El origen de la tristeza, lo que nunca se pierde es el deseo

El origen de la tristeza, lo que nunca se pierde es el deseo
14 diciembre, 2017 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Pablo Ramos en la novela El origen de la tristeza, la primera de la trilogía que se completa con La ley de la ferocidad y En cinco minutos levántate María, exhibe sus dotes de narrador a través de una escritura luminosa y precisa, de ritmo atrapante, y en dónde el humor es más poderoso que la autocompasión.

La novela tiene mucho de autobiográfico. Los ochenta están comenzando y la infancia va quedando atrás entre damajuanas de vino, colectas para pagar por sexo, y amistades probadas en el peligro y el miedo. Hay muerte y pérdida en el final de la infancia. En el barrio de Gabriel Reyes (alter ego de Pablo Ramos), el agua podrida del Sarandí se incendia, y jugar cuando se vive en El Viaducto, también es jugar con la muerte.

El Origen de la tristeza se divide en tres capítulos: El Regalo, El Incendio del Arroyo y El Estaño de los Peces.

Como todos los domingos, el bar del Uruguayo estaba lleno. Me acerqué a Rolando que, más que sentado, parecía derrumbado sobre la barra. Me subí a una de las banquetas y los sacudí un poco. –Está nocaut, pibe –me dijo el Uruguayo, repasó una copa con un trapo mugriento, la miró a trasluz, la volvió a repasar y la enganchó en los viejos rieles de madera que colgaban del techo, boca abajo, como si fuera un murciélago. –Rolando –dije- ¿te olvidaste de lo de mi vieja? El Uruguayo se agachó hasta desaparecer por completo debajo del mostrador, reapareció con el trapo empapado y se lo apretó a mi amigo contra la nuca. –Che, bella durmiente –le dijo-, te habla el pibe del Negro, el Gavilán te habla, che. ¿No era que hoy tenías que darle una clase? –Lécson námber guán –dijo Rolando como si se hubiera despabilado de repente; se incorporó, levantó una mano apuntando al techo y volvió a caerse. –Mejor venite a la noche –me dijo el Uruguayo, éste tiene para unas horas de meditación. –Lo que pasa es que tenemos hasta el domingo nada más –dije, hablando más para mí que contestándole al Uruguayo. Me volví hacia mi amigo e insistí. Por qué no te tomas un café, Rolando –a la vez que le daba un montón de sacudones cortitos. Mi amigo movió la cabeza diciéndome claramente que sí, Eso me alentó: todavía había esperanzas. El Uruguayo sirvió un café doble y lo puso frente a mí. Lograr que Rolando se lo tomara fue un problema aparte, porque el café estaba muy caliente y porque él ni siquiera podía mantener la cabeza en su lugar. Parecía uno de esos perritos con cuello de resorte que se pegan al tablero de los colectivos. Traté de sostenerlo mientras el Uruguayo –que había dado la vuelta al mostrador –hacía lo que podía para llevarle la taza a la boca. Hasta que Rolando hizo un movimiento repentino y derramó café sobre el piso y sobre la chaqueta de mozo del Uruguayo. Entonces el Uruguayo se calentó: agarró a Rolando de los cachetes, se los apretó hasta hacerle despegar los labios, lo obligó a echar la cabeza hacia atrás y le mandó una dosis de café como para cocinarle las tripas. Rolando lanzó un alarido, se enderezó y, sosteniéndose de la banqueta de al lado, se puso a gritar: ¡Yo tengo libros! Gritó cuatro veces lo mismo, que tenía libros, y el Uruguayo le dijo que lo único que tenía era un pedo tísico”.

En el segundo capítulo, Rolando ha desaparecido y no se vuelve a saber más nada de él. Gabriel es ya un adolescente y líder de una barra. Con ella beben hasta caer inconscientes. Comienzan los peligros y las pérdidas.

