Doña Antonia, la artesana que dirigió un Ministerio y encaró al machismo

Doña Antonia, la artesana que dirigió un Ministerio y encaró al machismo
7 marzo, 2018 por Redacción La tinta

Todo el barrio conoce a doña Antonia, que hace casi 30 años fundó, junto a varias vecinas, una asociación de artesanas. Ha sido ministra de Desarrollo Productivo de Bolivia.

Por Irene Escudero Pérez, Carlos Heras y Alice Campaignolle para Pikara

A sus 68 años, Antonia Rodríguez sigue yendo todas las semanas a la sede de la asociación de artesanía que ella misma fundó hace casi 30. Cuando se construyó el edificio de tres plantas, que aún conserva esa apariencia a medio hacer con ladrillo descubierto y tejado de calamina de la mayoría de edificios del Altiplano, alrededor no había más que campo. Ahora el Primero de Mayo, donde se encuentra, es un barrio más en El Alto, la segunda ciudad más grande de Bolivia que crece sin parar desde los años 80 con la llegada de migrantes rurales como ella.

Doña Antonia, como la conocen las vecinas, fundó la asociación Asarbolsem porque quería dar trabajo a las mujeres de su barrio produciendo artesanía para venderla, a través de iniciativas de comercio justo, en diversos países. Quería “cuidar su autoestima y tener la igualdad de derechos de la mujer”. Se hizo tan conocida en el barrio que, en 2010, después de ser nombrada presidenta del Concejo (el órgano legislativo municipal), Evo Morales, el presidente de Bolivia, le llamó para que jurase cargo como ministra, y se uniese al primer y único Gobierno paritario que ha tenido el país.

“Si la mujer empieza a ganar, el hombre o los hijos comienzan a valorar. Pero si la mujer no gana, siempre está humillada, no tiene voz, no tiene su derecho o su autoestima”. El discurso de doña Antonia está lleno de críticas a las desigualdades que ha sufrido por ser mujer y también por ser indígena quechua. Además, en su contexto, una cultura y una lengua propia suele suponer un motivo de discriminación y un predictor de pobreza.

La exministra habla y le pone cuerpo a las cifras de violencia y exclusión que sufren las mujeres en el país. En Bolivia, un 75 por ciento de las mujeres que conviven con sus parejas reconocen haber sufrido algún tipo de violencia machista a lo largo de su relación y un 20,7 por ciento sufrió violencia física de su pareja en los últimos doce meses, según un estudio del Instituto Nacional de Estadística publicado en 2017. Al mismo tiempo, por cada 100 hombres que viven en la pobreza extrema en Bolivia, hay 113 mujeres en la misma situación, de acuerdo con datos de la CEPAL de 2014. Este organismo de Naciones Unidas ha mostrado que mostró que la reducción general de la pobreza en países como Bolivia, que tiene los indicadores de crecimiento económico más altos de Sudamérica, ha incidido menos en las mujeres.

Doña Antonia habla duramente del machismo que impera en Bolivia “que no deja el desarrollo de la mujer o no le da la oportunidad que se merece”. Su historia, que cuenta desde la sede de la asociación, es la de una mujer que ha liderado a otras para empoderarse económicamente y así también hacerse respetar en sus familias. Cuando puso en marcha la organización de artesanas, hace casi 30 años, su mentalidad chocó de frente con la de los maridos de sus compañeras.


En las primeras reuniones de organización y aprendizaje cuenta que muchas mujeres “venían golpeadas” y sus maridos se las llevaban a casa de forma violenta. “Nos comenzamos a ayudar entre nosotras y si una mujer venía bien pegada al día siguiente nosotras íbamos en grupo a confrontar al marido”. Comenzaron a cuestionar algo que no era habitual cuestionar y, juntas, se enfrentaron a los maridos.


