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Rohingya: una limpieza étnica de manual

30 noviembre, 2017 by Redacción La Tinta

Ante la mirada pasiva de la comunidad internacional, el 60% del pueblo rohingya ha huido ya de Birmania hacia Bangladesh para no ser masacrado por el Ejército.

Por Mónica G. Pietro para El Salto

Una marea humana que escapa a un ritmo nunca visto desde el genocidio de Ruanda, aunque, como durante aquel desastre africano, el mundo ha decidido volver la cara. Ni siquiera cuando la cifra de refugiados rohingya acogidos en Bangladesh roza los 600.000, según los cálculos de Naciones Unidas, existe una respuesta internacional que plante cara a los militares responsables de esta nueva limpieza étnica que debería avergonzar al mundo, constatación de la vileza humana y de los espurios intereses que mueven a los dirigentes.

El campo de refugiados de Balukhali (Bangladesh) se han visto completamente desbordado.

Nada, ni la magnitud de la tragedia (el 60% de toda la comunidad ya ha sido expulsada de su Birmania natal, donde les niegan cualquier derecho) ni los crímenes contra la Humanidad que está cometiendo el Ejército durante esta ofensiva, la última de seis décadas de golpes militares destinados a librarse de estos musulmanes acusados de ser inmigrantes bengalíes, ha hecho reaccionar al mundo.

Mujeres, niños y hombres levantan sus brazos hacia un vehículo de reparto de alimentos en Balukhali.

Amnistía Internacional ha identificado seis crímenes contra la Humanidad que deberían ser suficientes para sentar a sus responsables en un banquillo: los asesinatos de civiles, muchos ejecutados por la espalda cuando huían de sus casas en llamas; violaciones y agresiones sexuales, muchas veces contra menores y a menudo en grupo; torturas, deportación y desplazamiento forzoso, lo cual llevó al responsable de la Oficina de la ONU para los Refugiados a calificar la represión de “limpieza étnica de manual”; la persecución étnica y la negación de provisiones mediante la destrucción de cultivos, almacenes de comida y reservas de agua potable.

Para la oficina de la ONU, no hay dudas: la campaña del Ejército birmano —que dice llevar a cabo una “operación antiterrorista” en respuesta a los ataques coordinados de un grupo armado que dejó 12 muertos el 25 de agosto— tiene como objetivo limpiar Birmania de rohingyas, y por eso los uniformados —ayudados por milicianos budistas— “destruyen las propiedades de los rohingya y queman viviendas y aldeas enteras en el norte del Estado de Rakhine, no solo para expulsar a la población en masa, sino también para evitar que las víctimas regresen a sus hogares. La destrucción de casas, terrenos, reservas de alimentos, cultivos, ganado e incluso árboles hace que la posibilidad de que los rohingya vuelvan a la vida normal sea casi imposible”.

Vecinos de Inani Beach ayudan a transportar uno de los 15 cadáveres de rohingyas encontrados en la playa ese día.

“También indica un esfuerzo por borrar de manera efectiva todos los signos de referencia memorables en la geografía del paisaje rohingya, de tal forma que un retorno a sus tierras no suponga más que el regreso a un terreno desolado e irreconocible”, prosigue la ONU en su último informe. En su política de tierra quemada no hay lugar ni siquiera para los recuerdos. “El Ejército ataca a maestros, líderes culturales y religiosos y otras personas influyentes en la comunidad rohingya en un esfuerzo por extinguir la historia, la cultura y el conocimiento rohingya”.

Eman Hosen fue herido de bala cuando el Ejército de Birmania lo expulsó de su aldea.

El modus operandi del Ejército birmano está históricamente destinado a maximizar el daño. A traumatizar a sus víctimas, para que el miedo perdure y sea transmitido de generación en generación, y así perpetuar la impunidad del agresor. Las experiencias recién vividas que marcan a fuego a los refugiados confirman el horror en estado puro. Y testimonios como el de esta mujer de 26 años, entrevistada por la ONU: “Me desperté a las tres de la mañana y mi casa estaba ardiendo. Había caos, todo el mundo corría y los soldados nos disparaban a matar. Empezaron a coger a las mujeres y llevárselas para violarlas. Nadie estaba a salvo, incluso los niños eran torturados (…). El Ejército nos decía: no sois birmanos, sois banglade­shíes. Si no os marcháis, quemaremos vuestras casas”. Otras madres vieron cómo sus bebés eran degollados o lanzados vivos a las llamas.

Un hombre se ducha en una fuente comunitaria del campo de refugiados de Balukhali, en Bangladesh.

Ese es su modus operandi: quemar propiedades, matar a los residentes y traumatizar a los supervivientes para que nunca regresen. Según el responsable del Ejército birmano, el general Min Aung Hlaing, se trata de terminar un “asunto inacabado” desde la Segunda Guerra Mundial —los budistas acusan a los rohingya de haber sido inmigrantes atraídos por los colonialistas británicos como mano de obra a mediados del siglo pasado, aunque hay pruebas de su presencia en el país desde el siglo XVIII— y de repoblar con “razas nacionales” el Estado de Rakhine, históricamente hogar de los rohingya.

Una limpieza étnica en toda regla que no tiene visos de frenar hasta que no termine la expulsión de toda la comunidad, lo que según la ONU podría ocurrir antes de 2018. El apoyo de China al régimen birmano le garantiza que podrá consumarlo sin que nadie se lo impida.

*Por Mónica G. Pietro para El Salto. / Fotografías: Olmo .

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