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Murió uno de los sobrevivientes de la Masacre de La Bomba: lo que sus ojos vieron

22 septiembre, 2017 by Redacción La Tinta

Ni´daciye (Don Solano Caballero) falleció el domingo en su comunidad de La Esperanza, Formosa. Otro anciano que se va sin justicia, pero deja su testimonio sobre la matanza pilagá. En octubre de 1947, bajo el gobierno de Juan Domingo Perón, dos mil indígenas fueron convocados por un sanador y cayeron en una trampa mortal, donde cientos fueron asesinados por la Gendarmería.

Por Valeria Mapelman para Marcha

Don Solano Caballero falleció el domingo 18 de septiembre por la tarde. Su verdadero nombre, el que le pusieron sus padres, era Ni´daciye. Tenía muchos años, una mujer y varios hijos. Uno de ellos, Jorge, ex combatiente en la guerra de Malvinas. Y un hermano, Caincoñen, asesinado por las balas de un colono expropiador.

La comunidad La Esperanza fue el más importante de sus proyectos, un pequeño retazo de monte que alguna vez los Pilagá perdieron a manos de la Gendarmería de Línea y que volvió a sus verdaderos dueños silenciosa y pacíficamente recuperada. Pero tuvo otros. El creía en la justicia y estaba convencido de que el Estado argentino reconocería algún día el gran crimen cometido contra su pueblo.

Cada 10 de octubre, en un nuevo aniversario de la Masacre de La Bomba, tomaba el micrófono y relataba en detalle lo que había visto.  Falleció Don Solano, pero no se fue del todo, siempre estará con nosotros relatando una y otra vez lo que sus ojos vieron. 

Su testimonio

“Como a las seis o siete de la tarde vinieron los milicos hasta donde estábamos y empezaron a disparar. ¡Pobre gente! Cuando empezaron los tiros caían niños, caían mujeres, ancianos. A una mujer la balearon acá, a un hombre acá en la rodilla, todos gritaban, las mujeres, los niños. Pasó el primer tiroteo, el segundo, y en el tercero sentí miedo. Todos los que estaban ahí quedaron baleados, todos cerca del madrejón.

Cuando largaron los primeros tiros mucha gente cayó herida. Caían por allá, por allá, por allá. Me acuerdo que a un hombre le quebraron la pierna y a otro le dispararon en la boca. A ese hombre lo llamábamos Kaamkot… a él le pegó la bala y cayó.

Más allá se escuchaban los gritos de otro anciano que había caído baleado y estaba en el suelo, se llamaba Kalaky, y tenía quebrada la pierna.

Desde ahí yo podía ver cómo morían los chicos y a una mujer que cargaba su yica, vi cómo la balearon en la nuca.

Vi morir a mucha gente ahí pero yo estaba tranquilo, no lloraba.

Entonces apareció un anciano que se acercó dónde estaba mi papá. Dió una vuelta así caminando. Mi padre le dijo que se tirara cuerpo a tierra, arrastrándose. Yo no lo podía llevar, porque el viejo forzudo iba agazapado, y ahí nomás me pongo muy triste cuando me acuerdo, porque vi sus pies quebrados por los tiros.

Pobre hombre, pobrecito era muy viejito. Pudo acercarse a un árbol pero estaba muy mal herido. Estaba llorando, estaba lleno de lágrimas. Ahora sufro cuando me acuerdo.

¡Yo era un buen tirador, si hubiera tenido un rifle en ese momento hubiera matado unos cuantos milicos! pero no tenía con qué.

Después me escondí otra vez, esa fue la cuarta. Y largaron otra vez los tiros. ¡Paf, paf!

Todos los troncos de los árboles quedaron llenos de balas por eso la Gendarmería los volteó después.

Solo había cincuenta metros entre ellos y nosotros.

Yo estaba escondido como a unos cincuenta y cinco metros. Ahí había tres árboles. Un algarrobo, un palo mataco y un quebracho colorado. Había varios árboles grandes, un guayabí y un mistol enorme. Cuando terminaron la matanza cortaron todos esos árboles por eso no existe más aquel monte. Si no hubieran cortado el monte hubiéramos podido encontrar ahora todas las balas incrustadas en los árboles, pero pasaron las topadoras y se llevaron los ranchos y los árboles. Si hubieran dejado el árbol donde yo me escondí podríamos encontrar las balas y ya no podrían seguir mintiendo. Todos podrían verlo”.


Junto con el remate de los heridos se había iniciado la persecución de los sobrevivientes. Don Solano huyó hacia el norte, pero algunos días más tarde fue capturado por tropas de Gendarmería y llevado en calidad de prisionero a la colonia estatal para indígenas de Bartolomé de las Casas.

Su ropa estaba hecha jirones, las espinas le habían arrancado el pelo y su cabeza sangraba. Cuando llegó a la colonia se encontró con un grupo de más 200 refugiados agrupados alrededor de distintas fogatas, hambrientos, durmiendo en el suelo.

Al día siguiente fueron repartidos en las chacras para trabajar. Les dieron herramientas, los alimentaron y pasaron muchos meses hasta que pudieron escapar y volver a sus territorios. Corría el año 1947.

* Por Valeria Mapelman para Marcha. (*) La autora es documentalista, integrante de la Red de Investigadores en Genocidio y Política Indígena en Argentina y directora de “Octubre Pilagá, relatos del silencio”.

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