En esa línea, nunca más

En esa línea, nunca más
20 diciembre, 2018 por Redacción La tinta

El manchado siempre me pareció una actividad aburrida, en cambio el fútbol era otra cosa, la disputa por la pelota, la pasión, la adrenalina. Un día, en cuarto grado, salí del espacio que me correspondía, me paré al borde de la cancha, en la línea y les pregunté a ellos si podía jugar. Todo quedó en pausa. Fue una de las primeras veces que elegí no quedarme dónde debía. Más tarde, volví a correrme, cuando la heteronormatividad no me representaba. Más adelante, me reencontré con el fútbol. Mi cuerpo nunca más en la tibieza de la línea, mi cuerpo de este lado, de las que estamos tirando a la mierda al patriarcado.

Por Paola Gatto para La tinta

Cuenta la historia, que estando yo en el vientre materno, allá por los 80’, quienes se animaban a vaticinar sobre el sexo que tendría, se escuchaban argumentos tales como que sería un varón futbolista, por las imparables y potentes patadas.

Tal vez esa afirmación marcó mi existencia y mi vínculo con el fútbol.

Ni varón, ni futbolista profesional.

Cuando era niña, en un Uruguay de los 90’, en la periferia de Montevideo, en el tan querido y tantas veces odiado Paso Carrasco, en el patio, escenario de aventuras y fantasías, hasta un arco casero teníamos. Era un patio más bien chico, con un piso más bien desparejo, de hormigón. Ahí había un mástil, que como no pudo ser de otra forma, tenía la bandera del Glorioso (o no tanto) Peñarol.

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(Imagen: Paola Gatto)

Esa era la cancha donde jugábamos con mi hermano y mis primos. No me acuerdo cuánto jugábamos y tampoco tengo la certeza, como en muchas otras cosas, qué rol tenía yo.

En la escuela, una que dirigían monjas, enclavada en el barrio, un barrio obrero por aquellos tiempos, llegaba la tan ansiada hora de recreación, después de un rato la ansiedad se convertía en incertidumbre y después en otra cosa, las niñas teníamos que jugar, al costado de la cancha, al manchado, mientras que los varones debían jugar al fútbol. El manchado siempre me pareció una actividad aburrida, en cambio el fútbol, el fútbol era otra cosa, la disputa por la pelota, la pasión, la adrenalina, los gritos de gol en los que se quedaban sin aliento, el corazón latiendo a mil, la vuelta a posicionarse y salir a ganar nuevamente, claro que eso era lo que quería yo.

Un día, en cuarto grado, salí del espacio que me correspondía, me paré al borde de la cancha, en la línea y les pregunté a ellos si podía jugar, desde ahí el único recuerdo que me queda es que las niñas, mis compañeras, detuvieron su juego, el manchado quedó en una pausa, sucedía algo más importante, por supuesto que lo era, miraron desde afuera aquel acontecimiento, y ante tal hecho empezaron a canturrear, acompañado de aplausos al ritmo, “machona, machona…” No sé si salí corriendo, si me metí en la canchita, qué hicieron los varones, qué hice yo… me queda ese recuerdo, y seguramente esa fue una de las primeras veces que me moví hacia lo que no me pertenecía, salí muy tímidamente y sin saberlo, del espacio que me habían asignado.  Un tiempo después, en la adolescencia, también me corrí de la línea, esta vez, para ponerle el cuerpo a la militancia y querer cambiar el mundo, no comprendiendo los quehaceres del adolescente mundano. El fútbol, desde lugar de espectadora, ya no era un juego: era show, pan y circo. Y dejó de atraerme.

Más tarde, volví a correrme, cuando la heteronormatividad no me representaba, cuando el patriarcado se me imponía una vez más y pude gritar “soy torta!”, porque ante todo el grito es sanador.


Puse el cuerpo, mi cuerpo, lo expuse. Entre lo que quería y lo que debía, elegí lo primero. Puse el cuerpo, como ponemos el cuerpo todos los días, en la calle, en la cancha, firme, no pasan, ideas y cuerpo firmes, no nos callamos más, el silencio no nos pertenece, el cuerpo firme, la voz firme, el grito firme, mi cuerpo plantado y abrazado, por muchas, por tantas, mi cuerpo nunca más en la tibieza de la línea, mi cuerpo de este lado, de las que estamos tirando a la mierda al patriarcado. Mi cuerpo firme.


Mucho más adelante, me reencontré con el fútbol, desde otro lugar, con pibas que lo hacían por diversión, para reunirnos, para encontrarnos en el tercer tiempo, o en el tiempo cero, para tomar mate o cerveza, para reírnos, para un «Poly a la línea» y de tan acostumbrada a no estarlo, no saber qué línea, ¿a aquella de la infancia, la de la canchita de la escuela, la de las monjas, la de las imposiciones?, «A esa no vuelvo más» pensaba, mientras estaba jugando aquel torneo de verano. A la línea del área era, a esa sí voy, para defender el arco, para trabajar en equipo, para evitar que las contrarias metan la pelota contra la red y festejen sus victorias, que no son las mías. «Poly al arco!», se escuchaba y de tan acostumbrada a la defensa, entender que el arco es el propio, pasarle la pelota a la arquera y escuchar: “Poly, al otro arco!”.

Hoy, por el lateral, intento correr todas las pelotas, llegar a tiempo a la defensa, y poner el cuerpo para que no más salvemos las dos vidas, para que no más Dioses y rosarios en nuestros ovarios, porque libres y vivas nos queremos. Corro con todas mis fuerzas para ser una opción de pase, para poder tirar el arco rival, la lucha feminista que camina por América Latina para combinar fútbol y feminismo, una dupla increíble, una hermosa conjunción, un abrazo de todas, un tomar lugares que nos pertenecen y nos quisieron hacer creer que no cuando nos coreaban machonas al ritmo de los aplausos, para poder armar un lugar de encuentro y de lucha y de militancia que se hace cuerpo en el fútbol.

Por Paola Gatto para La tinta / Elaborado en el Taller de literatura y lectura sobre fútbol feminista «Caño al patriarcado».

Palabras claves: Fútbol Femenino, literatura

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