Los autonautas de la cosmopista, un viaje profundo

Los autonautas de la cosmopista, un viaje profundo
18 julio, 2018 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Los autonautas de la cosmopista o Un viaje atemporal París – Marsella es un libro publicado en conjunto por Carol Dunlop y Julio Cortázar en 1983, y es una obra singular, donde la simbiosis social se da junto con la literaria, y ambas son frutos del amor.

Una tarde de mayo de 1982, Carol y Julio, Dunlop y Cortázar, deciden emprender un viaje por la autopista del sur, un hermoso juego de “treinta y tres días”, cuyo reglamento severo, obligaciones y prohibiciones estrictas, ellos mismos se han impuesto. Con una perfecta prosa documental, esta apasionante novela, nos lleva por lugares insólitos que los viajantes van descubriendo a lo largo del camino; y también por las amenazas más disparatadas y aterradoras: brujas, agentes secretos, camiones de dudosa procedencia, empeñados inútilmente en hacer fracasar la gran aventura de un viaje al conocimiento más profundo del ser humano.

Era preciso –primeros cálculos científicos- hacer el viaje en pequeñas etapas. Nos hubiera gustado seguir las rutas secundarias, pero nuestras obligaciones en París no nos permitían disponer de demasiado tiempo, y teníamos que respetar cierto límite. Decidimos pues tomar por la autopista, pero saliendo de ella cada dos horas más o menos para encontrar un buen hotel, descansar, etc. (Como ves, pálido lector, la autopista era todavía la enemiga del reposo y del <<viaje agradable>> para nuestras mentes mal iluminadas; pero no tardó mucho en hacernos cambiar de actitud). Apenas la habíamos atacado cuando el Lobo decidió hacer un alto para que pudiéramos descansar, beber un trago y aprovechar del buen tiempo. Tan bien nos sentimos (<<¿No es verdad, Osita, que puesto que vamos por la autopista tenemos tiempo sobrado?>>), que el alto se alargó; comenzamos a entrever las posibilidades de los paraderos, por lo menos de ése, y a la hora de la cena (pues el lugar había demostrado adaptarse perfectamente bien a la siesta que hicimos en Fafner, con todas las cortinas corridas), saboreamos las excelentes cosas que Raquel había deslizado a último momento en nuestro equipaje. A la caída de la noche decidimos que después de todo disponíamos de cinco días para llegar a París y por qué no, entonces, dormir allí mismo, razón por la cual a la mañana siguiente nos despertamos después de un excelente sueño sin haber sobrepasado la altura de Avignon o tal vez ni siquiera la de Cavaillon, no me acuerdo bien aunque lo cierto es que tres días más tarde no habíamos llegado aún a la altura de Orange donde, en el paradero de Orange-le-Grés, mientras observábamos atentamente y por primera vez la ceremonia de los hombres vestidos con monos amarillo – naranja y su complicada técnica para vaciar las bolsas de basura, empezó a germinar la idea de lo que habría de convertirse en el París – Marsella. –Qué bien se está aquí –dijo el Lobo saboreando su whisky.  –Podríamos continuar a este ritmo, como los viajeros de las diligencias. –Deteniéndonos largo tiempo en cada paradero… -Podríamos vivir cada día en un parking, fuera del mundo, te das cuenta, y en este mismo monstruo de velocidad hacer un crucero de descanso con toda libertad… -¡Y sin teléfono! -exclamó el Lobo que, como se sabe, padece de telenofobia aguda. Nadie podría encontrarnos.  (Puesto que de nada vale ir a esconderse en la isla más remota, ya que siempre hay alguien que nos descubre y que sabe, por habernos visto, dónde estamos. En cambio en la autopista, incluso si alguien nos reconoce de casualidad –y ya se verá que esas casualidades no faltan-, jamás se le ocurrirá imaginar que estamos en la autopista. Muy al contrario, podría servir a nuestra causa y enviar a todos los demonios por una pista falsa: <<Los vi a la altura de Mäcon, seguramente iban a Lyon o a Avignon…>>. ¿Quién podría sospechar que no íbamos a ninguna parte?). –Sí –dijo el Lobo, pero habría que hacer las cosas de manera muy científica. –Un libro de viaje. Como los antiguos exploradores. -¿Te das cuenta? Describir cada paradero, sus aventuras, las gentes que pasan. –Otra autopista, en realidad. -¿Lo hacemos, Osita? –Lo hacemos”.

