Incendio en Córdoba: crónicas desde el fuego

Incendio en Córdoba: crónicas desde el fuego
22 agosto, 2017 por Redacción La tinta

Por Daniel Díaz Romero para Sala de Prensa Ambiental

I. El humo seca la boca y los labios; el beso del fuego ha dejado su huella. Roce de muerte y eclipse. Tras su marcha queda un lastimoso paisaje: las sierras se asemejan a tizones apiñados uno junto al otro. Colinas ennegrecidas que exhalan su hedor a humo y tristeza. Bosques, pastizales y montes desaparecieron por la noche. La vida también.

Recorremos a pie el faldeo de un cerro y vemos esqueletos de árboles calcinados. Los campos están ceñidos por los alambrados: la mayoría caídos y arrastrados al suelo muerto por la caída de los postes.

Los que aún quedan erguidos muestran su testimonio macabro: vacas de pie, contra la alambrada que impidió su huida transformándose en mortal celada. Sin vida, están inflamadas hasta el punto que parecen estar a punto de romperse. La boca abierta, suponemos ahora, arrojó su último chillido. No hubo escapatoria.

Sobre una loma, aparece la menuda silueta de doña Cristina, apesadumbrada y nerviosa, que pide novedades acerca del avance del fuego, angustiada por la suerte de sus vecinos. Mientras, mueve sus animales del corral de piedra: vacas, ovejas y alborotadas gallinas con sus pollitos por detrás.

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II. Llegamos a media tarde. Desde el camino, el sol ilumina con un extraño color amarillo, y al bajar la ventanilla del automóvil se introduce un olor áspero. No vemos las sierras a nuestra derecha, tras el manto de un humo espeso.

En el lugar, atravesando caminos de tierra, divisamos lejanas columnas de humareda, señales erguidas que, amenazantes, muestran que el demonio de fuego se agazapa tras las sierras, esperando asestar su estocada infernal. Juega con los nervios y las fuerzas de sus contrincantes: pobladores serranos, criollos y ciudadanos conversos que indefensos como niños, ruegan por su suerte esta noche.

En el camino las pircas centenarias atraviesan los cerros. Los arroyos y los accesos de tierra, desprovistos de vegetación y los arroyos son la última esperanza para que el fuego no se expanda y reduzca -en minutos- a negros escombros las viviendas, tras su bestial ataque.

Al fin llegamos a nuestro destino, y el viento descontrola todo con ráfagas que empujan el fuego hacia el filo de los cerros, cuesta arriba.

Los pobladores del lugar talan las ramas más expuestas al posible contacto con el fuego, mientras las chimeneas del cerro siguen escupiendo su humo al cielo. La tarea concluye cuando la tarde empieza a desvanecerse y signos fatales inundan el ambiente de preocupación: grandes bandadas de aves atraviesan el cielo estrepitosamente. Una tras otra, se suceden velozmente con un griterío desmesurado.

La noche se desploma y una extraña claridad abraza al monte. Este fenómeno llama la atención y obliga a recorrer varios kilómetros a la redonda. El camino es escarpado y solo pueden ingresar caballos y vehículos de doble tracción.

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(Imagen: Sala de Prensa Ambiental)

III. El espectáculo es avasallador en la cima del cerro al que accedemos penosamente, trepando entre espinales y afiladas piedras. Entonces, lo temido se presenta ante nuestra contemplación: un frente de 7 u 8 kilómetros de fuego se arrastra serpenteante por la cima de una cadena de cerros. Para quienes presenciamos el fenómeno por primera vez, el fuego ejerce un efecto hipnótico que no permite quitar la vista de aquella frenética cadena de fuego que se extiende hacia los costados.

Nos acompaña el absoluto silencio y la soledad más profunda en medio de la nada. Silencio quebrado por el crujir de las cortezas arbóreas y el estallido seco de las piedras que toman fuego. Toc, toc, toc, el estruendo señala los añosos árboles que se consumen indefensos.

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IV. En los caseríos serranos, las familias se resguardan y las viviendas son visitadas por quienes traen novedades. En este caso, acompañamos a un poblador que recorre enormes distancias, alertando a sus vecinos del avance de las llamas.

Lenguas de fuego mayores a los 10 metros de altura se yerguen en el sur, e inmediatamente se estampa una muralla china ardiente que se mueve zigzagueando, avanzando y consumiendo la vida que atrapa. Una muralla china incandescente que baja enloquecida arrasando todo a su paso.

Avanzada la medianoche, camionetas atraviesan los caminos de tierra, moviéndose en un clima de angustia. El cansancio mella a los exhaustos pobladores. La tensión, el pánico y la impotencia se combinan en estas horas y la mudez gana los hogares. La cena convoca rostros fatigados alrededor de las mesas y permite organizar la guardia durante la noche. Un sillón playero enfrentado a la ventana de la casa es el puesto para quien ejerce el primer turno de vigilancia.

