El mundial que pasamos con la Ritó

El mundial que pasamos con la Ritó
7 diciembre, 2017 por Redacción La tinta

Por Noelia Pistoia para La tinta

La casa está lista. Nada puede salir mal. Cada plato en su lugar, la copa de mi viejo para el vino rosado -mezclado con tónica- está en la punta de la mesa frente al televisor, y le siguen los tres vasos para la Hesperidina con Sprite, para mi hermana, a la derecha, y para mi hermano y para mí a la izquierda. En la cocina el olor de las berenjenas en escabeche se mezcla con el de las rodajas de las naranjas destinadas a coronar el vermut. En el comedor, les juro, alcancé el aire perfecto con una mezcla de palo santo y el vientito fresco que los casi 20 grados de junio nos regala para la ocasión. Nada puede salir mal.

Suena el timbre. Abro la puerta. Son mi hermana y mi papá, los escaneo: aprobados. Usamos la misma ropa que vestimos en el primer partido contra Suiza. Juli está con su camiseta de la selección, y mi papá con su look de oficinista deportivo con una chomba celeste de piqué. Obvio que tenemos prohibido lavar las prendas entre los partidos. En el bolsillo o la billetera, tenemos un diente de ajo que dividimos la misma cabeza durante las eliminatorias, como si fuera la medallita de la amistad.

Suena el timbre otra vez, abro la puerta y siento como si un enorme vidrio estallara en mil pedazos en mi cabeza. Enfoco y me quedo parada con la puerta en la mano, sin decir nada. Cierro los ojos y le pido perdón a Messi: mi hermano eligió la semifinal de la copa del mundo para presentar a su nueva novia.

Si bien no me convencía la idea de dejar de ver los partidos con mis amigos para hacerlo con mi familia, desde el principio asumí el compromiso de mi parte de ese engranaje universal llamado cábala. Las eliminatorias, los primeros partidos, todos los fuimos ganando juntos, y yo no me puedo hacer la boluda con eso. Pero cuando caigo en la cuenta de que Tino no entendía nada del amor -al fútbol- me encajeto. Lo primero que digo es: “No hay más platos”. Acto seguido hago un berrinche con las piernas contra el piso, me olvidé que lo primero que teníamos que hacer con él es nuestro saludo. Escucho que mi papá me grita desde la cocina, mientras sirve los lupines en una cazuelita, que no sea maleducada y los invite a pasar. Suelto la puerta y me voy a buscar un poco de complicidad en Juli, que no deja pasar una y aprovecha cualquier motivo para enojarse con nuestro hermano. Entro al cuarto y le digo: “Todo mal, Tino trajo a su nueva novia y encima es igual a María Eugenia Ritó pero morocha”. Mi hermana se asoma con rapidez y cuando la saluda, me da la razón con una risa que a duras penas puede disimular.

La previa del partido es un embole, sobre todo para ella que se le nota en la cara que, si pudiera, pediría la eutanasia urgente de su situación. Mi viejo intenta ser amable pero la verdad es que le importa un pito el nombre, el trabajo o dónde se conocieron; le hace preguntas incoherentes, que muchas veces terminan en balbuceos por perderse en alguna repetición de los partidos anteriores o por escuchar algún dato interesante del estado del campo de juego, y, claro, tampoco escucha las respuestas de María Eugenia Ritó, que con una sonrisa incómoda intenta adaptarse a la situación.

No me juzguen, pero el quinto plato en la mesa me causa un dolor de ojos tremendo. me perturba como si de un día para el otro la punta del obelisco estuviera doblada o la casa rosada amaneciera amarilla. Mi papá se ve en la obligación de explicarle que no la invitamos a sentarse todavía porque estamos esperando que los jugadores salgan a la cancha, como si fuera nuestro modo de acompañarlos a la distancia o como si fuéramos parte del cuerpo técnico que se sienta en el banco. Escuchar eso me pone triste, las cábalas no se explican, pienso.

Cuando vemos las primeras imágenes de las selecciones armando las filas para salir a la cancha, me doy cuenta de que María Eugenia Ritó iba a querer sentarse en mi lugar. A la izquierda de mi viejo, al lado de mi hermano. Mi lugar para el primer tiempo. Cierro los ojos, le pido perdón a los argentinos que se endeudaron o mintieron en el trabajo para viajar a Brasil; fue en vano, porque yo, en Boedo, no había podido sostener la simple tarea de mantener el orden de mi mesa.