Este libro subtitulado “Un viaje atemporal París – Marsella”, quien intente catalogarlo dentro del género de viajes, o de narración documental, se quedará corto. Ante todo, es la comprobación de que cualquier cosa, un camino, un destino, o incluso, la misma literatura, pueden ser convertidos en un delicioso juego, una travesura surrealista plagada de humor y ternura que termina transformándose, sin que sus autores lo sepan, o se den cuenta, en un profundo viaje interior.

Según el mapa oficial de la autopista, en este paradero no hay nada, aparte de su función de <<zona de descanso>>. Basta instalarse para descubrir que no sólo los viajeros lo ocupan durante la breve pausa de un pic-nic o del W.C; una población más estable se mueve en su territorio, entregada a tareas de remodelamiento y de ampliación. Jóvenes obreros completan canteros de tierra fresca, y en el momento de instalar a Fafner cerca de un bosquecito propicio, vemos a dos de ellos que repiten el eglógico gesto de sembrar al voleo lo que suponemos serán semillas de un futuro césped. Más tarde otro trabajador llega para levantar las piedras que el arado dejó en descubierto; con movimientos pausados y llenos de una antigua gracia, se inclina para alzar las piedras, la junta en una brazada segura, y va a echarlas en un montón que crece poco a poco. Desde mi atalaya, una mesa de piedra donde almorzamos a la sombra saboreando la fragante ensalada de garbanzos y cebollas preparada por Carol, veo esta escena a la vez fuera del tiempo y mezclada con el paso vertiginoso de autos y camiones por la autopista que apenas esconde un talud herboso.  Cada vez más sumidos en este interregno en el que las cosas y tiempos se difunden, se confunden, a veces se funden, ¿qué relación persiste entre esa carrera en la que sólo cuenta lo que aún no se ha alcanzado, ese más allá que concentra y petrifica la mirada de los conductores, y este eterno tema de las primavera y la germinación, este gesto fuera de la historia con el que los jóvenes trabajadores lanzan a la tierra puñados de semillas?”. 

La historia parte de una idea tan absurda como disparatada: Julio Cortázar y Carol Dunlop deciden pasar treinta y tres días en la autopista París – Marsella sin salir de ella, deteniéndose en todos los paraderos que encuentren a su paso. Todo transcurre a bordo de una vieja y destartalada furgoneta, a la que apodan “Fafner”, y que se convertirá a lo largo de un mes en una casa rodante cuyo equipaje consistirá en víveres, utensilios de aseo, ropa, libros, una cámara de fotos, dos máquinas de escribir y algunas cintas de música. Lo justo y necesario.

Al margen de la información que el libro nos aporta a través de sus cuadernos de bitácora, también nos sumerge en la intimidad de los autores, entre otras cosas, nos enteramos de sus opiniones sobre música, filosofía y política. Y a su vez, conocemos a algunos de sus amigos, y también sus sentimientos, sus miedos, sus incertidumbres. Incluso llegamos a conocer los nombres con los que se llaman cariñosamente en la intimidad: el Lobo y la Osita.

