Una policía de ocupación: la lejana democratización del modelo de seguridad en Córdoba

Una policía de ocupación: la lejana democratización del modelo de seguridad en Córdoba
11 diciembre, 2017 por Redacción La tinta

El modelo de seguridad adoptado por el Estado provincial en Córdoba desde la vuelta a la democracia hasta nuestros días otorga a la Policía un poder autónomo que deriva en la legitimación de las diferencias sociales, la perpetuación de la marginalidad, la criminalización de la protesta y el control social. La tantas veces proclamada transformación democrática no logró romper con la impronta autoritaria heredada de los años del terrorismo de Estado.

Por Alexis Oliva para Desafíos Urbanos / La tinta

Dos años antes del inicio de la dictadura, la fuerza de seguridad cordobesa protagonizó un hito antidemocrático: el golpe de Estado encabezado por el jefe policial Antonio Domingo Navarro contra el gobierno popular de Ricardo Obregón Cano y Atilio López, en febrero de 1974. El Navarrazo allanó el camino a la intervención federal y la represión indiscriminada, que con el golpe de Estado del 24 de marzo del 76 se terminaría de convertir en el plan sistemático de exterminio de opositores políticos del que la propia policía formó parte. Basta como muestra que a la fecha una veintena de ex policías han sido condenados en Córdoba en juicios por crímenes de lesa humanidad.

Con el retorno democrático, el gobierno radical de Eduardo César Angeloz anunció una política de “progresiva desafectación” de los policías que habían participado del terrorismo de Estado, un primer paso indispensable para democratizar a la fuerza de seguridad. Sin embargo, muchos policías represores siguieron portando el uniforme por lo menos hasta fines de la década del ’90. Su huella afloraba en numerosos casos atribuidos a una “brigada fantasma” integrada por policías, entre ellos el asesinato del ex senador provincial radical Regino Maders, el 6 de septiembre de 1991.

Durante el juicio por este crimen, la abogada querellante María Elba Martínez le preguntó al testigo José Cafferata Nores, ministro de Gobierno de Angeloz, por qué se había mantenido en la policía a “personas de esa época que habían sido procesadas ya en el año 87” por crímenes de lesa humanidad. “Yo recuerdo que en mi gestión pasaron a retiro. Pueden haber quedado otras”, respondió el ex funcionario.

Esa herencia dictatorial hacía escuela en las nuevas generaciones y se materializaba en casos como el de Mario Omar Sargiotti, torturado con asfixia por inmersión y asesinado en la propia Jefatura de Policía el 12 de diciembre de 1990; o –ya durante la gobernación de Ramón Mestre padre– el homicidio de la trabajadora sexual Sandra Viviana Torres, cuyo cadáver maniatado fue arrojado a un basural desde un patrullero ante varios testigos, el 16 de octubre de 1997; o la “Tragedia del Precinto 5”, en la que siete jóvenes murieron en protesta por las vejaciones padecidas, el 22 de enero de 1999.

Los resabios funcionales

Entre los resabios dictatoriales estaba Carlos Yanicelli, condenado a prisión perpetua en 2010 y 2016 por crímenes cometidos cuando revistaba en el Departamento de Informaciones D2. Aunque figuraba en los informes de la Conadep desde 1984 y fue procesado en 1987, llegó a ser comisario mayor y jefe de Inteligencia Criminal de la Policía durante el gobierno de Mestre. Cuando a mediados de 1997 arreciaron las denuncias de organismos de derechos humanos, del ex policía Luis Urquiza y del diputado provincial Atilio Tazzioli, el entonces gobernador lo reivindicó públicamente por identificar a “infiltrados” en los cortes de ruta de los desocupados de Cruz del Eje: “Yanicelli fue quien organizó la tarea que nos permitió detectar la participación de esos sectores políticos en los conflictos y por eso es el centro de las denuncias”. Además de confesar el uso de la policía para espiar y criminalizar la protesta, la declaración derrumbaba la credibilidad de la supuesta “revolución educativa” que el mestrismo pretendía realizar en la fuerza de seguridad, al incluir en el plan de estudios de la Escuela de Policía las materias de derechos humanos, sociología y psicología.

