La Revolución Feminista, ¿será televisada?
Por Redacción La tinta
Un día, hace algunos años, mi madre me llamó atemorizada: su mejor amiga le había contado que, por mis publicaciones en la red social Facebook, ella infería que yo era “de izquierda”. Ayer ocurrió un fenómeno inverso: me llamó para contarme, porque supuso que me interesaría, sobre el programa de chimentos que mira cada tarde, aquel por el que su ex marido, militante peronista, la chicaneaba constantemente. “Hablan de la violencia de género, y parece que la semana que viene empiezan con una discusión sobre el aborto”. Me quedé boquiabierta en ese momento, y desde el comienzo del verano, comencé a sospechar que no tener televisión por cable me hace perder una dimensión surreal.
Esta editorial iba a tratarse de la arena, la playa, el calor; de cómo el verano exacerba las miradas sobre la realidad, cómo las pone en una lupa gigantesca que sostiene prejuicios. Porque sobra el tiempo. Porque los medios repiten hasta el asco su repertorio misógino y de odio. Pero en las últimas semanas asistimos a una especie de catarata “feminista” televisada que nos obliga a achinar los ojos y hacernos algunas preguntas: ¿de qué se trata todo esto? ¿la revolución feminista será televisada? ¿cuánto hay de pos verdad? ¿cuáles son las consecuencias de todo este torbellino farandulero teñido de violeta? ¿en la sociedad del espectáculo en la que estamos inmersos, es esto entonces “la realidad”? ¿qué debemos esperar y qué, definitivamente no esperar?
De exteriores e interiores
El tema fue inaugurado por las actrices de Hollywood, a fines del año pasado. Sin embargo, muchas de ellas venían denunciando hace años un listado de abusos sufridos en la industria del gran cine: la menor paga por igual trabajo, la convivencia con directores, actores y productores que las ven -y en consecuencia las tratan- como un “accesorio” de sus producciones, el trato sobre ellas como cuerpos sobre los que tienen total control y acceso irrestricto, situaciones puntuales de acoso y abuso sexual, y un largo etcétera. Pero el año pasado, impulsadas por una marea de mujeres, cis, trans y múltiples identidades diversas que hicieron escuchar el basta, las mujeres de Hollywood empezaron a decir #MeToo: yo también pasé por situaciones de violencia machista.
Pero entonces, 100 intelectuales, empresarias y artistas francesas se pronunciaron en contra de este movimiento. ¿Cuáles eran sus razones? Reclamaron que esta ola hollywoodense está cumpliendo un rol que puede asociarse a los totalitarismos más perversos, controlar hasta los coqueteos puede llevarnos a una manera de relacionarnos mediada por el miedo: “La seducción insistente no es delito, ni la galantería agresión”. Para las francesas, este movimiento es un giro al puritanismo, que ubica a las mujeres en un rol constante de víctimas que deben ser protegidas. Que, además, está desatando una “caza de brujas” que obliga a los hombres a repensar sus prácticas “de toda la vida”, y que ubica al acoso sexual al mismo nivel que la “mera equivocación” de robar un beso, tocar una rodilla o enviar mensajes sexualmente explícitos sin consentimiento.
El movimiento feminista mundial no dudó en responderles: “El manifiesto de las francesas es un ejemplo hipermediático de mujeres que le hacen el juego al patriarcado. Nos quieren hacer bajar el volumen y calmarnos” decía Luciana Peker en la nota «Ni puritanas, ni puras víctimas», de Página/12. El feminismo es pura liberación sexual, pero sin consentimiento esto puede volverse acoso. No siempre, está claro. Lo importante de este discurso es que, para muchos y muchas, reivindica cierto principios feministas, pero de una manera “lavada” y “friendly” de la opinión pública, en la que nada cambia profundamente.
Los medios argentinos, de pronto, escucharon. El feminismo pop corn tuvo un efecto real. Más allá de que en Argentina la lucha feminista grita desde hace muchos años, y más recientemente con el Ni Una Menos, el paro del 8 de marzo, los innumerables Encuentros Nacionales de Mujeres; los medios vieron la discusión de Hollywood vs. Francia como algo «inédito» (y seguramente rentable) y decidieron hacerse parte. Selectivamente, claro está, y según mande el rating. Lo cierto es que en estos momentos asistimos a un fenómeno nuevo: una ola de programas tradicionalmente misóginos debaten el tema, y hasta tienen posiciones progresistas. En lugar de descalificaciones apresuradas, en momentos de guerra abierta y despiadada contra las no masculinidades, es imprescindible afinar el ojo y hacerse algunas preguntas.
