La mujer habitada, la lucha de un pueblo por la libertad

La mujer habitada, la lucha de un pueblo por la libertad
11 abril, 2018 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

La mujer habitada es la primera novela de la escritora nicaragüense Gioconda Belli, publicada en 1988. Ha sido traducida a once idiomas con enorme éxito, sobre todo en Alemania, dónde recibió el Premio de los Bibliotecarios, Editores y Libreros a la Novela Política del año en 1989, además del Premio Anna Seguers de la Academia de las Artes.

Gioconda Belli, una de las voces más importantes de la nueva literatura latinoamericana, en La mujer habitada sumerge al lector en un mundo mágico y vital donde la resistencia ancestral del indígena al español se vincula con la revolución feminista y a la insurgencia política de hoy. La novela retrata la vida de una mujer llamada Lavinia, una arquitecta que rompe con los estereotipos de la sociedad machista en la que vive, independizándose de sus padres para vivir su propia historia. Una voz íntima que habita en su sangre la incita a unirse a los cazadores de utopías. Al mismo tiempo, aparece Itzá, cuya historia se va revelando a medida que transcurre la obra. Finalmente las dos mujeres se unen, física y mentalmente, y sus luchas del pasado y del presente se transforman en una única lucha apasionada: la lucha de un pueblo por la libertad.

Lavinia siempre tuvo una relación especial con su tía Inés, que es quien le transmite la necesidad de aprender a vivir la soledad consigo misma. Posiblemente esto, junto con el modelo que ejercía su abuelo, influyó a lo largo de su infancia para que buscara momentos de soledad, en los cuales se dejaba llevar por la imaginación soñando despierta. O quizás, fue una defensa ante la sensación de vacío por la ausencia de sus padres, un evadirse para no contactar con la angustia, un lugar imaginario donde ella podía decidir en su vida.

Novelas para “El viento de enero esparcía por las cunetas las flores rosadas de los árboles de roble. La despeinó cuando salió a la calle y caminó por las anchas aceras de su barrio. Casi nunca veía a sus vecinos. Eran personas mayores, coetáneos de la tía. Esperaban la muerte guardando silencio, cobijando recuerdos detrás de los muros de sus mansiones, apagándose en la penumbra de sus aposentos. La entristecía verlos por las tardes meciéndose sobre blancas butacas frente a las puertas abiertas de salas en desuso. La vejez se le hacía un estado terrible y solitario. Se volvió con cierta melancolía a mirar a su casa, pensando en su tía Inés. Aunque quizás ella estaría conforme de haber muerto sin llegar a la decrepitud, a Lavinia le habría gustado ver su figura larga y espigada despidiéndola desde la puerta como cuando ella salía, lavadita y planchada, para ir al colegio en la mañana. Ese día, estaba segura, la habría despedido de mujer a mujer, proyectando en ella los sueños que su época no le permitió realizar. Viuda desde joven, la tía Inés nunca se sobrepuso al espanto de la soledad. De poco le sirvió dedicarse a ser madrina de poetas y artistas, inquieta mecenas de su tiempo de miriñaques y recato. La última imagen que conservaba de ella era la de la despedida en el aeropuerto de Fiumicino.  Habían pasado juntas dos meses de vacaciones en Italia. La tía le confesó que la echaba tanto de menos que se estaba muriendo de tristeza. Lavinia no sospechó la enfermedad mortal que la consumía porque ella insistió, con una sonrisa que contradecía sus palabras, de que mejor aprovechara el tiempo al máximo –nunca se sabía lo que la vida podía depararle a uno- y se quedara unos meses más aprendiendo francés. Lo dijo mientras lloraba en el aeropuerto. Lavinia recordaba haber notado lo delgada que estaba mientras ambas sollozaban abrazadas ante las comprensivas miradas de los expresivos italianos. Ella le prometió largas cartas. Pronto volvería y estarían juntas y felices. Nunca la volvió a ver. Cuando murió no quiso adelantar su regreso para asistir a las ceremonias terribles del duelo. Recordaría viva a la tía Inés. Sabía que ella habría estado de acuerdo”.

La mujer habitada, parte de la dramática historia de Itzá, que por amor a Yarince muere luchando contra los españoles. Lavinia, al volver de realizar sus estudios en Europa, ve a su Nicaragua con otros ojos. Ella es miembro de la burguesía de la ciudad de Faguas (lugar ficticio), y abandonó la casa paterna para iniciar una vida independiente trabajando como arquitecta. Al poco tiempo,  descubre que el sistema proteccionista y patriarcal se extiende a todos los ámbitos de su vida y que la historia personal no tiene ningún sentido si no es incorporada a la historia del país.  En el estudio de arquitectura, Lavinia conoce a Felipe, miembro, en secreto, del Movimiento de Liberación Nacional (MLN). Comienza a ser consciente de la opresión bajo la que vive el pueblo a causa del Gran General, un temerario dictador. En la novela aparecen los contrastes entre la clase obrera, la burguesía y la casta militar.