En el fondo, como se podía leer a mediados de 1994 en la primera edición de la revista Desafíos Urbanos de Cecopal, “la tentación de buscar respuestas penales frente a los problemas sociales está en la base del discurso dominante sobre el tema inseguridad”. En ese artículo, el periodista Roberto Reyna alertaba: “ Con ese discurso, que realza como bienes más apreciados la seguridad y la propiedad y trabaja sobre el miedo y la sensación de indefensión de los ciudadanos, no aparece otra salida que la ‘eliminación de los elementos peligrosos’. Es una idea que se nutre de las concepciones de los militares del ’76 , cuando sostenían que la seguridad se generaba a través del terrorismo de estado, que se proyecta como una peligrosa pendiente en cuyo final está la solución brasileña, con sus escuadrones de la muerte, los linchamientos públicos y una crisis social que alimenta hasta el infinito la violencia urbana” (1).

Tolerancia cero y guetos pobres

Al llegar al poder en vísperas del cambio de milenio, José Manuel de la Sota no se planteó reformar, sino “profesionalizar” a la fuerza policial. Para eso importó la doctrina estadounidense de la Tolerancia Cero, elaborada por el Manhattan Institute y aplicada en Nueva York por el alcalde Rudolph Giuliani con el método de “stop and frisk” (parar y registrar) y una eficacia más publicitada que comprobada. En octubre de 2004, el director ejecutivo del Manhattan Institute Carlos Medina visitó Córdoba junto a Juan Carlos Blumberg para firmar con la Provincia y la Fundación Axel Blumberg un acuerdo de cooperación en materia de seguridad. De paso, declaró que los chicos limpiavidrios, las trabajadoras sexuales y los vendedores ambulantes eran “terroristas urbanos que debilitan el estado de derecho” (2).

En la franquicia cordobesa de la Tolerancia Cero, el “parar y registrar” se vio facilitado por la ambigua figura del “merodeo” prevista en el Código de Faltas, que disparó las detenciones por “portación de cara” a jóvenes de barrios populares prácticamente impedidos de caminar el centro de la ciudad. Fue el correlato de la erradicación de villas y reasentamiento de sus habitantes en los periféricos “barrios-ciudad”, carentes de servicios básicos y convertidos en guetos para pobres que marginaban aún más a quienes sobrevivían con el cartoneo, venta ambulante o limpieza de parabrisas en las zonas comerciales. En esa época, varios jefes de distritos policiales fueron denunciados por imponer a los agentes de calle cifras mínimas de detenidos con un criterio de “productividad”. (3)

Durante los sucesivos gobiernos de Unión por Córdoba, la fertilidad del matrimonio de conveniencia entre los poderes político y policial incrementó a la tropa azul de 13.000 a 22.000 efectivos en el decenio 2003-2013, cifra que con algunas variantes se mantiene hasta la actualidad.  La Organización de las Naciones Unidas sugiere una tasa de entre 250 y 300 policías cada cien mil habitantes; Córdoba tiene 611, la tasa más alta del país, aunque su índice delictivo supere la media nacional. 

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Un cóctel peligroso

Masividad, autonomía y discrecionalidad, una peligrosa combinación que la convierte en un poder ingobernable. Así lo demostró la cadena causal de iniquidades que tuvo su primer eslabón en septiembre de 2013 con el narco-escándalo policial, los presuntos suicidios de los uniformados Juan Alós y Damaris Roldán y las renuncias del Ministro de Seguridad y el jefe de Policía; el segundo fue el acuartelamiento policial y los saqueos que en diciembre de ese año se cobraron dos víctimas locales y precipitaron un nuevo recambio de ministro y jefe policial, además de exportarse a otras 14 provincias y dejar un saldo total de 18 muertos en el país. Así quedó trágicamente claro que más que un reclamo laboral, el acuartelamiento fue una demostración de poder e impunidad frente a la investigación judicial de los vínculos policía-narcotráfico.