Entonces también invitaban a los hombres a las llamadas reuniones de reflexión. “Hacíamos ante los maridos la lista de trabajo de las mujeres”, cuenta. “La mujer desde que se levanta, ¿qué hace? Prepara el desayuno, limpia, atiende a los niños, lava la ropa… ¡un montón de cosas! Llegábamos al día como a 35 o 38 tareas que hacía la mujer. Al ladito poníamos lo del hombre, ¿qué hacía él? ¡No llegaba ni a ocho!”.

El marido de Antonia murió hace casi 40 años y ella confiesa que no sabe si podría haber hecho todo lo que hizo si él siguiese con vida. No oculta que él la humillaba: “Siempre mi marido, si la camisa estaba lavada, quería ponerse otra que estaba sucia y ahí me discriminaba”, pone como ejemplo. Tampoco le dejó aprender a conducir. Cuando se casaron ella era joven y se habían mudado a la ciudad de Potosí, donde trabajó limpiando en un hogar. Dice que por aquel entonces no dominaba el español, ya que su lengua materna y la que usaba regularmente en el campo era el quechua. Él le decía que una mujer no podía conducir, que se tenía que dedicar a las tareas del hogar. Ella le contaba que iba a talleres de costura, pero en realidad se gastaba sus ahorros en aprender a conducir. Doña Antonia no oculta su enojo: “El hombre dice que la mujer no va a poder, y, sin embargo, la mujer puede dos veces más que el hombre”.

Esta mujer quechua nació en una comunidad rural muy pequeña cercana a Potosí donde dice que “era más feliz, más libre”, pero se trasladó primero a la ciudad minera y, unos años después, a El Alto. “Cuando uno emigra a la ciudad se siente como en la cárcel”, recuerda. Crió a sus tres hijos sola, sacó adelante la organización y se fue convirtiendo en una referencia local. El Alto era por entonces una ciudad joven que crecía sin ningún tipo de planificación y que acogía a migrantes procedentes de las zonas rurales y mineras de todo el Altiplano boliviano. Por ello, un 81 por ciento de sus 827.000 habitantes se reconocía indígena en el censo de 2012, la inmensa mayoría aimaras, la otra gran nación andina.

Hoy sigue siendo una urbe caótica, mitad mercado callejero y lugar de producción y paso de las mercancías que se mueven entre Perú, Bolivia y Chile. Las construcciones enormes y llamativas de la llamada arquitectura neoandina se mezclan con fachadas de ladrillo sin pintar, zonas sin saneamiento de agua y pequeños vertederos al aire libre. La poca presencia del Estado y sus servicios contrasta con la importancia que adquieren las federaciones de comerciantes y las juntas vecinales, de donde acaban saliendo líderes políticos. Gran bastión del partido del Gobierno cuya población tiene mucho que ver con el triunfo de Evo Morales, sorprendió hace dos años nombrando alcaldesa a una mujer joven, indígena y de la oposición: Soledad Chapetón.

En ese contexto, el trabajo de doña Antonia no pasó desapercibido. “Tú tienes muchas mujeres alrededor de ti, estás liderando, estás como un emprendedor, manejando a las mujeres, ¿por qué no te sumas?”, le dijeron desde la ya extinta Izquierda Unida cuando le añadieron en las listas para las elecciones legislativas en 1997, las mismas listas en las que Evo Morales fue elegido diputado por primera vez. Nunca llegó a tener un escaño en el Parlamento —aunque se quedó a poquísimos votos en las siguientes elecciones—, pero se siente una de las fundadoras del Movimiento al Socialismo (MAS), el partido que gobierna el país desde hace 12 años. Ella recuerda el orgullo del barrio cuando fue candidata por primera vez. “Yo no soy del MAS, el MAS es de mí”, bromea. Entonces sólo obtuvieron dos diputados, pero se abrió un espacio en la que personas de origen indígena y popular entraron de manera masiva a la política nacional los años siguientes.