Como escribió Luciana Peker en Anfibia, el feminismo repite esquemas de la madre patria donde se desarrolla, y “en cada territorio se hace fuerte en sus fortalezas, se hace débil en sus debilidades”. Por eso, en relación a las debilidades, la Argentina de verano repitió esquemas y fue lo esperable. Mujeres que denunciaron, complicidad machista a la orden del día para descalificarlas y salvarse, medios masivos de comunicación reproduciendo el discurso conocido para que nada cambie.
Calu Rivero fue uno de los casos más televisados. Después de denunciar a Juan Darthés por acoso, cayeron sobre ella descalificaciones de los medios masivos y sus pares. Las mismas que estamos acostumbradas a escuchar la gente de a pie: “Se caga en una familia y en un padre ejemplar”, “fueron unos besos no más”, “que diga bien lo que le pasó sino no es creíble”. El #metoo hollywoodense le dio nuevo impulso a esta actriz, y con ella a muchas más. La complicidad machista no se hizo esperar.
Los cómicos se llevaron una medalla de honor en cuanto a las agresiones contra las mujeres y la comunidad lgttbq. Un olvidado Tristán que reaparece denunciado dos veces públicamente por acoso y hostigamiento; un Negro Álvarez desplegando todo su homo-lesbo-transodio y misoginia en el escenario de Cosquín, declarando en Cadena 3: “Y toda la gente se reía, nadie me dijo nada (…) ¿ahora no se puede hacer humor de pelados, gordas y suegras? yo lo vengo haciendo hace 40 años y nadie me dijo nada”, mientras el periodista acordaba argumentando que hay demasiada susceptibilidad hoy en día. Lo que Álvarez no entendió, y los incomunicadores seriales tampoco, es que a un pelado no lo acosan por ser pelado, no le pagan menos por ser pelado, su palabra no vale menos por ser pelado. Al pelado no lo matan por ser pelado.
En la página de deportes también hubo cruces: dos bailarinas denunciaron a haber sido golpeadas y amenazadas con cuchillos por Wilmar Barrios y Edwin Cardona, ambos jugadores del Club Boca Juniors, tras una fiesta en un hotel de Puerto Madero. La complicidad mediática pudo más y sacaron rápidamente radiografías de las mujeres: su vida “agitada” y “nocturna” como bailarinas y trabajadoras sexuales. El ya conocido “algo habrán hecho”, o “si sos puta te cabe”.
También hubo aleccionamientos sobre cómo ser feministas. Una postal para el recuerdo es la polémica que inició Araceli González al negarse a ser feminista por tener marido e hijos hermosos. Los cruces entre las necesarias explicaciones que evidenciaba precisar la actriz, sus declaraciones de ser víctima de abuso, las acusaciones al feminismo como totalitario y poco sororo, comenzaron a inundar el espacio público.
Después de andar rumiando todas estas postales de verano y con la cabeza todavía confundida sobre los aportes y evidentes limitaciones del feminismo mediático, hablé con mi madre. Ese extraño gurú farandulero y sus secuaces, con una destreza como pocos en el arte de la misoginia, empezaron a tocar fibras sensibles de las luchas históricas. El rating ascendía a la par de las denuncias a Cacho Castaña y Roberto Petinatto. Mi madre fue categórica: “Yo creo que esto va a ayudar a la gente de a pie”.
Algunas preguntas, bastante sorpresa, pocas certezas
Que los espacios televisivos y radiales destinados a un público masivo y diverso se llenen de relatos de este tipo nos muestra al menos tres cosas: que seguramente es mejor así a que no lo sea; que la violencia de géneros se transforma en espectáculo, y que la banalización es un riesgo real, ya que hay un movimiento del sistema patriarcal para absorber ciertos discursos de moda y transformarlos en una nueva normalidad, que echa luz a algunas aristas mientras oscurece otras.
Vivimos en lo que ya desde los años sesenta los situacionistas llamaron Sociedad del Espectáculo. Guy Debord decía que en sociedades como las nuestras, marcadas por el modo de producción capitalista, el espectáculo es todo. Nos relacionamos a través de las imágenes que se construyen desde los medios, y no de la experiencia vivida. Aquello que en la sociedades tradicionales era la religión, actualmente es el espectáculo: su lógica consiste en hacer de la representación algo más real que la experiencia vivida. Si aceptamos esto, podemos suponer que hay una reducción, al menos de cierta parte del individuo, como espectador pasivo que acepta un estado de cosas. A partir del macrismo los ejemplos sobran. Así las cosas, la puesta sobre el tapete de algunas cuestiones de géneros en los medios de consumo masivo, no es un dato menor. “Todo lo que era directamente vivido, se aleja ahora en una representación”, decía Debord. Podemos preguntarnos entonces ¿cuál es esa representación? ¿Qué tiene de luz y qué de sombra?
