Agustín Tosco: de unidad y revolución

Agustín Tosco: de unidad y revolución
29 mayo, 2018 por Redacción La tinta

El Gringo fue el dirigente obrero marxista más representativo. Jaime Galeano y Hugo Montero comparten dos crónicas sobre un protagonista del Cordobazo y enemigo de la burocracia. Una vida por la unidad de clase y el socialismo.

Por Revista Sudestada

Un obrero que se define marxista se gana la confianza de sus compañeros, peronistas en su mayoría. Luchador incansable por la unidad y la democracia de base, enemigo acérrimo de la burocracia y la explotación, se erige en referencia obligada para la izquierda argentina. Y una leyenda crece, desde abajo. La del dirigente que mejor comprendió los límites de la lucha sindical y la necesidad de una construcción política para los trabajadores.

 


—Te dejo por acá, Gringo-le dije, mientras paraba el coche cerca de un tronco seco, tumbado por ahí, entre los pastizales.

El Gringo no dijo nada, murmuró apenas un saludo y se bajó. Lo vi entonces por el retrovisor, de pie a un costado del auto, mientras yo volvía a arrancar para seguir viaje. Lo fui perdiendo de vista, de a poco. Se lo fue tragando la noche en la sierra.

Así habíamos quedado: dejábamos al Gringo en algún pastizal mientras averiguábamos si la pinza policial iba bien rumbeada y se arrimaba a la casita del monte, o era todo una falsa alarma.

Después de dejar al Gringo, me puse a imaginar qué estaba haciendo, ahí solo, en la negrura de la noche, entre los pastizales, esperando oculto, disimulado en la espesura. Recién mucho tiempo después, alguien me mostró una carta del Gringo donde relataba una anécdota familiar, y entonces empecé a dibujar con mayor precisión esa imagen: «Cuando era chico, en el campo me sabía tender mirando hacia el cielo y me quedaba largo rato así, como mirando el azul del infinito. Me gustaba hacerlo porque contemplaba la grandeza inconmensurable y recorría desde el horizonte toda esa bóveda celeste, hasta donde no daban los ojos…».

Leí esa carta y volví a esa noche, y claro; me imaginé al Gringo tirado boca arriba entre los pastizales, con las manos detrás de la nuca, devorándose ese cielo pleno que lo protegía, contando de a una las estrellas; haciendo memoria el Gringo, jugando a ver si se acordaba los nombres de las constelaciones. «En verano mi padre ponía un catre en el patio y cuando ya estaba oscuro y el cielo lleno de estrellas, muy altas, muy altas, nos enseñaba a mi hermana y a mí las principales constelaciones…».

La noche en cuestión, un compañero se había topado con la pinza policial mientras hacía el rodeo clásico antes de emprender el camino hacia la casita en el medio del monte donde el Gringo se ocultaba. Y cuando llegó, puso el grito en el cielo y el Gringo largó la guitarra y se puso en marcha. El plan lo armamos en el viaje. -Gringo, te dejo en el monte, vos te escondés un rato. Nosotros vamos a ver qué pasa, a ver a quién andan buscando.

El Gringo aceptó casi sin decir palabra. Ya los dolores de cabeza se hacían cada vez más agudos. Pero yo ahora, tanto tiempo después, me lo imagino al Gringo (y parece que lo estoy viendo, ahora mismo che) tumbado en el campo, sereno mirando el espectáculo que la noche le proponía para pasar el rato. «Esos espectáculos de vigorosa grandeza, el cielo azul del día, la noche estrellada, el misterio y la belleza del cosmos, me gustaban mucho. Yo era una pequeña cosa, un ser infinitesimal ante esa naturaleza imperecedera, secular, de grandiosidad. Más tarde comprendí que también la naturaleza humana con ser tan materialmente pequeña, tan breve en su existencia individual, era comparable en muchas cosas a ese espectáculo infinito…».

Leo esa carta y parece que lo estoy viendo al Gringo esa noche.

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Y qué sé yo cómo lo conocí al Gringo… pasaron tantas cosas. Sé que lo conocí apenas entró a la Empresa Provincial de Energía Eléctrica de Córdoba (EPEC), con cara de pibe y con 18 años a cuestas, como electricista ayudante en el taller electromecánico de Central Mendoza. Eso sí me acuerdo. Pará… también me acuerdo ahora de su primera tarea: tenía que instalar, con los compañeros, dos grupos generadores Buz Sulzer de 1250 kva. cada uno. La sección del Gringo tenía a su cargo el sistema de alarmas y señalizaciones de las centrales y estaciones eléctricas. Ahí arrancó, 1949 sería.

Era un pibe serio sí, más bien de esos para adentro. Venía, me contó una vez, del sur de Córdoba, de Coronel Moldes. No hablaba mucho de su familia, igual. Apenas sabía que había perdido un dedo de pibe, por meter la mano en una máquina de cortar carne. A EPEC llegó como técnico industrial, y después empezó a estudiar en el nocturno para ser electrotécnico. Dormía en una pensión del Barrio Colón y era hincha de Huracán, pero no recuerdo mucho más. A ver… sí, una vez contó que la había pasado mal, que a los 14 se había rajado de su pueblo y había llegado a Córdoba, que a veces dormía en un banco del Parque Sarmiento, que pasaba hambre. Entonces, que te tomen en EPEC era para cualquiera un privilegio.

Leía mucho, eso me acuerdo ahora. John Steinbeck y Howard Fast leía, José Ingenieros le gustaba también. Y después, claro, Marx, Lenin y esas cosas estudiaba. Pero lo que te quería contar era que, de a poco, muy despacito, el pibe se fue animando a hablar. Primero se ganó la confianza de sus compañeros de sección a fuerza de laburo; daba una mano en todo, era muy solidario el Gringo. Y la gente lo fue escuchando. Recién ahí se animó, tímidamente, a levantar la mano en las asambleas, a plantear algunas alternativas, y qué sé yo. Los viejos del sindicato, primero encantados con el pibe de la Central Mendoza, y después ya no tanto. La cuestión es que el Gringo un año después de entrar a EPEC era subdelegado y, a los 21 nomás, delegado…

* Por Jaime Galeano y Hugo Montero para Revista Sudestada. La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº68 – Mayo 2008)

Palabras claves: Agustín Tosco, Cordobazo

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