el idioma guaraní que está muy presente en el libro?

—Me parece un idioma hermoso. De los más lindos.  Cuando me reconozco con cierta sensibilidad para escribir lo hago a través del oído. Me pasa con los tonos y palabras que escucho de los chicos. Me conmueve el guaraní. Y está muy presente en los barrios de toda la vida.  Enfrente de mi casa había un paraguayo. Creo que después de la boliviana, la paraguaya es la comunidad más grande en el país. Y el guaraní no solo se da en Paraguay, está presente en mucho de la mesopotamia; en Corrientes y Misiones hay una presencia muy importante. Cuando estaba empezando a cerrar el libro, compartí los poemas con poetas amigos. Uno de ellos fue Mariano Dubín, un poeta de La Plata que trabaja mucho con el idioma guaraní. Él me dijo que había un dato que la historia oficial ocultaba. Que Buenos Aires intenta fundarse en 1536 pero fracasa y todos terminan replegados en Asunción. Recién vuelven en 1580 para fundar la Ciudad. Es decir, que somos descendientes de paraguayos. Claro. Eso no se dice en la historia.

—Es interesante esta puesta de que en cada entrada de Villa Trankila haya un poeta, como si estuvieras entablando un diálogo con la poesía contemporánea de tu misma línea. ¿Cómo surge eso?

—El armado del libro fue lo que más me costó. Ese final al menos. Mi primer modelo de libro era el de poemas cronológicos: como los había ido escribiendo. Se los pasé al poeta Tom Maver, y él me dijo que así ordenado era lo menos. Me hizo pensar mucho en eso del orden. Entonces me dije que iba a hacer algo como Dante Alighieri. Quise hacer un recorrido por la villa, que para mí es un territorio del amor. Y así como Dante se va guiando con personajes, pensé en poetas. Y obviamente César González tenía que ser el que me lleve a la puerta y me haga ingresar. Es un poeta que admiro profundamente, y es un pensador lúcido además de un compañero importante en mi trabajo como docente. En mis clases leo mucho sus poemas y entrevistas. Después aparece Osvaldo [Bossi] referido a lo sexual y al amor, Él es mi maestro del amor. Patricio [Foglia] es un par. Y Diego Vdovichenko porque tiene un libro hermoso que se llama Volver a la escuela que habla de su ingreso a la docencia. Eso me interpelaba muy fuerte. Me pareció un buen cierre. Por cierto, las villas están armadas así. No hay una entrada única. Hay tres o cuatro. Yo quería eso. Que pudieras entrar por la puerta que quisieras.

*Por Marvel Aguilera para El Furgón. Fotos: Gisele Velázquez.

Palabras claves: Javier Roldán, literatura, poesía, Villa Trankila

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