Gobernar es poblar (de universidades)

Gobernar es poblar (de universidades)
1 junio, 2018 por Gonzalo Assusa

Por Gonzalo Assusa para La tinta

El día que me fui a inscribir en la universidad, en diciembre de 2005, no me atendió nadie. Había un portón de alambre cerrado con cadenas. Desde el fondo, apenas más allá de las pocas aulas, había un cerdo: uno de verdad, entero y vivo, descomunalmente grande para los que yo conocía en forma de costeletas o matambres. Un chancho que me miraba fijo a los ojos como la representación cabal de la incertidumbre irreductible de una opción de vida sin garantías. En Pilar, un municipio de 12 mil habitantes a 50 kilómetros al sur de Córdoba Capital tenía la posibilidad de cursar la carrera de sociología en una universidad pública y aprender mi oficio.

La primera vez que conocí aquella extensión aúlica de la Universidad Nacional de Villa María (es decir, una sede de una universidad pública del interior del interior, con apenas una década de vida) tuve la sensación de que buscaba un espacio mítico. Desde la estación de servicio que oficiaba de terminal de autobuses en la ciudad, nadie sabía darme información sobre el paradero de esa universidad que no era la Tecnológica. Finalmente, cuando pude dar con quien la conociera, me indicó usando su brazo estirado para trazar una línea diagonal que atravesaba dos descampados:

Por allá ¿Ves? Entre el telo y el cementerio. Allá queda.

El poco menos de un año que pasé en ese edificio me sirvió para encontrarme con una cantidad de compañeros y compañeras para quienes la universidad había irrumpido en su vida adulta, o había aparecido como opción certera y real en sus trayectorias, desde que a principios de este siglo germinó una suerte de escuelita con nombre universitario en una ciudad pequeña de la provincia. No habían elegido necesariamente sociología para la típica “cambiar el mundo”, ni se habían enamorado de Marx en la secundaria. Probablemente la primera y más importante elección fue la posible: la de ir a la universidad.

A finales de ese año, como cada año desde que llegué, el cielo de Pilar se llenó de fantasmas de cierre (ese miedo que en estos últimos años se ha vuelto una dinámica cotidiana y espantosamente real). Decían que en Pilar debía haber carreras que sirvieran en la “zona”, como Veterinaria o Ingenierías, y no carreras como Sociología, que son de las grandes ciudades. Y era difícil pensar distinto, cuando nos informaban que el precario edificio en el que funcionábamos iba a ser utilizado desde el año siguiente para faenar conejos con un proyecto financiado desde el Estado nacional, por lo que debíamos encontrar otro lugar donde tener clases.

La segunda escuela que nos prestó sus aulas para aprender era una institución de nivel inicial, y las sillas eran tan bajitas que, dependiendo del curso, uno terminaba con las rodillas a la altura del pecho mientras tomaba nota sobre la teoría de la plusvalía y la racionalidad moderna occidental. El autobús que nos tomábamos en Córdoba y demoraba una hora y cuarto en llegar nos dejaba en la ruta. De ahí caminábamos cerca de ocho cuadras, en las que cruzábamos la plaza central y las vías, y entrábamos en una especie de “más allá” urbano, en el que el tiempo corría distinto, y los viejos jugaban a las bochas en la calle tomando vermouth cuando nosotros llegábamos con mochilas y apuntes a empezar la jornada en el horario en que el día de Pilar empezaba a relajarse.

Entre las personas que trabajaban, vivían y cursaban en esa extensión de una universidad pública argentina había tan pocos con credenciales de pobreza como pocos eran los privilegiados de elite. En el medio, sin intencionalidad planificada absolutamente y como parte de esos imponderables de la vida y las políticas públicas, la educación superior trazó una diagonal digna del mejor win derecho, y apareció sorpresivamente en biografías y territorios a los que no estaba tradicionalmente destinada. Y con una inequívoca marca de lo local, la extensión tuvo su propia dinámica en sus clases, su población y su política. No sólo los territorios se transforman con la llegada de la universidad. También lo hace se transforma la universidad misma.

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Pobreza universitaria

Si la hegemonía de algo sirve (y de mucho le ha servido al gobierno de Cambiemos) no es para ganar debates, sino para establecer los términos en los que los conflictos van a librarse. Y como sucedió con la nueva política migratoria –en la que el progresismo debió salir a mostrar que los inmigrantes son poco menos que santos laboriosos y altruistas- y la nueva estrategia paritaria contra los docentes –en la que el militantismo de redes sociales sintió la necesidad de volver sobre tradicionales figuras de docentes cuasi madres, vocacionales y desinteresadas que no hacían más que contribuir con la definición macrista del maestro como un no-trabajador-, la primera reacción de oposición ante las declaraciones de María Eugenia Vidal fue salir a responder que en la universidad pública sí hay pobres. La tentación es tan ineludible como peligrosa.

¿Basta con poblar la provincia con ofertas educativas de nivel superior y gratuitas para garantizar que “los pobres” asistan a la universidad? Ciertamente no basta. La universidad –como todo el sistema educativo y como la vida misma- está atravesada por procesos de desigualdad y segmentación. Nadie puede pensar seriamente que este ámbito institucional podría estar exento de tendencias tan generales.

