Los siete locos, una despiadada revolución

Los siete locos, una despiadada revolución
12 septiembre, 2018 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Los siete locos es una novela del escritor Roberto Arlt, publicada en 1929. En ella, se abordan las cuestiones morales, la angustia y la soledad ante el sin sentido de la vida y la desolación de la muerte. Es una crítica social muy lúcida a la Argentina de los años veinte. Fue llevada al cine por el director Leopoldo Torre Nilsson con la colaboración de Luis Pico Estrada, Beatriz Guido y Mirtha Arlt en el año 1973.

Augusto Remo Erdosain es el protagonista de la novela. Se encuentra desesperado ante la falta de dinero. En su lucha por sobrevivir, se une a una sociedad secreta que pretende modificar el orden social imperante a través de una cruel revolución ideada por el Astrólogo.

El tiempo dejó de existir para Erdosain. Cerró los ojos obedeciendo a la necesidad de dormir que reclamaban sus entrañas doloridas. De tener fuerzas se hubiera arrojado a un pozo. Borbotones de desesperación se apelotonaban en su garganta asfixiándolo, y los ojos se le volvieron más sensibles para la oscuridad que una llaga a la sal. A instantes rechinaba los dientes para amortiguar el crujir de los nervios enrigecidos dentro de su carne que se abandonaba, con flojedad de esponja, a las olas de tinieblas que deyectaban su cerebro. Tenía la sensación de caer en un agujero sin fondo y apretaba los párpados cerrados. No terminaba de descender, ¡quién sabe cuántas leguas de longitud invisible tenía su cuerpo físico, que no acababa de detener el hundimiento de su conciencia amontonada ahora en un erizamiento de desesperación! De sus párpados caían sucesivas capas de oscuridad más densa. Su centro de dolor se debatía inútilmente. No encontraba en su alma una sola hendidura por donde escapar. Erdosain encerraba todo el sufrimiento del mundo. ¿En qué parte de la tierra podía encontrarse un hombre que tuviera la piel erizada de más pliegues de amargura?  Sentía que no era ya un hombre, sino una llaga cubierta de piel, que se pasmaba y gritaba a cada latido de sus venas. Y sin embargo, vivía. Vivía simultáneamente en el alejamiento y en la espantosa proximidad de su cuerpo.  Él ya no era un organismo envasando sufrimientos, sino algo más inhumano… quizás eso… un monstruo enroscado en sí mismo en el negro vientre de la pieza”.

En Los Siete Locos, abundan los monólogos interiores que conllevan a sus protagonistas a reflexiones disparatadas y lúcidas por igual, en donde se plantea la locura absoluta de la sociedad, la crueldad del capitalismo, la frialdad de la industria y sus máquinas tecnológicas, contrastando a estas últimas con la endeblez y fragilidad del hombre mortal que las crea.

El cronista de esta historia no se atreve a definirlo a Erdosain, tan numerosas fueron las desdichas de su vida, que los desastres que más tarde provocó en compañía del Astrólogo pueden explicarse por los procesos psíquicos sufridos durante su matrimonio.  Aún hoy, cuando releo las confesiones de Erdosain, paréceme inverosímil haber asistido a tan siniestros desenvolvimientos de impudor y de angustia. Me acuerdo. Durante aquellos tres días en que estuvo refugiado en mi casa, lo confesó todo.  Nos reuníamos en una pieza enorme y vacía de muebles, donde poca luz llegaba. Erdosain quedábase sentado en el borde de una silla, la espalda arqueada, los codos apoyados en las piernas, las mejillas enrejadas por los dedos, la mirada fija en el pavimento. Hablaba sordamente, sin interrupciones, como si recitara una lección grabada el frío por infinitas atmósferas de presión, en el plano de su conciencia oscura. El tono de su voz, cuáles fueran los acontecimientos, era parejo, isócrono metódico, como el engranaje de un reloj. Si se le interrumpía no se irritaba, sino que recomenzaba el relato, agregando los de detalles perdidos, siempre con la cabeza inclinada, los ojos fijos en el suelo, los codos apoyados en las rodillas. Narraba con lentitud derivada de un exceso de atención, para no originar confusiones. Impasiblemente amontonaba inquietud sobre iniquidad. Sabía que iba a morir, que la justicia de los hombres lo buscaba, encarnizadamente, pero él, con su revólver en el bolsillo, los codos apoyados en las rodillas, el rostro enrejado en los dedos, la mirada fija en el polvo de la enorme habitación vacía, hablaba impasiblemente. Había enflaquecido extraordinariamente en pocos días. La piel amarilla, pegada a los huesos planos del rostro, le daba la apariencia de un tísico. Más tarde la autopsia reveló que estaba ya avanzada la enfermedad en él.

Erdosain, ante la falta de dinero y perspectiva, comete un robo en la compañía azucarera en la que trabaja. Él se considera a sí mismo un inventor y justifica este primer delito como el medio necesario para realizar su mayor anhelo: “la rosa de cobre”. Pero todo termina en humillación cuando es descubierto. En la búsqueda de un préstamo para devolver el dinero robado, Erdosain se cruza con el farmacéutico Ergueta, el primer loco, quien lo conducirá hasta el Astrólogo, un líder que pretende cambiar todo a través de una despiadada revolución. A su vez, el financiamiento de la revolución que se pretende llevar adelante va a llegar de una red de burdeles distribuidos por toda la Argentina bajo la administración del Rufián Melancólico.

El Buscador de Oro insistió: -Eso y los gases asfixiantes es admirable. ¿Se da cuenta? ¿Dejar un botellón de acero en el Departamento de Policía, a la hora que está ese bandido de Santiago! ¡Envenenarlos a todos los “tiras” como ratas!- Y lanzó una carcajada tan estentórea que tres pájaros se desprendieron en un gran vuelo de arco de un limonero- Sí, amigo Erdosain, usted es un coloso. Peste y cloro. ¿Sabe que revolucionaremos la ciudad?. Ya me lo imagino ese día, los comerciantes saliendo como vizcachas asustadas de sus madrigueras y nosotros limpiando de inmundicia el planeta con una ametralladora. Con mil pesos se puede comprar una regia ametralladora. Doscientos cincuenta tiros por minuto. Una papa. Y después cortinas de cloro o de fosgeno… ¡Ah!, habría que publicar en los diarios sus proyectos, creáme… Erdosain interrumpió el panegírico con esta pregunta:  -¿Así que usted encontró el oro, no?… el oro… -Supongo que no creerá en esa novela de los “placeres”. -¿Cómo novela? ¿Así que el oro…? -Existe, claro que existe… pero hay que encontrarlo.  Tan profunda era la decepción de Erdosain, que el Buscador de Oro agregó: Vea, hermano… yo hablé con usted porque el Astrólogo me dijo que podía hacerlo. -Sí, pero yo creía… -¿Qué? -Que entre tantas mentiras, ésa sería una de las pocas verdades.-En el fondo es verdad. El oro existe… hay que encontrarlo nada más. Usted debía alegrarse de que todo se esté organizando para ir a buscarlo. ¿O cree que esos animales se moverán si no fueran empujados por las mentiras extraordinarias? ¡Ah! cuánto he pensado. En eso estriba lo grande de la teoría del Astrólogo: los hombres se sacuden sólo con mentiras. Él le da a lo falso la consistencia de lo cierto; gentes que no hubieran caminando jamás para alcanzar nada, tipos deshechos por las desilusiones, resucitan en la virtud de sus mentiras”.

Los siete locos es una de las obras más poderosas de Roberto Arlt, donde los personajes más delirantes, cínicos y patéticos se cruzan en una trama escrita a ritmo policíaco. Es un cross a la mandíbula como el propio escritor exigía, en donde se destaca la ruptura de las reglas gramaticales y un sabio empleo de la jerga callejera.

Sobre el autor

Roberto Arlt (Buenos Aires, 1900 – 1942) fue periodista toda su vida. En sus comienzos, colaboró en la revista Don Goyo, fue redactor del diario Crítica, en el que se dedicó a las crónicas policiales. Y, a partir de 1928, integró el equipo del periódico El Mundo, donde permaneció hasta su muerte y para el que escribió magistralmente textos luego compilados en Aguafuertes porteñas (1933). Sus obras más importantes son las novelas El juguete perdido (1926), Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931), habiendo publicado además El amor brujo (1932) y El criador de gorilas (1941) y la colección de cuentos El jorobadito (1933). Como dramaturgo, retrató un cuadro alucinado de la vida burocrática con La isla desierta (1938). Es autor, asimismo, de Trescientos millones (1932), Saverio el cruel (1936), El fabricante de fantasmas (1936), La fiesta de hierro (1940) y El desierto entra en la ciudad (1942).

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: literatura, Los siete locos, Novelas para leer, Roberto Arlt

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