“Nuestro barrio se llama El Viaducto porque lo atraviesa un viaducto. Nace en la parte sur de Avellaneda, donde el terraplén del ferrocarril Roca se eleva separándolo de las torres del barrio de Güemes. Y muere bien abajo: contra el arroyo Sarandí, que tiene de nuestro lado muchísimas curtiembres en su mayoría abandonadas, y del otro lado los primeros ranchos de la enorme villa Mariel. Al este, termina en la avenida Mitre, donde empezaban los baldíos y salía el camino hacia la costa; y al oeste, en la avenida Agüero, donde el largo paredón del cementerio nos separa de la villa miseria más peligrosa de todas: la Corina. A nosotros nos llamaban Los Pibes y parábamos en la esquina de Magán y Rivadavia: el centro exacto del barrio. En aquella esquina estaba la casa de Armando, un viejo que todas las tardes se ponía a tocar el bandoneón, oculto en la penumbra de su garaje y con el portón apenas abierto para que la música pudiera oírse desde la calle. El sonido del bandoneón de Armando y la sombra de los álamos gigantes de su vereda hacían de esa esquina el lugar perfecto para pasar las tardes. La panadería, el cuartel de bomberos, la carpintería de Rubén y la fábrica de matafuegos Celis también estaban en Magán y Rivadavia, una frente a la otra ocupando las ochavas restantes. El bar del Uruguayo quedaba pasando el cementerio, y el club social y deportivo Brisas del Plata a la vuelta del bar. La cancha del Arse –nuestro cuadro -, estaba en las afueras del barrio, cerca del arroyo  pero camino a la costa, donde existían otras villas mucho más chicas que la Mariel y la Corina y dónde paraba la peor de las barras enemigas: Los del Otro Lado”.

Gabriel conquista la precaria madurez que se le ha otorgado entre pesadumbres, tierras baldías, aventuras insensatas, amigos rotos e inquebrantables y colectas que pagan el descubrimiento de la carne.

“Pasaron cuatro meses y las cosas seguían empeorando. Se decía que el dólar se podía ir por las nubes y, aunque yo no entendía de qué estaban hablando, le oí decir a papá que si llegaba a aumentar, aunque fuera un poco, estábamos listos. En casa decían que mamá estaba bastante recuperada. Yo no la veía bien, aunque había vuelto a levantarse para atender a Julia y a veces hasta nos servía la comida, el cuerpo flaco y la cara pálida que andaban por la casa no parecían mamá. Séptimo grado era tan aburrido como cualquier otro, menos martes y jueves porque teníamos Lengua con la señorita Florencia. Las horas con ella se hacían cortas y casi siempre eran interesantes. Habíamos terminado de leer La isla del Tesoro, y cómo se acercaba la fiesta del 9 de Julio y por lo tanto las vacaciones de invierno, ella nos había dicho que a los de séptimo A nos tocaba hacer una obra de teatro. Todo el grado estaba enloquecido, menos la Rata que casi nunca lograba interesarse por algo. La obra iba a tener un guión que alguno de nosotros, con la ayuda de la maestra, haría sobre la base de La isla del Tesoro. También iba a participar un amigo que, según ella, se había convertido en un gran artista. Yo me imaginaba que me elegían a mí para hacer el guión y que entonces iba a conocer la casa y la intimidad de la señorita Florencia. Aunque sabía que eso era imposible porque yo no era el mejor alumno del grado, ni tampoco el que a ella le despertaba más interés”.

El Origen de la tristeza es el mapa de un paisaje tallado a golpes de realidad, un territorio severamente humano que adquiere dimensiones míticas.

Sobre el autor

Pablo Ramos nació en 1966 en Avellaneda, provincia de Buenos Aires. Ha publicado el libro de poemas Lo Pasado Pisado, las novelas El Origen de la Tristeza (Alfaguara, 2004), La ley de la ferocidad (Alfaguara, 2007), En cinco minutos levántate María (Alfaguara, 2010) y El sueño de los murciélagos (Alfaguara, 2015); y los libros de cuentos Cuando lo peor haya pasado (Alfaguara, 2005) y El camino de la luna (Alfaguara, 2012).

Su obra ha sido traducida al francés, al portugués y al alemán.

*Por Manuel Allasino para La tinta

Palabras claves: El origen de la tristeza, literatura, Novelas para leer, Pablo Ramos

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