Los días en un país de muchos países
Muchas crónicas viajeras coinciden en que Myanmar es el país de las sonrisas. Este noble calificativo se debe a la amabilidad, la calidez y buen ánimo que caracterizan a su gente. Sin embargo, detrás de esa sencilla alegría, se esconden siglos de conflictos y un pueblo que, a fuerza de sudor y trabajo, anhela escribir una nueva historia que construya un futuro mejor y en paz.
Por Gastón Bailo para La tinta
Myanmar es quizás el país menos visitado del sudeste asiático y uno de los más intensos e interesantes a la hora de conocer. Aquí abundan monjes, pagodas y monasterios budistas. Los hombres usan unas largas faldas llamadas longui y la gran mayoría de las mujeres lucen la thakana, una pintura de origen natural que aplican en sus rostros dibujando diferentes motivos. Las calles y los dientes de las personas están teñidos de rojo de tanto mascar y escupir un estimulante hecho con hojas de betel, mezcladas con tabaco y otras sustancias secretas. Existen tantos tipos de poblados como grupos étnicos: Bagan es el lugar de los miles de templos; villas flotantes rodean el Lago Inle; pequeñas aldeas en los bosques selváticos y ciudades caudalosas de gente, ruido y contaminación.
Intentar entender el pasado y presente de Myanmar es un ejercicio complejo, pero emocionante. No es nada nuevo decir que la historia puede leerse en los libros, pero se conoce y se siente mejor hablando con la gente en las calles. Y si hay algo que tienen los habitantes de esta tierra es una excelente predisposición a comunicarse con el otro, con el extraño. La cámara me ayuda a comenzar alguna conversación más o menos profunda y así voy recolectando material para esta crónica cruzada.
Líneas de tiempo cruzadas
Llegar a Yangon de noche es como estar viviendo dentro de una película de post guerra: poca luz y edificios tan gastados que parecieran derrumbarse. Son las 21 horas y en las calles solo quedan algunos puestos de comida sobre las veredas. Las ratas roban algún sobrante y se esconden rápidamente ante la mirada ajena. La sensación de extrañamiento es clara, será mejor volver a descansar y ver qué sucede cuando haya luz.
Más de 130 grupos étnicos habitan el antiguo territorio birmano en su totalidad y, a lo largo de la historia, se han disputado el control del imperio y luego del país. En el año 849 bajo el mando del Rey Anawrahta, se crea el reino de Pagan, en el lugar que hoy conocemos como Bagan; de esta forma, se unifica por primera vez el naciente imperio Birmano. Este primer momento de florecimiento cae en 1277 en la guerra contra los mongoles y, de allí en adelante, diversas dinastías y reinados cruzaron batallas para dominar una ruta clave de comercio entre India y China. En el siglo XVI, los europeos comenzaron a expandir su poderío colonial también en Asia. Los portugueses fueron los primeros en plantar bandera en estas tierras, hasta que en 1613 fueron vencidos y, años más tarde, vendrían los ingleses, quienes ya controlaban la vecina India.
Yangon -que supo ser la capital del país antes de que lo sea Naipyidó- tiene un tren circular que da la vuelta a la ciudad y en tres horas sale de la estación central, cruza los barrios hacia la zona rural y vuelve al mismo punto. Aquí, además de poder conversar con muchas personas, se pude ser testigo de la diversidad étnica que caracteriza a Myanmar y observar cómo transcurre la vida cotidiana de la gente. Vendedores de todo tipo de cosas y alimentos, monjes, niños que vienen y van a la escuela. Mujeres y hombres pensativos, algunos duermen, otros luchan contra el sueño con la cara larga de cansancio pegada al vidrio manchado del viejo tren, traído por los ingleses en sus conquistas imperiales, de cuando Birmania era parte de la India Británica.
La unificación birmana, junto a la creación de un Estado pluricultural que represente a todas las etnias, fue un objetivo casi logrado por el pueblo en un momento de efervescencia y optimismo por conquistar nuevas libertades. Pero éste solo fue un deseo que quedó frustrado cuando el líder Aung San y seis de sus ayudantes fueron asesinados a balazos en una conspiración para acabar con el movimiento de la Liga Antifascista por la Libertad del Pueblo.
