Yo soy el blanco que está en la foto

Yo soy el blanco que está en la foto
12 octubre, 2018 por Redacción La tinta

El 16 de octubre de 1968,​ el atleta estadounidense Tommie Smith ganó la carrera de los 200 metros en los Juegos Olímpicos de México. Junto a su compatriota John Carlos, levantarían sus puños desde el podio hacia el mundo. El saludo del Black Power se convertía en el acto de protesta más recordado de la historia del deporte. ¿Quién es ese hombre blanco del segundo puesto? Su nombre fue borrado de esa historia. Andrés Burgo redime en este relato a Peter Norman, el australiano que apoyó la protesta y pagó con el olvido.

Por Andrés Burgo

Me llamo Peter Norman y pasé mi vida atrapado en una cárcel invisible: me condenaron por haber ganado, me condenaron por haber defendido una causa justa, pero nadie supo mi condena.

Todos ustedes, los fanáticos del deporte, seguro que me vieron alguna vez. Yo estuve en una foto histórica, yo fui una foto histórica, pero es como si hubiera sido un fantasma. Ni siquiera puedo lamentarme de que el mundo me olvidó: el mundo siempre me ignoró. ¿Que exagero, que me victimizo? Miren la estatua que hicieron en la Universidad de San José, en Estados Unidos: soy un espacio en blanco.


Debo ser uno de los triunfadores más perdedores de la historia.


Fui medallista olímpico. Fui australiano, fui blanco. Pero, sobre todo, fui al que nadie miró en la foto del Black Power: Juegos Olímpicos de 1968, México Distrito Federal, acaso los mejores Juegos de la historia. Todavía faltaban nueve meses para que el hombre llegara a la Luna, pero nosotros, los atletas que competimos en México, en cierta forma, alunizamos: el salto en largo de Bob Beamon, esos 8,90 inigualados durante 23 años, el salto en alto de Dick Fosbury (una de las revoluciones del deporte en el siglo XX), Jim Hines y la primera vez que el hombre baja los 10 segundos en los 100 metros. Pero, sobre todo, lo quedó de México 68 es la foto, mi foto, aunque nadie repare en mí.

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Mirémosla juntos. Somos tres, aunque todos vean a dos: Tommie Smith, el ganador, en lo más alto; Peter Norman, o sea yo, el segundo de la carrera, medalla de plata (el único blanco en la foto), y John Carlos, el tercero, medalla de bronce. Atrás, había quedado la final de los 200 metros y ese podio sería mucho más famoso que la carrera. Mis compañeros de premiación, estadounidenses, negros, hicieron lo que nadie esperaba: el saludo de las Panteras Negras. Fue el Black Power en versión olímpica. Fueron los embajadores en zapatillas de Malcom X y de Martin Luther King.

Cómo habíamos llegado a ese podio, pocos lo recuerdan. Primero, en cuartos de final, competimos y eliminamos a un argentino, Andrés Pelusa Calonge. Y la final fue como si hubiéramos derrotado a la ley de gravedad. Los 2.300 metros sobre el nivel del mar del Distrito Federal, la delgadez de su aire, nos convirtió en marcianos. Fue la primera vez que el hombre bajó los 20 segundos en los 200 metros. Lo consiguió Tommie Smith y su récord del mundo duraría 11 años. Como nadie me conocía, yo fui la sorpresa, terminé segundo y mi marca, 47 años después, continúa vigente como récord nacional australiano.

Pero todo eso fue un chasquido de dedos en comparación a lo que estaba por ocurrir en el estadio Olímpico de México. Fue el 9 de octubre de 1968. Mientras esperábamos la premiación, Smith y Carlos me preguntaron si yo creía en los derechos humanos. Les dije que sí y esa respuesta, ese sí, cambiaría mi vida, pero no para bien, sino para mal, e, incluso, para muy mal. Desde entonces, y hasta mi muerte, una nube de desgracia me acompañaría sin que nadie se diera cuenta. ¿Si me arrepentí de haber sido el tercer hombre de la foto, el hombre cuya historia casi nadie conoce? No, eso nunca.