¿Esto significa que la creación y la ampliación de los derechos y las instituciones educativas de nivel superior en lo que va del siglo no han ampliado su alcance? El especialista en sociología económica, Daniel Schteingart, analizó datos para Gran Buenos Aires entre 2008 y 2015. Las cifras de la EPH-INDEC y del Observatorio Educativo de la UNIPE muestran que el 40% más pobre de la población (los dos quintiles de menores ingresos) fue –por lejos- el que tuvo una variación porcentual positiva más importante en la asistencia a la universidad: el segundo quintil aumentó un 95% su asistencia en esos años, mientras que el promedio de toda la población fue un aumento de 39% y el aumento del quintil más rico fue de 21%.

Aunque no agota todas las explicaciones, mientras que en los primeros 90 años del siglo XX se crearon 25 universidades nacionales, entre 1990 y 2015 se creó aproximadamente la misma cantidad. En esta última época nacieron buena parte de las casas de estudio que aparecen por estos días reseñadas como parte de la experiencia universitaria ampliada que desmiente la sentencia de la gobernadora de la provincia de Buenos Aires (una de las que más profundamente vivió las transformaciones de las últimas décadas en materia de educación superior).

De ninguna manera estas transformaciones eximen de plantear la necesidad de profundizar en materia de calidad educativa, de egreso universitario, de posibilidades de sostenimiento del trayecto y de condiciones de cursado contemplativas para la diversidad de situaciones sociales existentes en el estudiantado. Tampoco exime de señalar que seguimos exigiendo grandísimos esfuerzos de la universidad (como lo hacemos de la escuela) dejando casi por completo fuera del debate las condiciones de los seres humanos que encarnan y le dan vida y funcionamiento a las universidades: los trabajadores y trabajadoras docentes y no docentes y sus paritarias, que a mitad de año no han avanzado un ápice. Ningún gobierno puede declarar con franqueza priorizar la educación popular ofreciendo en cuotas una recomposición del salario exactamente de la mitad del valor de la inflación esperada para el año en curso.


Mientras tanto, el sitio chequeado.com señala que el 94% de los estudiantes de la Universidad Nacional de La Matanza (UNLaM) y el 91% de los estudiantes de la Universidad Nacional de Moreno (UNM) poseen padres sin estudios universitarios finalizados. Por su parte, el 83% de los estudiantes de la Universidad Nacional Arturo Jaureche (UNAJ) y el 74% de los estudiantes de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF) son primera generación de universitarios.


Y esto sólo en términos estructurales. Ni hablar de la revancha plebeya que implica en términos simbólicos que el edificio de una universidad pública que aparentemente todo el espectro político –tomando en cuenta la suerte de denuncia en tono de indignación moral pronunciada por la Gobernadora Vidal- apuesta a copar de sectores populares, no sea un recinto de maderas pulidas y estilo de palacetes, sino por ejemplo un laboratorio de YPF con esa característica estética futurista del primer peronismo, frondoso en el centro de Florencio Varela en el Conurbano profundo, con paredes colmadas de murales de los héroes del populismo local.

Tampoco se trata de hacer un pobrómetro de las universidades. El sentido de “lo público” excede por mucho esa representación más propia de las instituciones de beneficencia que necesita de la miseria para justificar su propia existencia. El sentido de lo público reside mucho más en el espacio de encuentro y en las consecuencias de esa experiencia en las elecciones a favor y en contra de la desigualdad social. En su muro, la docente universitaria

Luisa Vecino narra: “No soy primera generación de universitarixs de mi familia, tuve el privilegio, sí el privilegio, de ser parte de la ínfima porción de la población que tenía un papá que había accedido a la universidad pública (y una mamá que sólo había terminado el primario y que luego, de grande, hizo la secundaria de adultos).
Pero sí soy del conurbano profundo. De ese donde ahora dicen que sobran universidades.
Viví y vivo en calle de tierra, corrí colectivos, caminé todo lo que pude, me colé en el tren Sarmiento otro tanto para poder comprar los apuntes de la facultad, de la universidad pública a la que accedí en los 90 y defendí, como toda esa generación de estudiantes universitarios, de los embates neoliberales que querían privatizarla. 
Trabajo hace más de 10 años en educación superior en el conurbano profundo. Comparto mis aulas con infinidad de pibes, pibas -y no tanto- pobres gran parte de ellxs, que llegan a la educación superior (terciaria y universitaria) sorteando mil obstáculos, a veces más tarde y con más golpes en la vida que muchxs otrxs. Lxs veo correr el bondi, caminar mucho para ahorrar el mango, hacer malabares para combinar trabajos (mal pagos y en condiciones pésimas) con cursadas, correr a dejar o retirar a sus hijes en la escuela. Y lxs veo recibirse. Sí, recibirse. Veo a sus familias llorar juntx con ellxs, veo ramos de flores, huevos, carteles de mil colores felicitando x el título. Veo gente pobre, que para la gobernadora de la provincia de Buenos Aires no merece ir a la universidad, acceder a lo que no pudieron acceder sus padres. La gobernadora miente porque quieren ajustar la educación superior, quieren que solo accedan quienes puedan pagarla. No quieren educación superior gratuita. Nosotrxs, todxs lxs hijxs de ella sí, y la vamos a defender”.