Antes de su muerte, el general Aung San había logrado uno de sus principales objetivos y este sería nada menos que la independencia de Inglaterra, que se consumaría el 4 de enero de 1948. Ese día, comenzaba un nuevo desafío para la historia del país y lo que debió ser una página gloriosa se convertiría en la agitada e interminable desintegración birmana. Protagonizada por rebeldes, grupos étnicos, religiosos, comunistas, anti comunistas chinos, ejércitos privados y grupos de militares, todos contra todos y todos contra el emergente nuevo Estado. La guerra civil había estallado y, a principios de 1949, casi todo el país se hallaba en manos de diferentes grupos armados. El Gobierno estuvo a punto de rendirse, pero logró mantenerse hasta 1958, cuando el presidente U Nu -antiguo protegido de Aung San- cedió el poder a los militares que estuvieron dos años al mando. En 1960, se vuelven a celebrar elecciones y U Nu vuelve a gobernar con un holgado triunfo en las urnas, principalmente por convertir al budismo en religión de Estado. Sin embargo, dos años más tarde, se produce un alzamiento militar comandado por el dictador Ne Win y comienza una larga etapa de oscuridad.
No importa la ciudad o el pueblo en el que me encuentre, siempre estoy escapando del ruidoso caos del tránsito, de las motos y sus bocinas. No importa el lugar, siempre habrá pagodas y monasterios donde visitar monjes y respirar la paz que emana su sabiduría. No importa dónde esté, siempre alguien querrá tomarse una foto conmigo. Una horda de jóvenes universitarios me rodea, riendo me toman por los brazos y posan divertidamente, luego me preguntan “Were are you from?”, yo respondo “Argentina” y de inmediato nombran a Messi. La escena se repite varias veces durante mi estadía y es una buena iniciativa para iniciar charlas e intercambiar fotos. Les pregunto qué nos ven de grandioso a los occidentales y en realidad es que durante los años de la dictadura era muy difícil entrar al país y hace solo ocho años que los extranjeros podemos entrar a Myanmar sin mayores inconvenientes.
Las calles estaban plagadas de militares vigilando a los civiles, es que Ne Win prohibía las reuniones con más de cinco personas. Prohibió las organizaciones de cooperación internacional, las publicaciones extranjeras, los periódicos nacionales de propiedad privada y, claro, los partidos políticos. Mientras la cúpula militar y un pequeño sector privado se enriquecían, la pobreza y desigualdad llegaban a lo extremo. En 1967, el mayor exportador de arroz del mundo antes de la II Guerra Mundial no podía alimentarse a sí mismo. Recién en 1974, los ciudadanos comenzaron a movilizarse contra el golpe de Estado, obteniendo represión y una creciente persecución ideológica. En 1981, Ne Win abandona la presidencia, pero no deja de comandar las riendas de un país que iba cayendo por el precipicio de las injusticias. Siete años después, la gente tomaría las calles, pero la pretensión por controlar el poder a toda costa en manos del gobierno de facto lleva a un desenlace desolador. En esos días, más de tres mil personas son asesinadas, decenas de miles de heridos y otros exiliados, todos principalmente estudiantes. Todo esto sucedía en 1988, cuando las fuerzas armadas hacen un cambio de mando e instalan una nueva dictadura que prometía garantizar elecciones libres al cabo de tres meses, lo cual no sucedería. En ese contexto, apareció una mujer como una luz en medio de la noche. Aung San Suu Kyi, la hija del general Aung San -el héroe asesinado-, se disponía a cambiar el rumbo de su tierra.
Entrar a Shwedagon es salirse del tiempo, es abstraerse de todo lo que no esté sucediendo en ese espacio para perderse en un universo místico repleto de ritos espirituales. Hace horas que estoy caminando alrededor de esa gigantesca estupa bañada en oro, donde se cuenta que hay doce cabellos pertenecientes al propio Buda. Se hace de noche, se encienden velas y sigo mirando todo con absoluta admiración, es conmovedor caminar sobre un suelo con tantas huellas. Este templo, que data del siglo 14d.C, es también el lugar en el cual Aung San Suu Kyi dio su primer discurso, en el que alzó la voz por un futuro unificado y un territorio en paz. En ese acto, se presentaba una nueva fuerza política: la Liga Nacional para la Democracia (LND) y con ella se abriría un nuevo capítulo de una historia que fue, es y será difícil, sufrida y dolorosa para todo el pueblo burma: su propia historia.