La autopista soy yo, tú, nosotros, y cuando tu lengua busca la mía y se desenrolla, caracol en el caracol, tu lengua resbalando al infinito alargándose en el fondo de la boca, fragmento del tiempo fragmentado, larga cinta de asfalto caliente y también yo caracol; tu lengua se estira y soy un precipicio la trago y siguiendo esa fiebre sin fin tu rostro entra en mí, tu pelo, tus ojos que pestañean de sorpresa, se creían afuera, hacen cosquillas al abrirse a la altura de un calor interno, tú deslizándote hasta los codos, yo tragando tus nalgas sin que cese el beso, el primero. Haciéndote lugar la oscuridad húmeda se entreabre y también tú a la altura del vientre mil caracoles danzando gravemente en espiral, yo la otra concha de caracol también. Nos abrazamos siempre hasta perder el aliento, buscando el hálito más allá, tú sumergido sin desaparecer de allí dónde estás, tus ojos en mí y de frente donde la mirada se ha vuelto reflejo de dos, de mil miradas, y me aspiras. Me sumerjo como una pescadora de perlas, lengua, nada más que esta lengua que se deja atrapar, estirarse, arrastrando con ella esa sed que jamás podremos saciar, todo el cuerpo que se adelgaza para resbalar a lo más profundo, a lo más opaco, y difundirse en tu violenta suavidad. Buscamos todavía y todavía; cómo no caer más allá de su, tu, mi lengua y del vértigo de los caminos que allí van, siempre los mismos y sin embargo hay vía lentas, caminos fulgurantes”.

En el cierre, Julio Cortázar nos cuenta, a modo de epílogo, la prematura muerte de Carol, enferma de cáncer, seis meses después de aquella aventura surrealista y alocada. De este modo, el alucinante viaje París – Marsella termina convirtiéndose también en una despedida sentimental, aunque ya estuviese previamente anunciada. Carol Dunlop no llegó a ver el libro terminado y Cortázar tuvo que terminarlo solo.

Volvimos a París llenos de planes: terminar juntos el libro, dar sus derechos de autor al pueblo nicaragüense, vivir, vivir todavía más intensamente. Siguieron dos meses en que rodeamos a la Osita de ternura y en que ella nos dio cada día ese valor que nos iba abandonando. La vi emprender su viaje solitario, donde yo no podía ya acompañarla, y el 2 de noviembre se me fue de entre las manos como un hilito de agua, sin aceptar que los demonios dijeran la última palabra, ella que tanto los había desafiado y combatido en estas páginas. A ella le debo, como le debo lo mejor de mis últimos años, terminar solo este relato. Bien sé, Osita, que habrías hecho lo mismo si me hubiera tocado precederte en la partida, y que tu mano escribe, junto con la mía, estas últimas palabras en las que el dolor no es, no será nunca más fuerte que la vida que me enseñaste a vivir como acaso hemos llegado a mostrarlo en esta aventura que toca aquí a su término pero que sigue, sigue en nuestro dragón, sigue para siempre en nuestra autopista”.

Sobre les autores

Carol Dunlop (1946 – 1982), escritora, traductora y fotógrafa estadounidense. Nacida en Quincy, Massachusetts, Estados Unidos, se casó con el escritor François Hebert, con quien tuvo un hijo, Stephane. En la década de 1970 Hebert y Dunlop se divorciaron, y Dunlop se trasladó a París. Y a finales de esa década, se casó con Julio Cortázar. Juntos llevaron adelante un firme compromiso político, viajando entre otros destinos, a Nicaragua y Polonia, en dónde participaron en un congreso de solidaridad con Chile.

Julio Florencio Cortázar (1914 – 1984), escritor, traductor e intelectual argentino. Optó por la nacionalidad francesa en 1981, en protesta contra la dictadura cívica, militar y eclesiástica argentina.

Desde la década de 1950, vivió en Europa. Residió en Italia, España, Suiza y Francia, país donde se estableció y en el que ambientó algunas de sus obras. Además de escritor, fue también un reconocido traductor, oficio que desempeñó, entre otros, para la Unesco. ​

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: Carol Dunlop, Julio Cortázar, literatura, Los autonautas de la cosmopista, Novelas para leer

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