El problema con las declaraciones de Vidal es que no terminan de explicitar una posición que muestra una sólida coherencia teórica en las acciones de Cambiemos. El eficientismo de su denuncia no está despojado de parámetros morales de justicia e igualdad, pero responden a lo que Dubet llama el modelo de “igualdad de oportunidades”: la pregunta que Vidal se formula es ¿Cuánto invierte el Estado para que egresen X cantidad de ingenieros? ¿Cuánto necesitan de la gratuidad quienes efectivamente asisten a las universidades? ¿Cuánto se podría garantizar una “competencia justa” otorgando becas por excelencia en deportes, en artes o en otras materias, como dicta el modelo norteamericano?

No podemos avanzar en la discusión en tanto nos remitamos exclusivamente a responder sus preguntas, sin intervenir desde un modelo alternativo de justicia, como el de igualdad de posiciones. Y este modelo necesita, indefectiblemente, atender a las dimensiones simbólicas no cuantificables. Debemos preguntarnos si la única función de la universidad es fabricar profesionales liberales en serie. Debemos preguntarnos si sólo podemos evaluar a las universidades por sus egresados. Debemos cuestionarnos si existe una diferencia cualitativa en esa rupturista presencia de la universidad en espacios impensados. Debemos preguntarnos si estas universidades son públicas mucho más allá de su presupuesto y de la cantidad de “pobres” que cuenta entre sus filas. Debemos, primero que nada, animarnos a formularnos las preguntas.

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El piso

La existencia de más universidades públicas y la gratuidad del sistema no garantizan, por sí mismas, que vayamos a convertirnos en un país con grandes masas de pobres, campesinos y obreros profesionales. Nadie que haya pisado una universidad puede pensar, tampoco, que ese núcleo de familias bajo la línea de pobreza que hoy aglutina casi un tercio de la población sean los únicos “otros” del espacio universitario. Los datos que comienzan a circular en este debate público muestran que, hasta hace poco menos de dos décadas, los hijos de la clase obrera (y no los pobres marginales) eran todavía outsiders de la vida universitaria y por razones más complejas que las meramente monetarias. Esa primera generación de universitarios que muestran las cifras hablan por lo menos de un cambio en las expectativas, esas que los funcionarios actuales vienen queriendo poner a regla, controlar o sacrificar. No sería extraño leer de aquí a unos años “le hicieron creer a la clase obrera que podía ir a la universidad”, como sucedió con las declaraciones sobre los celulares y los viajes al exterior de González Fraga.

Ni hablar de otras poblaciones, como los grupos trans, que muy recientemente han comenzado a tener visibilidad y a acumular en términos organizacionales e institucionales a partir de procesos que cristalizan luego de años de militancia y de políticas de inclusión y democratización. Hace años que también la universidad recibe personas privadas de la libertad y ha visto egresar varios de sus primeros presidiarios universitarios.

No basta con que lleguen, es verdad. Y aunque queda muchísimo por hacer, en los últimos años las universidades habían comenzado a avanzar en el sentido de profundizar esta experiencia de transformación, desde la incorporación de regímenes especiales para alumnos-trabajadores, hasta políticas nacionales de becas con una gran inversión de recursos, como fue el PRO.GRE.SAR y las Becas Bicentenario. Incluso la creatividad universitaria ha mostrado que las carreras de grado no son la única posibilidad de “estar” en la universidad: desde ofertas de nivel medio y una gran variedad de tecnicaturas, hasta la más reciente formación de Escuelas de Oficios, que generan instancias de aprendizaje vinculadas al mundo laboral con calidad y respaldo institucional de la universidad.

En todos estos años, por eso, la universidad fue al territorio, se transformó en el territorio, y se volvió territorio habitado, apropiado, disputado. Con todo lo relativo y complejo que debe ser el análisis, sería pecar de ingenuo olvidar que la retórica cambiemita viene siendo dictada desde el inicio de su gestión por los portavoces oficiales del gobierno. En el diario La Nación, el investigador Marcelo José Villar a principios de 2016, anticipaba: “En la Universidad no hay secretos. No hay que hacer grandes malabarismos para tener calidad. El mundo desarrollado está desarrollado porque ha hecho las cosas bien. Y si nosotros estamos subdesarrollados es porque nos hemos empecinado en hacer las cosas al revés. […] La masificación es el gran drama de la universidad argentina. Influye en otro problema grave: el nivel con el que se gradúan los estudiantes. Aquí es donde se debe dar la batalla. La universidad no puede ser orientada a las masas”.

La llegada del pueblo a la universidad no es el cielo, sino el piso, el punto de partida. Y la retracción del sistema universitario realmente existente –la intencionalidad de fondo en las declaraciones de Vidal- es la destrucción de ese piso: el piso de los derechos.

*Por Gonzalo Assusa para La tinta.

Palabras claves: educación, María Eugenia Vidal, universidad

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