La Nobel de la Guerra y el genocidio en Myanmar

La Nobel de la Guerra y el genocidio en Myanmar
19 septiembre, 2017 por Redacción La tinta

La historia de Myanmar, un país donde una premio Nobel de la Paz lidera un genocidio: del silencio internacional al “Nunca más” que nunca llega.

Por María Laura Carpineta para Revista Zoom

Myanmar suena lejano, suena ajeno, suena poco importante en una Argentina de cambios frenéticos y en un planeta con la atención puesta en Donald Trump, los desastres naturales, el TEG nuclear que propone Corea del Norte y la espiral de violencia política en Venezuela. Pero en ese país del Sudeste Asiático el mundo se enfrenta nuevamente ante su hipocresía más explícita, ante su incapacidad de cumplir con su promesa de “Nunca más” un genocidio, “Nunca más” una limpieza étnica de un pueblo desprotegido.


Los crímenes, el odio y el desamparo que se ven en Myanmar, lamentablemente, no son nuevos, pero a diferencia de la Alemania nazi, del Imperio Otomano, de la Serbia de Milosevic y de la Ruanda de los 90, esta vez las masacres y la expulsión masiva tienen una cara visible amable y diplomática: la premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi


Durante años, Suu Kyi fue reivindicada por los líderes de Estados Unidos, de Europa, de la ONU y de las organizaciones humanitarias como una discípula de Mahatma Gandhi y de su resistencia no violenta. Estuvo 21 años detenida, 15 de ellos en su casa. Renunció a su familia y a una cómoda vida en Europa por luchar por una apertura democrática en su país. Finalmente lo consiguió y en 2015 su partido ganó las elecciones. La Junta Militar había creado una ley para que no pudiera ser presidente, pero la premio Nobel de la Paz de 1991 asumió el liderazgo de facto del nuevo gobierno como Consejera de Estado.

Fue una historia épica de superación y convicción y un momento de esperanza para todos los líderes políticos y pueblos perseguidos en el mundo. Pese a que las Fuerzas Armadas se garantizaron una cuota clave de poder en la Constitución que ellos mismos redactaron –al estilo de Augusto Pinochet en Chile–, la comunidad internacional le abrió las puertas de par en par al nuevo gobierno democrático de Myanmar, Barack Obama suspendió de inmediato las sanciones económicas de su país y, con la rapidez que sólo garantiza la voluntad política, las inversiones extranjeras comenzaron a llegar al empobrecido país asiático.

Pero la épica de la líder de 72 años comenzó a resquebrajarse a los pocos meses de asumir, en abril de 2016. En octubre de ese año una nueva guerrilla llamada Ejército de Salvación Rohingya de Arakan (ARSA, por sus siglas en inglés) atacó varios puestos de control policial en el estado de Rakhine, la región costera del noroeste del país sobre la Bahía de Bengala, y mató a nueve oficiales. Según argumentó el grupo armado, lo hizo en represalia por la histórica discriminación y represión de la minoría musulmana rohingya, concentrada en su mayoría en esa zona del país.

La represión que siguió fue calificada por los observadores internacionales más moderados como desproporcionada y provocó una situación inédita: un grupo de ganadores del premio Nobel de la Paz condenó ante el Consejo de Seguridad de la ONU al gobierno de una ganadora del premio Nobel de la Paz: “Como saben, una tragedia humana que equivale a una limpieza étnica y crímenes de lesa humanidad está sucediendo en Myanmar”.

Algunos expertos internacionales advierten sobre la posibilidad de un genocidio. Tiene todas las señales de pasadas tragedias: Ruanda, Darfur, Bosnia, Kosovo”.. Y remata hacia el final: “Suu Kyi es la líder y es la que tiene la responsabilidad primaria de liderar, y de liderar con coraje, humanidad y compasión”.

La carta fue firmada por 12 premios Nobel de la Paz, dos Nobel de Medicina y dos ex primer ministros italianos, entre otros, y entregada al Consejo de Seguridad de la ONU en diciembre pasado.