“Felipe no llegaba. A las seis la consumía la impaciencia. El teléfono no sonaba. El mal humor amenazó con invadirla. Pero trató de no impacientarse, pensando en los problemas de transporte, atrasos posibles. Aunque al menos debió llamarla por teléfono, se dijo, anunciar que llegaría tarde. No representaba ningún esfuerzo levantar un teléfono y hacer una llamada; sobre todo para él tan adicto a los contactos telefónicos. Tomó un libro cualquiera y se echó en la hamaca. Leer le ayudaría a pasar el tiempo, pero no lograba concentrarse. A la siete, se levantó con el mal humor viento en popa. Recorrió la casa, paseándose como liebre cautiva, sin saber qué hacer. Quizás debía salir, se dijo, no esperarlo más. Marcó en el teléfono el número de Antonio y no tuvo más respuesta. Seguramente no regresaba aún del paseo al que la había invitado. Sara y Adrián tampoco estaban en casa. La soledad del día se acumulaba en el silencio. Puso música. Si bien se había propuesto la semana anterior no especular sobre las ocupaciones de Felipe, no pudo evitarlo ahora. Temía haber sucumbido ante un Don Juan cualquiera, o al menos de alguien con una relación conflictiva de la que quizás ella habría sido escogida como sustituta o redentora. Sucedía en la vida real. No era nada fuera de lo común. Y sin embargo la actitud de Felipe hacia ella se le hacía sincera. Se sirvió un ron. No se despertaría más, se dijo, ya no lo esperaría. Al día siguiente trataría de aclarar todo de una vez. No continuaría pretendiendo que no le importaban sus misterios. Le preguntaría directamente. Aunque, a decir verdad, no existía entre ellos aún ningún compromiso, nada que le diera derecho a indagar. Pero pensar así era una trampa, se dijo. Era la trampa en la que siempre caían las mujeres temerosas de la terrible acusación de dominantes o posesivas. No lograba evitar la mirada hacia la ventana. El oído alerta a los pasos. Dieron las nueve. Era evidente que Felipe no llegaría. La tía Inés decía que los hombres eran caprichosos e impenetrables. Noches cerradas con estrellas.  Las estrellas eran los resquicios por donde la mujer se asomaba. Los hombres eran la cueva, el fuego en medio de los mastodontes, la seguridad de los pechos anchos, las manos grandes sosteniendo a la mujer en el acto del amor; seres que disfrutaban de la ventaja de no tener los límites de espacios confinados, los eternos privilegiados. A pesar de que todos salían del vientre de una mujer de la que dependían para crecer y respirar, para alimentarse, para tener los primeros contactos con el mundo y aprender a conocer las palabras; luego parecían rebelarse con inusitada ferocidad contra esa dependencia, sometiendo al signo femenino, dominándolo, negándose a reconocer el poder de quienes a través del dolor de piernas abiertas les entregaban el universo, la vida.  Puso la televisión. Pasaban una mala película. En el otro canal, una serie anodina. Sólo había dos canales de televisión en Faguas. La apagó. Apagó las luces de la casa. Cerró la cancela del jardín. Se desvistió y se metió en la cama a leer. Dieron las once de la noche. Le dolía la cabeza y se sentía profundamente triste, traicionada, furiosa consigo misma, con su facilidad para construir castillos de arena, su romanticismo. Finalmente la quietud de la soledad la adormeció. Se deslizó hacia un sueño de nubes enormes, blancas, con caras de niños gordos y juguetones, el abuelo larguísimo colocándose las grandes alas de plumas blancas, el vuelo sobre inmensas flores: heliotropos, gladiolas, helechos gigantescos; gotas de rocío, magníficas, enormes gotas de rocío reflejando el sol como calidoscopios prodigiosos, la barba y el cabello cano del abuelo cubierto de rocío, las gruesas alas soltando brisa al batir en el viento, mojándose, empapándose de rocío. Pesan las alas mojadas. Cada vez mayor el esfuerzo de sostenerse sobre el desfiladero de flores inmensas. Vamos con sus intentos de regresar al abuelo. En medio del batir de alas desesperadas, despertó en la oscuridad. Sólo la sombra del naranjo se recortaba contra el brillo de la luna en la ventana”.

La mujer habitada, es una novela que narra con poesía e inteligencia una historia tan antigua y apasionante como el mundo: el amor entre un hombre y una mujer, y la lucha de un pueblo por liberarse.

Sobre la autora

Giconda Belli nació en Managua, Nicaragua. Es autora de una importante obra poética de reconocido prestigio internacional. Entre su poesía, publicada en siete países, destacan: Sobre la Grama (Premio Mariano Fiallos Gil, 1974), Línea de fuego (Premio Casa de las Américas, 1978), Truenos y arco iris (1982), Amor insurrecto (1984), De la costilla de Eva (1986), El ojo de la mujer (1990), Apogeo (1997) y Mi íntima multitud (Premio Internacional Generación del 27, 2003). Publicó las novelas: La mujer habitada (1988), Sofía de los presagios (1990) y El pergamino de la seducción (2005). Es autora del cuento para niños El taller de las mariposas (1992) y El país bajo mi piel (2001), sus memorias durante el período sandinista.

Palabras claves: Gioconda Belli, La mujer habitada, literatura, Novelas para leer

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