Inesperadamente, en 1989 la dictadura cambiaría el nombre de Birmania por “Unión de Myanmar”. Ante los ojos atónitos del mundo, Naciones Unidas y la Unión Europea aprobaron esta modificación. Un año después, llegaron las primeras elecciones libres luego de 30 años, el contundente triunfo en manos de la Liga Nacional para la Democracia (LND) fue anulado por los militares y Aung San Suu Kyi fue arrestada en su domicilio. En 1991, ganaría el premio Nobel de la Paz, convirtiéndose en un símbolo de lucha por la democracia y la libertad. En 1995, es liberada, pero los militares no abandonan el poder, a pesar de las graves denuncias y sanciones por violaciones a los Derechos Humanos. En 2003, ante la inminente caída de la dictadura, San Suu Kyi es atacada por simpatizantes del Gobierno de facto y, como consecuencia, vuelve a ser detenida. Finalmente, logra conseguir la libertad en 2010, en el contexto de las elecciones en las que Thein Sein es nombrado presidente. Era la vuelta a la democracia, pero todavía no sería el turno de “La Dama”, como la llaman en su país. En 2012, la LND obtiene una victoria aplastante en las elecciones parlamentarias y, en 2015, ganan las presidenciales de manera imponente con el 79% de los votos. Ese mismo año, se firmó un alto el fuego con 8 de las 16 principales etnias rebeladas, desde entonces se mantiene una puerta abierta hacia diálogo político por el federalismo y una paz que no se deja abrazar.
Algunos rezan o llevan adelante algún ritual budista, mientras cientos de jóvenes reunidos en Shwedagon festejan las libertades conquistadas en estos años de democracia. Lo hacen en voz baja para no ofender a Buda, pero no les sale, su alegría es muy poderosa. Es un festejo religioso y político en el que da gusto ser testigo, están viviendo un momento de esperanza, pero, como es sabido, la paz todavía no fue lograda. Un grupo de chicos y chicas me piden una foto, y entonces aprovecho para preguntarles por el lugar que ocupan los Musulmanes y principalmente el pueblo Rohingya en este proyecto de Estado. De golpe, la conversación se vuelve más distante, nadie sabe ni quiere responder algo concreto de este conflicto. Un joven, por lo bajo, dice que los Rohingyas no son birmanos y que por eso deben abandonar el país. Pienso en que mejor tendré que hablar con otra persona y en otro lugar sobre este tema.
Estoy abandonando Myanmar, tengo que hacerlo por aire porque, debido a los conflictos de la guerra civil, los extranjeros no podemos cruzar fronteras por tierra. Tomo un taxi que me lleve al aeropuerto. El taxista se llama Sann, me dice que su nombre es como el sol, pero que se escribe distinto. Él es musulmán, vivió muchos años en Dubai y hacía poco que había regresado a su país con su familia. Sann me cuenta que existen muchos grupos musulmanes en el país que viven con normalidad. Y me cuenta que, si bien el conflicto con los Rohingyas es de carácter religioso, su meollo nace por una cuestión étnica, ya que el Estado de Myanmar no los reconoce como grupo étnico en sí mismo. Por el contrario, argumenta que no son Rohingyas, sino musulmanes provenientes de Bangladesh. A esto se le debe sumar que en 2012, cuando estalló este conflicto, los enfrentamientos entre los nacionalistas rohingya y budistas dejaron miles de muertos y refugiados. Este capítulo trae un nuevo obstáculo en el camino por la construcción de un presente unificado y en paz.
Me subo al avión y empiezo a volar de fiebre. Me esperan días de reposo y reflexión en algún cuarto de hotel económico. Fueron días movidos en el país de los muchos países, me espera una gran cantidad de información que interpretar, experiencias que procesar y fotos que editar. Me llevo muchos buenos recuerdos de los lugares, pero fundamentalmente de las personas, vi tantos rostros diferentes que puedo recordarlos todos. Quedará en mí la mirada del pescador pobre, las niñas juntando flores, la anciana protegiendo la pagoda. Viajará conmigo el aprendizaje que impregna la diversidad, mirar cómo se manifiestan otras creencias, costumbres y maneras de encarar el día a día, lo cotidiano. Esa rutina tan propia de cada cultura: tan voraz como las horas interminables de trabajo para la subsistencia, tan dulce como el fulgor de la noche dejando entrever el lucero sobre los templos bañados de historias.
*Por Gastón Bailo para La tinta
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