Smith y Carlos también me preguntaron si yo creía en Dios. También les dije que sí. Me insistieron: lo que vamos a hacer en el podio es mucho más importante que cualquier triunfo deportivo. Pero yo estaba seguro: quería acompañarlos. Sé que muchos años después, John Carlos declaró que “esperaba ver miedo en los ojos de Peter Norman, pero vi amor”. Por si todavía les quedaban dudas de que yo quería estar con ellos, les dije: “Yo creo en lo que ustedes creen”.

Los hombres famosos de la foto, Carlos y Smith, afroamericanos ambos, creían en que los negros, o sea ellos, merecían otros derechos. Los dos estaban influenciados por Harry Edward, el líder espiritual de varios atletas negros. Fue por él que Karen Abdul Jabbar no participó en esos Juegos. Smith y Carlos viajaron a México, pero lo hicieron para mostrar su lucha al mundo y así ocurrió. En una de las tribunas, festejando el triunfo de su marido, estaba la mujer de Smith: tenía un par de guantes negros. A veces, los objetos cotidianos tienen más fuerza que una bomba. Se suponía que habría dos pares negros, pero uno se había perdido, así que les dije: “Usen un guante cada uno”. Y esa fue la foto histórica, y también fue histórica porque estuvieron descalzos, en simbología por la falta de derechos de sus hermanos negros. Que hayan puesto una zapatilla Puma al pie del podio debe ser el primer PNT de la historia de los Juegos.

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Yo no tenía ningún guante para taparme las manos, pero me puse un pin, el del Proyecto Olímpico para los Derechos Humanos. Miren la foto: los tres del podio nos los pusimos sobre la solapa de nuestras camperas, estadounidense la de ellos, australiana la mía. Fue mi forma de colaborar con su causa, como en los próximos días harían sus compatriotas de los 400 metros, también negros: festejaron con boinas negras.

Los problemas para los tres comenzaron enseguida, aunque el mundo sólo seguiría de cerca el grillete que pesó sobre Smith y sobre Carlos. Los echaron de los Juegos Olímpicos. La mujer de Carlos se suicidó. Smith se divorció. No pudieron volver a competir. Tuvieron que trabajar de lo que fuera: lavando autos, cargando bolsas en el puerto. No es una figura retórica. Es literal. Les dejaban amenazas anónimas, les escribían insultos en sus casas. A mí también me pasó mucho de eso, pero nadie lo supo.

Mi sufrimiento fue en soledad. Volví a Australia y me trataron como a un paria. Me acusaron de ser un conspirador. Mi país era una Sudáfrica del Apartheid en miniatura: había quienes creían en “la Australia blanca”. Pasé a estar apestado. Me suspendieron. Seguí corriendo y seguí cosechando récords nacionales, pero ya era en vano: conseguí la marca para viajar a Munich 72 y no me dejaron representar a mi país. Estaba proscripto. Querían que pidiera perdón por lo que hice en México y nunca lo hice.

Me zambullí en el alcohol, intenté con otros deportes, me seguí zambullendo en el alcohol, probé con el fútbol australiano, me seguí zambullendo en el alcohol, tuve gangrena en una pierna, me seguí zambullendo en el alcohol, fui profesor de educación física, fui carnicero, me hice adicto a los calmantes y esperé, aunque fuera, una invitación a los Juegos Olímpicos de Sydney 2000: todavía era el mejor atleta de la historia australiana, todavía tenía el récord de los 200 metros, pero nada, nadie me llamó, nadie me invitó.

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En esa soledad, yo, Peter Norman, el hombre al que ustedes nunca prestaron atención en la foto, el héroe blanco del Black Power, morí en octubre de 2006, y, al menos a mi sepelio, vinieron mis dos viejos amigos, mis dos viejos compañeros, Tommie Smith y John Carlos. Ellos portearon mi féretro mientras de fondo sonaba “Carrozas de Fuego”.

Unos años después, en 2012, el parlamento australiano me pidió oficialmente perdón. Desde entonces, cada 9 de octubre, en Australia es el día del atleta.

*Por Andrés Burgo / Publicado originalmente en Vorterix

Palabras claves: Estados Unidos, juegos olimpicos, México, racismo

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