En otro gesto poco usual en el mundo de la diplomacia humanitaria, el jefe de la agencia de la ONU para refugiados en Bangladesh, John McKissick, había advertido en una entrevista que el “objetivo final” del gobierno de Myanmar es “la limpieza étnica de la minoría musulmana” rohingya. En otras palabras, la desaparición –a través de asesinatos, destrucción de sus hogares y expulsión del territorio– de esa comunidad en el país.

Siguiendo los tiempos burocráticos que sólo la voluntad política acorta o elimina, la ONU emitió su propio informe este año, en febrero. La descripción fue casi la misma, aunque el vocabulario fue más medido.

“Violaciones grupales masivas, asesinatos –inclusive de bebés y niños–, golpizas brutales, desapariciones y otras serias violaciones a los derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad de Myanmar en la zona bloqueada del norte de Maungdaw, en el norte del estado de Rakhine”, aseguró el Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU, el Príncipe Zeid Ra’ad Al Hussein de Jordania, al presentarlo.

“Especialmente repulsivos fueron los relatos que involucraban niños, por ejemplo los de tres chicos de ocho meses, de cinco años y de seis años que fueron masacrados con cuchillos. Una de las madres contó cómo un hombre le cortó la garganta con un cuchillo a su hija de cinco años, cuando ésta intentaba evitar que la violaran frente a sus ojos. En otro caso, un bebé de ocho meses fue supuestamente asesinado al mismo tiempo que cinco miembros de las fuerzas de seguridad violaban a su madre”, destacó.

Naciones Unidas analizó las pruebas y los testimonios y ordenó enviar una misión investigadora al país, pero el gobierno de Myanmar, el mismo que de facto dirige la premio Nobel de la Paz, se negó a otorgar las visas y los permisos necesarios.


En ese país del Sudeste Asiático el mundo se enfrenta nuevamente ante su hipocresía más explícita, ante su incapacidad de cumplir con su promesa de “Nunca más” un genocidio.


Suu Kyi habló con la BBC tras esa decisión y afirmó: “No creo que haya una limpieza étnica. Creo que la expresión limpieza étnica es demasiado dura para describir lo que está pasando”.

Sus defensores sostienen que la veterana dirigente no tiene poder real sobre las Fuerzas Armadas, quienes además conservan tres ministerios claves –Asuntos Fronterizos, Defensa y Asuntos Internos, del que dependen las fuerzas de seguridad no militares– y siguen siendo un actor central de la economía, una herencia después de casi 50 años de dictadura.

Pero aún así, Suu Kyi, hija de un general y emblemático líder de liberación nacional que fue asesinado apenas meses antes de la independencia del Imperio Británico, decide seguir al frente del gobierno, ser la imagen legitimadora frente al mundo y, quizás lo más importante, repetir el discurso de los militares y los sectores nacionalistas.

“Son musulmanes matando a musulmanes también, No se trata de una limpieza étnica. Se trata de gente en diferentes lados de una grieta y es esa grieta que estamos tratando de cerrar. O al menos no ampliarla más”, explicó la premio Nobel de la Paz, quien como el poder militar y budista, no habla de rohingyas, sino de musulmanes. Más tarde la misma dirigente acusó a trabajadores humanitarios de “ayudar a terroristas” en el estado de Rakhine.

Según el discurso oficial del Estado Myanmar y de los monjes nacionalistas de la religión mayoritaria, el budismo, los rohingyas no existen como tal. Son inmigrantes que llegaron con la colonización británica de la región de Bengala en India e inventaron, dicen, el nombre de rohingya para diferenciarse de la población musulmana de esa región india y de la vecina Bangladesh.

En agosto pasado, la cadena de noticias Al Jazeera entrevistó a uno de los monjes budistas que propagan el odio anti rohingya. Sin dudarlo y sin indirectas describió a esta minoría como una quinta columna –un argumento muchas veces utilizado en genocidios pasados– y propuso que fueran reubicados en otros países de mayoría musulmana –una sugerencia que recuerda el cínico llamado de Adolf Hitler a que Estados Unidos reciba a los judíos alemanes perseguidos.