Hace unos días se compartieron en el Facebook de La tinta dos publicaciones: la primera, unas declaraciones de Natalie Portman sobre abusos en la industria del cine y más abajo, una nota sobre la lucha ancestral por la tierra de las mujeres del norte cordobés. La primera cosechaba en ese momento unos 250 “me gusta”. La segunda no llegaba a los 50. La imagen nos dejó pensando algo que todavía nos cuesta ubicar. De una cosa sí estamos seguras: por más que el #metoo se encuentra en una parte distante del mundo, y es protagonizado por personas que poco tienen que ver con nuestras existencias cotidianas, interpela mucho más que lo que nos pasa al lado. Por más que no seamos oyentes modelo de Cadena 3. ¿Será que fuera del espectáculo la vida terrenal se vuelve más opaca e irrespirable? ¿Qué opera para que nos conmueva más el caso Araceli que la mujer trans, pobre, inmigrante y trabajadora sexual apaleada en Camino de Cinturas? Ahí, justo ahí, es donde no es despreciable que la caja boba y todos sus apéndices pongan en pantalla estos temas.
La banalización es un riesgo que podremos ir analizando. Lo que ya podemos comprender es que, así como sucede en otros campos, quien se ubica en la mejor posición es, por tanto, el más favorecido, y en este caso tenemos algunas mejor situadas en el campo de las violencias machistas: mujeres heterosexuales, blancas, exitosas, con gran capacidad de consumo. En este punto hay un interrogante urgente y necesario, no podemos dejar de inquietarnos cuando tenemos una historia de la lucha feminista signada por un feminismo hegemónico que equiparó “mujer blanca” a “mujer” obviando a grandes sectores, y haciendo invisibles las intersecciones de raza, clase, nacionalidad, géneros.
En ese operatorio es donde se deja ver la piel de lo que se cuestiona, para volver a rearmarse. Ya lo vimos otras veces: cuando algo emerge con demasiada intensidad y con gran fuerza, y no puede reprimirse o callarse, entonces se lo abraza, se lo chupa y se lo banaliza. A Raquel Gutiérrez Aguilar le gusta decir que “el otro lado también juega” para expresar esto. Es el movimiento que hacen los centros de poder para capturar y cercenar los sentidos subversivos de las luchas. Tal vez hoy, el juego que hacen los medios tenga mucho más de expropiación de la energía desplegada desde el Ni Una Menos, los Encuentros Nacionales de Mujeres y el Paro del 8 de marzo para poder ser manejado por quienes detentan el orden dominante. Así, los medios capturan los discursos que pugnan por subvertir el orden de cosas y lo reformulan y adaptan a sus fines de entretenimiento y dominación, en un juego de invisibilización.
Otra catapulta
Esta ola feminista televisada no es casual, no es efímera y no debemos dejar que se vuelva funcional. Que se hable de feminismo sin personificar a las feministas como “monstruos come hombres” ya es mucho, porque ese era el discurso dominante en los medios hasta hace solo un par de semanas. Que la tele y la radio atraviesan a todas las clases sociales es algo sabido, pero que ahora las feministas, que siempre nos movimos en núcleos muy pequeños pero potentes, seamos escuchadas por las amas de casa, las trabajadoras precarizadas, las “señoras”, es un núcleo de potencialidad inconmensurable. Las feministas debemos ocupar esos espacios, discutir(nos) en esas múltiples imágenes espectacularizadas para llenarlas de sentido.
Recuperar, al decir de Peker, lo que tenemos de fortaleza: décadas de organización de encuentros nacionales de mujeres, luchas en las calles cada vez que resulta necesario, paros internacionales, ochos de marzo, cada espacio de resistencia y organización que construimos y sostenemos. Hacer foco en lo que no se dice: la negra, la india, la pobre, la trans, la torta, la hippie, la puta. Los medios alternativos han sido nuestra trinchera de lucha, que ahora se amplía. Debemos preguntarnos cómo dar esta batalla, aprovechando estos discursos para la construcción de una acción colectiva contestataria y una contracultura que también mediatiza experiencias. Como ya lo hizo el movimiento Ni Una Menos, desterrando aquellos discursos que culpabilizaban a las víctimas y a los “hechos aislados” que suponían los femicidios para los noticieros.
Cuando Raquel Gutiérrez, en una conferencia en Uruguay, hablaba de las capturas por parte del sistema patriarcal, decía: “No es que esté mal, pero eso que logramos es en realidad una captura de eso que queríamos. Lo que estaba en juego era mucho más”. Es decir, aquello que queremos que cambie no se reduce a las respuestas que el sistema puede dar; nuestra apuesta es mayor a su captura. La puesta en la televisión de estas luchas es algo que existe y que se va a desarrollar. Que mujeres famosas, con lugar en los medios masivos hayan hablado, con todo el esfuerzo que eso confiere, es algo importante. Pero sobre todas las cosas debe ser aprovechable. Porque lo que está en juego es mucho más.
*Por Redacción La tinta.