Los pibes suicidas, el presente como único tiempo posible

Los pibes suicidas, el presente como único tiempo posible
11 julio, 2018 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Los pibes suicidas, es la primera novela del escritor salteño Fabio Martínez publicada en 2013. La historia retrata con la potencia de un puño cerrado, las consecuencias de las privatizaciones menemistas a través de la autodestrucción de un joven comunicador desocupado. Ambientada en Tartagal, Salta, describe cómo las imposibilidades laborales, el alcohol y las drogas, son moneda corriente para una juventud sin futuro.

Llego a casa. La comida está servida. Mi padre, sentado en la mesa, me mira. Entro como siempre, con gesto indiferente, cuelgo la llave, paso por el comedor directo al baño. Me lavo las manos, escupo flema y vuelvo a la mesa. El televisor está prendido pero sin volumen. El noticiero local acaba de empezar.  Me siento en la punta, mi lugar, enfrentado a mi viejo que me vuelve a mirar. Hace el intento de decirme algo pero desiste. No hay nada que hablar, él lo sabe, está resignado. No puede creer que su hijo, al que felicitaban por ser tan inteligente en la secundaria, esté arruinando su vida. Emborrachándose cada fin de semana y drogándose cada vez que puede. Uno trae un hijo al mundo y piensa que va a llenar el vacío existencial que tanto duele. Pero ese niño después crece y te caga la vida y nada es como lo soñaste.  Ahora, enfrentados en la mesa, parecemos dos desconocidos que comparten un almuerzo por casualidad. No hablamos, los cubiertos suenan en los platos y la efervescencia de la gaseosa parece eterna. Separo las arvejas de la carne y las dejo en un rincón del plato. Mastico mirando el noticiero y sé que tarde o temprano algo va a explotar. Agarro el último pedazo de pan, lo mojo con la salsa de la carne y mi viejo dice: -Comé todo. –No me gustan las arvejas –dijo y me canso de esa tensión latente. Busco el control remoto y subo el volumen del televisor. Los piqueteros volvieron a cortar la ruta. –Apagá la tele –ordena mi viejo. Ni lo miro y aumento el volumen y la escena llega. Mi viejo golpea la mesa con el puño y la cara se le pone colorada. Quiere decirme algo pero las palabras se le mezclan. Mi madre pide tranquilidad pero mi viejo no la escucha. Me grita. No sé lo que dice porque apenas llega la explosión yo hago lo de siempre. Me levanto y me voy. Por el garaje escucho las puteadas a mi espalda. En la vereda encuentro el silencio y camino sin rumbo bajo el sol tremendo de Tartagal”.

Los pibes suicidas, narra la historia de Martín, un periodista veinteañero de Tartagal que se encuentra desocupado porque la revista que dirige, Kátedra Zero, deja de salir por falta de anunciantes y presupuesto. En la vida del joven no falta la cerveza, el fernet, la merca y las idas y vueltas con amores pasajeros. Pero también Los pibes suicidas es la denuncia de la privatización de YPF, la desocupación en la zona y la aparición del movimiento piquetero como actor social.

A su vez, la novela está escrita con un oído puesto en la banda platense El Mató a un policía motorizado. Incluso, en uno de los capítulos, como epígrafe, hay un fragmento del tema “Mi próximo movimiento” (Voy a subir al techo a ver/ a mirar el desastre/ bajo la luz/ de la luna gigante). Las coincidencias entre las letras de Santiago Motorizado y el estilo literario de Fabio Martínez son muchas. Pero sobre todo, las oraciones concisas y concretas llenas de imágenes visuales.

Fumo hasta la mitad y tiro el cigarrillo prendido. Cae despacio como si fuera una pequeña luz y se apaga antes de llegar al río. Ahí nomás enciendo otro y otra vez vuelvo acordarme de Pato. ¿Pensó algo? Me saco las zapatillas y las dejo al lado. Cuando éramos más chicos y mis amigos estaban en Tartagal, salíamos de jueves a domingo y nos hacíamos llamar Los Pibes Suicidas; en lo único que pensábamos era en pasarla bien y reírnos hasta que nos doliera la panza. Hago dos secas, la garganta me arde y vuelvo a tirar el cigarrillo a medias. El viento lo hace girar mientras va cayendo. Por varios minutos hago sólo eso: enciendo un cigarrillo, hago dos o tres secas y lo suelto. Trato de pensar en nada pero se me viene a la cabeza la imagen de Pato. Esa tarde tuvimos que esperar a que la sala se vaciara un poco para poder entrar al velorio y despedirlo. El cajón estaba cerrado. Lo imaginé con los brazos cruzados, la cara destrozada pero tranquila, como si estuviera durmiendo mientras sus padres lo lloraban. Cuando acabo el paquete, le saco la bolsita a la etiqueta y la prendo fuego. Dejo que la llama tome el papel y cuando empieza a quemar la suelto. Cae sobre el río, la corriente se lo lleva y tarda unos segundos en apagarse. Ya no estoy tan borracho y los cintazos duelen mucho más. Tengo la boca hinchada. Arrojo también el encendedor y me paro. Me pongo las zapatillas. Dejo el puente. En la estación de servicio Oscar, de los Guachos, le carga nafta a su moto. Sale hacia la ruta, yo sigo caminando. Toca bocina, frena y baja a la banquina. -¿Qué te pasó? –pregunta. –Me fui a tirar del puente pero me dio vértigo –respondo. –Subí. Te acerco… ¡pibe suicida! –dice, y se caga de risa”.