Si quieren vivir en Myanmar tienen que respetar nuestras leyes y nuestros valores culturales. Si tenemos un partido de fútbol entre Myanmar y Bangladesh, ellos apoyan a Bangladesh. Creemos que trabajan por los intereses de otros países, como Bangladesh, pese a que están viviendo en nuestras tierras y comiendo nuestra comida”. “Hay 57 países islámicos en el mundo. Si los líderes de esos países aceptaran a esta gente, no habría más problemas en este país. Deberíamos considerar esa idea”.

La realidad que cuenta la comunidad rohingya es bastante diferente. Los líderes y activistas de esta minoría sostienen que hay evidencia de sus ancestros en esas tierras desde el siglo XII y que, pese a compartir la religión con muchos de sus vecinos en Bangladesh y bengalíes de India, ellos hablan otro idioma y tienen una historia y costumbres diferentes.

Indistintamente del debate histórico, nadie niega que los rohingya estaban allí cuando el país se independizó. Sin embargo, nunca tuvieron plena ciudadanía y, con el tiempo, los pocos derechos que les habían dado se fueron esfumando. Tras el ataque guerrillero de 2012, habían perdido su derecho a votar, a ser votados, a casarse y moverse en el territorio libremente –muchos viven hace años en campos cercados por alambre de púas y policías–, y su acceso a la salud, educación y al mercado laboral habían quedado muy limitados. Desde hace dos años, el gobierno oficialmente los reconoce como bengalíes extranjeros.

Todo empeoró aún más cuando el 25 de agosto pasado ARSA lanzó un nuevo ataque en Rakhine contra las fuerzas de seguridad de Myanmar. Según el gobierno más de cien personas murieron en los enfrentamientos, la mayoría guerrilleros rohingyas.

Con el nuevo ataque llegó una nueva ola de represión. Las principales organizaciones internacionales y humanitarias tuvieron que suspender su trabajo en la región y ningún periodista extranjero puede entrar en la zona. La ONU informó esta semana que todas sus agencias dejaron de distribuir ayuda, otras organizaciones importantes reubicaron a su gente y sus recursos en la vecina Bangladesh, a donde cruzaron más de 123.000 rohingyas desde octubre.

El éxodo masivo no es nuevo. Entre el ataque de ARSA en 2012 y la apertura democrática en 2015, la ONU estima que 112.000 rohingyas huyeron al país vecino y, si se calcula desde los años 70, se cree que más de un millón de musulmanes de esta minoría escaparon, la mitad a Bangladesh, y el resto a países cercanos como Malasia y Pakistán, e inclusive a tierras más lejanas como Arabia Saudita.


La violencia en Myanmar posee todas las señales de alerta que, al menos, deberían hacer sospechar sobre una posible limpieza étnica: negación del pueblo, odio racial, masacres, expulsiones masivas y, ante todo, un esfuerzo constante de las autoridades a cargo de que el mundo no se entere lo que está sucediendo allí. Mientras tanto, las inversiones extranjeras siguen lloviendo y los líderes de las potencias mundiales y el Consejo de Seguridad de la ONU se mantienen en silencio.


Malala Yousafzai, la niña paquistaní que se negó a ser una víctima más de los talibanes y se convirtió en una defensora mundial de los derechos de los jóvenes, puso esta semana en palabras lo que ningún líder mundial aún ha hecho, pese a que desde la Segunda Guerra Mundial la comunidad internacional promete que “Nunca más” se repetirá un genocidio o una limpieza étnica. De una premio Nobel de la Paz a otra le escribió en Twitter: “En los últimos años condené en repetidas ocasiones este trato vergonzoso y trágico. Todavía estoy esperando que mi colega Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi haga lo mismo. El mundo está esperando y los musulmanes rohingyas están esperando”.

 

*Por María Laura Carpineta para Revista Zoom.

Palabras claves: Aung San Suu Kyi, genocidio, Myanmar, Premio Nobel de la Paz

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