La primera imagen de Gaza
Las escuelas de la UNRWA han vuelto a abrir sus puertas en los campos de refugiados palestinos aunque no hay garantía de que puedan seguir abiertas.
Por Teresa Aranguren para El Diario
Mi primera imagen de Gaza es la de una fila de niñas y niños de unos cinco o seis años, agarrados de la mano, ellas luciendo trenzas y coletas con lazos blancos que parecían mariposas prendidas en el pelo y todos con sus guardapolvos impolutos, como recién lavados. Al frente de la fila, a modo de guía del grupo. iba una niña algo mayor que el resto aunque no debía tener más de doce años. Al cruzarse con la forastera que era yo, me dedicaron un “welcome” coral entre profusión de risas y agitar de manitas a modo de saludo. Era la hora de entrada a la escuela. La escuela de la UNRWA (Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo).
Aquella primera visita a Gaza fue a finales de 1990, durante el primer gobierno de Benjamin Netanyahu. Había cierre de territorios, lo que significaba que no se podía entrar ni salir de la Franja, a no ser que contases con autorización de las autoridades militares israelíes, como era mi caso. Y que no fueses palestino, claro.
Recuerdo la fila de camiones varados en el paso de Erezt con su carga de frutas, hortalizas y flores pudriéndose al sol. En esa época, los cierres de territorio tanto en Cisjordania como en Gaza eran constantes, los asentamientos crecían hasta el punto de duplicar el número de colonos en torno a Jerusalén y en toda Cisjordania, y el primer ministro israelí proclamaba a los cuatro vientos que los Acuerdos de Oslo eran papel mojado.
Gaza dejará de ser habitable para el año 2020, advierte un informe de Naciones Unidas de 2015. O lo sería si no fuera porque sus gentes, especialmente sus mujeres, consiguen que siga siendo habitable. Todos los días, los niños de Gaza, y en Gaza hay muchos, muchísimos niños, siguen yendo agarrados de la mano a la escuela de la UNRWA, aunque quizás los guardapolvos ya no estén tan impolutos y los lazos –mariposa en la cabellera de las niñas– no sean tan blancos, la escuela sigue siendo el lugar al que ningún niño de Gaza quiere faltar; ir a la escuela es el único signo de normalidad que la vida ofrece en el campo de refugiados. Y de esperanza. Y de futuro.
La mayor parte de la población de Gaza, más del 75 por ciento, son refugiados de 1948, aquellos que fueron expulsados de sus tierras en las operaciones de “limpieza étnica” llevadas a cabo en los meses previos y posteriores a la creación del Estado de Israel. Y sus descendientes. En diciembre de 1949, la ONU aprobó la resolución 194 que establece el derecho de todos los refugiados palestinos a regresar a sus hogares y a ser indemnizados por las propiedades destruidas o requisadas por el recién creado Estado de Israel.
Poco después se creó la UNRWA, la agencia de Naciones Unidas para los refugiados palestinos, con la misión de atender a las necesidades del cerca de un millón de personas –las registradas en junio de 1949 eran ya 990.000– que se habían visto expulsadas de sus casas y de sus vidas y de la noche a la mañana se habían convertido en refugiados. Iba a ser una misión temporal hasta tanto puedan regresar a sus hogares. Pero nunca se les permitió el regreso. “Los abuelos morirán, los hijos se resignarán y los nietos habrán olvidado”, esa era la idea que muchos dirigentes sionistas manejaban entonces. La cuestión de los refugiados se disolvería con el tiempo.
Setenta años después nadie ha olvidado. El número de refugiados palestinos alcanza los cinco millones, repartidos en campamentos que con el tiempo pasaron a ser barrios en Gaza, Cisjordania, Jordania, Líbano y Siria. La causa de los refugiados es el corazón de la causa palestina.
Pero Donald Trump, su querido e influyente yerno Jared Koushner, y por supuesto Benjamín Netanyahu, están decididos a acabar con el problema de los refugiados por el sencillo sistema de decretar que los refugiados dejen de existir. Algo parecido a aquello de “para acabar con los incendios forestales lo mejor es talar los árboles”, frase que maliciosamente se atribuye a George W. Bush. Lo que el presidente Trump y su “yernísimo” Jared pretenden, es cambiar la definición de refugiado palestino para que se aplique solo a quienes fueron expulsados de su tierra y no a sus descendientes, es decir solo a quienes ya han muerto o morirán pronto. Una vía rápida para acabar con la causa palestina.
La UNRWA es un importante obstáculo para ese propósito, de ahí el brutal recorte de 360 millones a 60 millones en la contribución de Estados Unidos a la financiación de la agencia. Acabar con la UNRWA es el primer paso para acabar con los refugiados de Palestina. O quizás más exactamente para llevarlos a la desesperación más extrema. ¿Se quiere eso? ¿Se consentirá eso? ¿Nadie en Europa será capaz de poner freno a una política tan criminal como suicida?
Esta semana las escuelas de la UNRWA han vuelto a abrir sus puertas en los campos de refugiados de Gaza, Belén, Ramalla, Nablus, Amman, Beirut… Pese al esfuerzo casi heroico del personal de la agencia, no hay garantía de que todas puedan seguir abiertas para el siguiente trimestre. “La educación es lo único que no nos pueden quitar”, me dijo hace años un refugiado palestino en Líbano. Había perdido su casa y su aldea cerca de Haifa. Siendo un niño, en 1948, se había criado en el campamento de Ain –el Helwe cerca de Sidón–, había ido a la escuela de la UNRWA, y en 1982 perdió por segunda vez la casa en un bombardeo israelí. Cuando le conocí era maestro y escritor. “Podrán destruir por tercera vez mi casa pero no lo que llevo aquí dentro”, dijo señalándose la frente.
Entre los refugiados palestinos no hay niños sin escolarizar. Ese es un logro de la UNRWA y de las familias palestinas. Y está en peligro.
*Por Teresa Aranguren para El Diario