Años después, una noche de enero de 2010 sonó su teléfono. “Mañana a las cinco de la mañana vas a estar porque vas a hacerte cargo del Ministerio de Desarrollo Productivo y Economía Plural”, fueron las palabras con las que el presidente Morales le anunció la noticia. Sólo estuvo un año en un cargo que parecía venirle como anillo al dedo: crear políticas para hacer una economía más justa que involucre a toda la población. La presión y la división de la gente, explica, pudo con ella. No podía darles la razón a unas personas y quitársela a otras o darle lo que pedían algunos grupos y no a otros. A pesar del poco tiempo que estuvo en el puesto, Antonia fue una de las diez ministras que pasarán a la historia por formar parte de uno de los primeros gobiernos paritarios de Latinoamérica. “Ese año fue el mejor”, afirma alegando que el mundo valoró la decisión del presidente y la labor de las ministras. Y, a pesar de que aún apoya al Gobierno, lamenta que se está equivocando al quitar cada año a más ministras del gabinete. Actualmente sólo hay cuatro mujeres para 20 ministerios. En el edificio de Asarbolsem aún quedan recuerdos de ese tiempo: fotografías con “el hermano Evo”, con el exmandatario brasileño Lula Da Silva o con la presidenta chilena Michelle Bachelet, y extractos de noticias de la época.

 

Foto del taller de Asarbolsem donde las artesanas preparan los últimos detalles de un pedido que irá a Italia; planchan, cosen las etiquetas y empacan. / Foto: Carlos Heras

En un año como ministra a Antonia no le dio tiempo a demasiado, aunque sí comenzó proyectos que ahora ven la luz como la aprobación de la construcción de la primera planta de transformación de lana de alpaca y llama. Pero sus compañeras diputadas, que ocupan más de la mitad de escaños en el Parlamento, han conseguido grandes conquistas como la aprobación de la ley de identidad de género, la de feminicidio o que se considere delito agravado la violación por parte de la pareja, un hecho que resultando obvio pocos países consideran en el ámbito penal. No obstante, la puesta en práctica de las políticas tiene muchas sombras. Un estudio del Centro de Promoción de la Mujer Gregoria Apaza concluyó que sólo el 0,33 por ciento del total de los presupuestos municipales en 2015 se dedicó a la prevención, atención y reparación de la violencia machista; un presupuesto que debería emplearse para, entre otras muchas cosas, crear centros de atención legal para mujeres en situación de violencia en cada ayuntamiento. En total, poco más de seis millones de euros. Y mientras que se han alcanzado las cotas más altas de representación en el legislativo, con mayoría de mujeres a escala estatal y local, las leyes con enfoque de género no están resolviendo los problemas que deberían y las mujeres como Antonia Rodríguez pierden peso en el poder ejecutivo.

En la sede de la asociación que fundó doña Antonia ya no quedan ni un tercio de las 350 personas que llegaron a trabajar en ella en sus mejores tiempos. Tejen guantes, bufandas, jerséis, gorros y otras prendas de lana de alpaca y oveja y fabrican piezas pequeñas de cerámica. En la actualidad siguen siendo fundamentalmente mujeres, y en su mayoría mayores. Cada grupo de artesanas, compuesto por entre 15 y 20 personas, llega a ingresar algo menos de 22.000 euros al año sólo por mano de obra, una cantidad equivalente a casi 95 salarios mínimos del país.

A pesar de que la asociación no está tan bien situada como las tiendas turísticas del centro de La Paz que venden productos de una dudosa lana de alpaca, por la sede pasan embajadores, personalidades y multitud de grupos de turistas, en gran parte por los contactos y el buen nombre de la exministra. “Es probable que se nos haga de noche”, dice doña Antonia. Junto a otras siete personas —seis mujeres y un hombre— están preparando un pedido para una asociación de comercio justo italiana, Ad Gentes. Queda el lavado, el planchado, el etiquetado, el tarjetizado y el embalaje de las prendas, y el pedido sale al día siguiente. Desde la entrada de la sala, supervisa que todas las prendas cumplan los estándares de calidad. El mando que no quiso o no pudo retener en la política, lo mantiene en su taller.

*Por Irene Escudero Pérez, Carlos Heras y Alice Campaignolle para Pikara.

Palabras claves: Bolivia, feminismo comunitario

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