Fabio Martínez evita psicologismos; sus personajes piensan e inmediatamente actúan. Pero esto no genera que la narración se subordine y sea pura trama. Por el contrario, establece una atmósfera asfixiante tanto para contar un piquete en Pocitos como la feria de Yacuiba, en Bolivia. La novela tiene a la primera persona como lente impiadoso y un lenguaje directo que la hace una interesante narración en el nuevo panorama de escritores y escritoras nacionales.

El amigo boliviano saca de su bolsillo varios billetes de diez pesos y se lo da a su señora para que ella pueda darle el vuelto a un tipo que compró tres remeras y un cinto. Luego anota algo y vuelve. –Como le iba diciendo, la niña sale con la bolsa a comprar ahí cerquita nomás y un taxista con un grupo de chicos la mete de prepo en el auto. La llevaron a un descampado cerca de la vía y ahí la desnudaron y violaron. El taxista, un tal Chávez, que lo solía ver alzando pasajeros por acá, fue el que armó todo. Este hijo del diablo estuvo en la cárcel y siempre le hizo los mandados a los narcos del lugar. La cosa es que la alzaron y la llevaron al descampado y con un cuchillo le hicieron varios cortes. Cuando ya la habían violado y tenía las heridas, la subieron al taxi y la pasearon por la puerta de la casa de la niña para que sufra más. Le taparon la boca. Fueron doce horas de maltratos, amigo, hasta que Chávez le cortó el cogote. Con él había tres chicos de quince, dieciséis y diecisiete años. El más chico fue el que relató todo. Mire, mi amigo, a algunos la droga les hace mal, por eso yo ahora coqueo nomás. En Yacuiba, como en Tartagal, el calor no cesa. El sol puede bajar y esconderse, pero la transpiración sigue y la ropa se moja. De a poco, la gente que vino de compras se va. Con sus bolsas negras cargadas toman taxis que los llevan de nuevo a Pocitos y de ahí pasan el puente, hacen cola y muestran sus compras en el puesto de Gendarmería. El amigo boliviano dobla las prendas, baja los pantalones colgados bien arriba, igual que las camisas. La señora se encarga del niño que durmió la tarde entera sobre una frazada y ahora se despertó y llora. Se sientan atrás, cerca de la cortina negra que usan como probador. Ella lo acuna y le susurra cosas al oído en aimara. El amigo mete las remeras en bolsas y sigue hablando.   –Yo le explico bien amigo, los narcos son los mismos de un lado de la frontera como del otro. Fíjese qué pasó con la señora Romina Nieva ¿Por qué la mataron, usted sabe? La mataron porque la señora tenía campos en la frontera del lado argentino, y el Pancho Romero que es la cara visible de todos estos quería hacer un camino alternativo. Porque usted sabe, amigo, que esta zona es incontrolable. Porque la droga pasa así: en camiones mezclada con la mercadería, previo arreglo con los gendarmes, o si quieren más ganancia, la pasan los bagalleros por uno de los cincuenta caminos alternativos que hay. Y el Pancho quería hacer un camino directo, con ruta y todo, y la señora se puso firme, y los enfrentó, pero así le fue. Lo único bueno fue que la gente de Pocitos se movilizó y el Pancho cayó preso. Pero el Pancho es un perejil, usted sabe que el gobernador de su provincia es el que maneja el negocio.  Y si le interesa mi amigo, y si tiene plata yo le puedo hacer el contacto. Usted sabe que hay suficiente para todos, y están los clanes más pequeños que siempre andan buscando gente para que pongan el dinero inicial, y después se reparten las ganancias. ¿Usted era de Tartagal, no? Bueno, así hacen sus paisanos, y si caen bien se vuelven testaferros. Hubiéramos empezado por ahí. No se haga problema, yo le digo con quién tiene que hablar y dónde. Por algo lo mandaron acá, mi amigo. El amigo boliviano cierra la persiana y le pone un candando grande. Su señora lo espera atrás con el niño en brazos. Una nena de unos seis años, que tiene la cara cansada, se cuelga del vestido de su madre que la empuja con el cuerpo. <<Vamos>>, le dice, y caminan por las calles llenas de papeles, plástico, restos de comida y tierra, mucha tierra, hasta perderse en una esquina donde otros comerciantes cierran sus negocios y los ruidos de metales y cadenas chocan contra el piso. Los toldos azules se desarman y de a poco las veredas muestran lo que dejó un día de trabajo”.

Los pibes suicidas es una historia donde los personajes que atraviesan la ciudad, ya sea de noche o de día, no tienen un rumbo fijo, sus huellas se dibujan y se borran por las calles que ya no tienen nada que ofrecer. De hecho, en las últimas páginas, Fabio Martínez dedica el libro a los habitantes de Tartagal, probablemente esos mismos que una mañana se alarmaron al escuchar las sirenas y sintieron que tiempos difíciles se aproximaban, y lamentablemente, no se equivocaron.

Sobre el autor

Fabio Martínez nació en 1981 en Campamento Vespucio, provincia de Salta. Vivió su infancia en la ciudad de Tartagal y desde hace más de doce años reside en la Capital de Córdoba. Es licenciado en Comunicación Social, graduado de la U.N.C y actualmente trabaja como profesor secundario. Participó de la Antología de jóvenes narradores de Córdoba, Es lo que hay (Babel, 2009), y publicó el libro de relatos Despiértame cuando sea de noche (Nudista, 2010).

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: Fabio Martínez, literatura, Los pibes suicidas, Novelas para leer

Compartir: