Entre Dios y Miami

Entre Dios y Miami
15 mayo, 2018 por Redacción La tinta

Hay dos grandes ídolos o tótems a los que la clase media adora religiosamente, bendiciéndolos con su palabra y ofrendándoles su presente, su pasado y su futuro. Uno de estos tótems es Dios, el otro, el dólar.

Por Martín Fogliacco para La tinta

Dios está tan profundamente arraigado a la cultura que llegó al artículo 2 de la Constitución Nacional: El Gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano. Este tótem es el de la adoración del modelo de familia hétero-patriarcal, del jefe de familia, de la asimetría de género, del rechazo homofóbico y transfóbico, de los postulados antiaborto. Es el ídolo del que se desprenden saberes populares como “al que madruga Dios lo ayuda” y de estos saberes, otros subsaberes como “a este país se lo saca adelante trabajando”. La idea de sacrificio permanente y el convencimiento de que siempre, por algún motivo que excede a toda razón, algo va a pasar y todo va a estar bien. Dios es grande, omnipotente y siempre va a estar ahí para salvarnos de alguna manera. Independientemente de los destinos a los que nos lleven quienes gobiernan, siempre detrás, estará Dios como una luz al final del túnel.

De esto, a su vez, se desprende la pasividad que tiene existencia en el espacio exacto que hay entre el sentimiento de la necesidad de sacrificio actual y la promesa futura de que todo va a estar bien. Existe una aceptación de las condiciones de vida que impide el movimiento y, en caso de hacer alguno, siempre por la senda del Bien, que no es sólo “no robarás”, sino también “no cortarás rutas” y otros “no” también digitados por esa moralidad colectiva construida de manera casi invisible. Ir por la senda del bien es moverse dentro de los caminos trazados por esa moralidad que pocos saben y reflexionan ciertamente de dónde viene y quién la construye.

Nos marcan el camino y nosotros lo andamos. Si uno quiere moverse de su lugar asignado, puede hacerlo “saliendo de la zona de confort” y “emprendiendo” en acciones siempre individuales, recomendaciones del ejército de coaches que el capitalismo dispone a favor de culpar a la víctima de sus fracasos. Pero, en cambio, si se agrupa y reclama por derechos, se considera que ha abandonado la senda y se convierte en todo lo que nos enseñan que está fuera del Bien: “vago”, “mantenido”, “planero”, “zurdo”, “negro de mierda”.


Así funciona Dios, como un mecanismo de control y autocontrol que sirve para no irse de la senda del bien que nos han trazado y que no sabemos muy bien de dónde viene ni a dónde va, pero que funciona como base de fundamentos de casi todos los enunciados morales del colectivo del buen argentino.


Cómo una mujer no va a querer tener hijos, si ese es el designio de Dios, cómo no va a dar prioridad absoluta a sus hijos, a su marido que está hecho a imagen y semejanza del Señor. Y el marido cómo no va a ejercer su rol de patriarca, manteniendo a esa familia, brindando protección y consejo, si ese es el designio. ¡Lo dice en la Biblia! Entre hombres o entre mujeres, no es natural porque no procrean como indican las sagradas escrituras. Cómo puede ser que una mujer decida interrumpir esa voluntad de Dios que es el embarazo. Ella y él son apenas culpables, sobre todo, ella, que debe haberlo tentado con una manzana haciéndolo abandonar el paraíso.

Lo aceptable o inaceptable nos es dado. Pero dado por quién. Esa es la pregunta. Y para qué nos han dado un manual de lo bueno y lo malo si no para regular el caos, que no es otra cosa que ordenar los patrones de comportamiento según un criterio. Un molde para el comportamiento que hoy excede las fronteras de la religión porque se fue asentando sobre el trasfondo de la cultura y, poco a poco, se ha vuelto habitus hasta volverse cuerpo de alguna u otra manera en todos nosotros. Los “buenos” y los “malos”, todos tienen un lugar. El lugar de bueno, que sirve para reforzar esa moralidad, y el lugar de malo, que sirve para ejercer de espejo de lo no deseado.

Un molde para el comportamiento de las personas.

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El otro tótem es el Dólar. El intocable dólar en la Argentina. Capaz de derrocar gobiernos y enfurecer a la clase media hasta perder la racionalidad y perjudicarse a sí misma con tal de tener potencialmente la capacidad de comprar. Aquello que hace que, aunque el colectivo del buen argentino no tenga la menor posibilidad real de comprar un solo dólar, se tranquilice por el simple hecho de poder hacerlo en algún momento en que todo mejore.


El Dólar es, para el mediopelo, la libertad. Libertad es poder comprar dólares. No trabajar menos horas ni tener menor presión para pagar los gastos cada vez mayores; no, poder elegir en qué trabajar o dedicarse a la pintura a la poesía, a la danza, a los deportes amateur. No. Nada de eso es la libertad. La libertad es comprar dólares.


De él (del Dólar), depende el precio de la TV que entretiene las escasas horas de descanso, el valor del auto que le alcance para comprar y que sus amigos y familiares halaguen fálicamente para sentir, por un momento, que va ganando. De él, depende a dónde puede viajar este verano para compartir las fotos en sus redes sociales y recibir, no abrazos al regreso, sino me gusta en vivo. Él es la muestra de que el esfuerzo dio frutos. ¡Miren todos, ya no soy pobre, ahora reclamo al gobierno por el dólar!

Cualquier gobierno que garantice la posibilidad de comprar dólares a la clase media tendrá casi garantizada la estabilidad política. No prohibirlo y mantener una relación razonable con el salario para que la preciada divisa no sea imposible de alcanzar es la garantía de pasividad política del colectivo del buen argentino.

Si Dios es un molde para el comportamiento, el Dólar es un molde para las aspiraciones. Es un lenguaje, un lugar común de los argentinos clasemedieros, un espacio de pertenencia. Yo, Miami. Dios y el Dólar.

*Por Martín Fogliacco para La tinta.

Palabras claves: clase media, Dolar

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