Sobre lo ocurrido el 3 y 4 de diciembre de 2013, las investigadoras del Observatorio de Derechos Humanos de la Universidad Nacional de Córdoba Magdalena Brocca, Valeria Plaza y Susana Morales escribieron:  “La fuerza policial demostró esos días el poder que este modelo de gestión de lo urbano le otorgó: es la única institución estatal con un despliegue territorial que regula la vida cotidiana de los cordobeses. La policía se ha constituido en la única presencia del Estado que media en todos los niveles de conflicto . Al sacar esa especie de malla de contención constituida por la presencia territorial de la fuerza, los conflictos afloraron sin posibilidad de articular mediación alguna por fuera de su lógica de intervención violenta” (4).

En esa lógica se inscribieron los siguientes episodios de la serie: los intentos de linchar a supuestos delincuentes atrapados por vecinos “hartos de la inseguridad”; las requisas masivas de la policía a presuntos “moto-choros” y los “operativos saturación” en barrios populares. La mayor demostración de “ocupación territorial” –tal como la propia policía la definió– fue el megaoperativo que el 2 y 3 de mayo de 2015 desplegó a 1.500 efectivos para copar doce barrios, allanar centenares de domicilios y detener a 344 personas, que pasaron entre 12 y 20 horas hacinadas en las comisarías de los barrios afectados y en las unidades de “contención del aprehendido” del Centro, Alta Córdoba y Cáceres. Días después, el juez de control Gustavo Rinaldi admitió un habeas corpus colectivo contra las razias –presentado por Hugo Seleme, coordinador del Programa de Ética y Teoría Política de la Facultad de Derecho de la UNC– y exigió a la Jefatura de Policía Jefatura la información sobre cantidad de detenidos, lugares de procedencia, causas y tiempo de detención. Según un relevamiento de los SRT, sólo a uno de los detenidos se le imputó una figura del Código Penal. A los otros 344 se los detuvo por supuestas contravenciones (5).

El efecto extremo del cóctel azul es el “gatillo fácil”, que durante la última década mató en la provincia una persona por mes, según estadísticas de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi) y de las agrupaciones que organizan la Marcha de la Gorra. En el documento de convocatoria a la 11ª edición, denunciaron: “El Estado Policial mantiene su impunidad garantizada por el Poder Judicial, que siempre responde a los gobernantes de turno, persiguiendo a quienes nos organizamos.  Este sistema que nos imponen para organizar nuestra vida funciona produciendo desigualdad, selecciona vidas que merecen vivir y vidas que no: es un sistema que nos está matando.  (…) Este aparato policial no solo hostiga, sino que también fusila. En lo que va del año, ya se han registrado once casos comúnmente denominados ‘de gatillo fácil’ en toda la provincia de Córdoba”.

* Por Alexis Oliva para Desafíos Urbanos (Observatorio de Conflictos Sociales de Cecopal) / La tinta


Notas:
(1) La seguridad mirada desde arriba, Roberto Reyna, revista Desafíos Urbanos, Centro de Comunicación Popular y Asesoramiento Legal (Cecopal), Nº 1, junio-julio de 1994. El informe también se publicó en la revista Umbrales – Crónicas de fin de siglo, del Círculo Sindical de la Prensa (Cispren), Nº 1, junio de 1994.
(2) Habrá “tolerancia cero”en Córdoba, Camilo Ratti, diario Página 12, 24 de octubre de 2004. https://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-42726-2004-10-24.html
(3) Policías salen a la calle con orden de hacer cinco detenciones diarias, María Fernanda Villosio y Bettina Marengo, diario La Mañana de Córdoba, 18 de agosto de 2005.
(4) Mirar tras los muros: situación de los derechos humanos de las personas privadas de libertad en Córdoba (capítulo: Políticas de Seguridad y Fuerza Policial), Magdalena Brocca, Valeria Plaza y Susana Morales, Observatorio de Derechos Humanos de la Universidad Nacional de Córdoba, Editorial UNC, 2015.
(5) Jurassic CAP – La invasión azul, Alexis Oliva, Será Justicia – El diario de los juicios en Córdoba, Nº 47, mayo de 2015. https://issuu.com/serajusticia/docs/sj047web

Palabras claves: Inseguridad, Policía de Córdoba, represion

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