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La salida de los jugadores se vuelve una nube espesa que trato de atravesar para encontrar el nuevo lugar perfecto para sentarme. Me atrae la otra punta de la mesa, así le doy la espalda a la desgracia, pero si los holandeses meten un gol mientras me doy vuelta para picar un quesito, me voy a querer matar. O peor, si Argentina mete un gol mientras me doy vuelta para llenar el vaso, voy a tener que ver el resto del partido de espaldas. ¿Por qué Eugenia Ritó me hace esto? Me decido por llevar una silla al lado de mi hermana, que cuando termina el himno nacional me da un abrazo, un beso en el cachete y un ¡vamos carajo! que me hace muy bien. Pero, ¿cuánto puede durar la tregua en una semifinal del mundial? En mi caso, 14 minutos. La soberbia del arquero cuando ataja el tiro libro de Messi la siento personal. El gringuito da unos pasos masticando aire hacia el costado, con su mandíbula marcada y su pinta de tocar la guitarra en The Police, y ese aire de cancherito me expulsa de la silla y me manda a comer bronca atrás de mi viejo, desde donde miro de reojo mi lugar a la izquierda de la mesa. Confieso que cuando Ritó hace un comentario, yo hundo la mano hasta el fondo del paquete de papas fritas y lo sacudo para que haga mucho ruido. A la tercera vez mi hermano me llama la atención y me excuso diciendo que no quiero escuchar si el vecino, en una jugada peligrosa, grita o no el gol porque a él le llega antes la señal del partido y me anticipa el final, ya sea por las buenas o por las malas. No sé si me cree. Confieso que me hago la tonta cuando Ritó me pide que le pase algo de la mesa, sobreactuando la concentración en el partido aunque los jugadores estén acomodando la pelota para hacer un lateral. Otras cosas prefiero no confesarlas.

En el entretiempo, el careta de mi hermano, que no parece cansado de romper tradiciones, no me acompaña a dar la vuelta olímpica a la manzana para compartir uno. El forro ni me mira, fuerza a mi viejo a intercambiar algunas palabras con la Ritó morocha, mientras mi hermana y yo, sin saber ya con qué sentido, damos vuelta la mesa del televisor y acomodamos el sillón para el segundo tiempo y acompañar el cambio de arco, algo imprescindible aunque ahora ya no parece natural. Me siento en el piso y apoyo la espalda en la mesa ratona, tengo que levantar el cuello para ver la tele, mientras Ritó ocupa el medio del sillón de tres cuerpos, entre mi hermana y mi hermano. Mi viejo se acerca con la silla del primer tiempo, como siempre.

El segundo tiempo se viene más picado que el primero. Cuando por una milésima de segundo vimos el pelotazo de Higuaín adentro, sentí cómo el impulso de grito de gol que me abrió la boca se paró en seco en el paladar para convertirse en una descarga de bronca: ¡LA CONCHA DE TU MADRE, TINO! Ni se da por aludido. Siento que ya no puedo más y me traigo de la cocina el fiel banquito de carpintero en el que todos los domingos veo los partidos de River. Su altura es perfecta para poder apoyar el codo en la ventana y que del humo se encargue mi vecino, pero como le había mentido a toda mi familia con que había dejado de fumar, solo siento crecer la ansiedad en mi cuerpo. Escucho cómo mis dientes rechinan. Decido aislarme el resto del partido, con cara de ogro cruzo los brazos y pedaleo con fuerza el primer escalón del banquito.

Faltan cinco minutos para terminar y la posibilidad de los penales se hace cada vez más real, la fragilidad de las chances de pasar a la final me da vértigo. Los veo a todos alrededor de Sabella escuchando el orden para patear, todos alrededor de Mascherano escuchando su arenga, Mascherano le dice a chiquito Romero que hoy se come el mundo, dice Varsky. Empiezo a sentir que mi cuerpo se ablanda y que aparece la necesidad de concentrarme como ellos, de formar parte de una ronda y de dejar de ser una pendeja. Me tiro encima de mi hermana y cuando Romero ataja el primer penal, abrazo a la Ritó que me recibe con fuerza y emoción.

Ya saben cómo termina el partido. Cuando se despide, le digo que espero verla en la final, no me podía fallar. Me mira con una sonrisa cocorita y se va de mi casa. Nunca más la volvimos a ver. En la final no pude dejar de pensar la línea de puntos que dibujaba la figura ausente de la novia de mi hermano a la izquierda de la mesa. Mi hermana, mi papá y yo la odiamos tanto que hoy, tres años después, no podemos recordar su nombre ni su cara. Lo único que sabemos, de lo único que estamos seguros, es que el mundial del 2014 lo perdimos por la culpa de María Eugenia Ritó.

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* Por Noelia Pistoia para La tinta. Artículo escrito en el marco del Taller de escritura y lectura sobre fútbol “La música de los Domingos”

Palabras claves: Mundial de Brasil 2014

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