Todos miran el resplandor detrás de la loma, temiendo la aparición de un monstruo incontrolable que avanza sin piedad.

El sueño gana por momentos y la oscilación brusca de la cabeza golpea la conciencia de quienes luchan contra la duermevela, hasta que un grito de alerta interrumpe el débil descanso del resto de la familia. La voz señala la ventana por la que aparece un resplandor rosado que ingresa por el vidrio del ventanal. El fuego está más cerca.

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V. La elección de un calzado fuerte, abrigo y gorro son el preludio para ascender hasta la cumbre que nos recibe como improvisado mirador. Con ojos adormilados y cuerpo lacerado por púas y pedruscos durante el ascenso, observamos una cola de incendio que se desprende hacia el norte; mala señal.

Nos preguntamos ahora cómo detener el fuego insaciable. Voraz y licencioso avanza aún más y se extiende. Abajo se escuchan gritos y luces de linternas se mueven de un lado a otro.

Bajamos y nos encontramos con una antigua camioneta Ford. Su color rojo es señal inequívoca de pertenencia a algún Cuerpo de Bomberos. Allí, abajo en el cañadón, un puñado de Bomberos Voluntarios provenientes del norte de la provincia, empujan el vehículo, intentando ponerlo en marcha sin resultados. Son 8 jóvenes que vienen de Deán Funes acompañados por su tonada pueblerina. Se encuentran en una geografía extraña, desde hace larguísimas horas combaten focos de incendio y equivocaron el camino en su persecución del fuego. La camioneta no esta preparada para estos caminos empinados.

De repente, una voz anuncia que está en camino un tractor que tirará del vehículo de Bomberos. Así, nos sentamos sobre las piedras y conversamos con los voluntarios, sin dejar de mirar el resplandor que asoma entre los dos cerros más próximos. Destello que ilumina los cerros de enfrente. Adivino que todos sospechamos que el fuego es un demonio que se burla de nosotros.

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VI. Sólo “Piky” y “el Negro” atesoran ánimos para conversar. “Piky” estuvo en el Amazonas hace algunos años, combatiendo el fuego.

“El Negro”, bombero voluntario desde hace 21 años, bromea acerca de él. Hablan del fuego y de la muerte que conocen tan de cerca. Cuentan del trágico alarido de animales que en la mañana vieron morir, rodeados por el fuego y los alambrados: “Expulsan un alarido que parece el llanto de un bebé, mientras el fuego consume su carne”, dice el Negro.

El bramido del tractor llega para remolcar la camioneta de los Voluntarios, a la vez que la cima del cerro se ilumina por los potentes faros de una camioneta 4×4. Uno de los bomberos sube con dirección al vehículo, en cuyo interior se encuentra un joven matrimonio con dos pequeños.

El bombero habla con el joven jefe de familia y le pide que los traslade hasta el arroyo para cargar sus mochilas de agua, pero el joven se excusa aduciendo que no tiene lugar, señalándoles su cuadriciclo utilizado para el paseo de fin de semana largo. El bombero insiste con urgencia y el joven aduce nuevamente que no hay lugar en su camioneta.

La miseria humana toma cuerpo entonces. Los bomberos, sin pedir permiso, bajan el cuadriciclo. Raudamente pasa a un costado un Rastrojero cargado de palas, picos, machetes y pobladores de rictus peregrino.

Los Bomberos Voluntarios trabajaron toda la noche sin descanso. Ahora sólo vemos sus oscuras siluetas a lo lejos, con dirección al fuego. Probablemente no los volveremos a ver, y nos vamos recordando sus últimas palabras: “En bosques como éstos, el fuego es muy jodido, estás chicoteando y las llamas giran y te atrapan. Tenés que estar atento y salir corriendo”.

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(Imagen: Sala de Prensa Ambiental)

VII. La temperatura es elevada y el aire oprime: campos, ranchos, casas y reservorios naturales van cayendo uno tras otro ante nuestra mirada. Caminamos sobre senderos de tierra adentrándonos en donde el fuego se abalanza por las laderas, formando un túnel centelleante de fuego y humo. Ramilletes de brazas crujen, trepándose a las copas de los árboles.

Giramos nuestra mirada hacia los costados y el paisaje es asombroso. Esta mañana eran cerros verdes, ahora son oscurísimos montículos de piedras y brazas gigantescas de varios metros de altura. El estremecimiento es común: los árboles nos miran; un hálito de vida les queda y nos reconocen, imploran clemencia mientras las llamas los tragan desde la tierra. Los algarrobos figuran árboles de navidad incandescentes. Pequeños puntitos anaranjados se transforman en enloquecidos remolinos de fuego y todo empieza a morir ante nuestra vista.

Regresamos buscando un arroyo cercano. Son las 3 de la mañana y estamos sin dormir. La desesperación le gana al agotamiento y en nuestro camino nos topamos con el éxodo de animales que huyen del fuego en marcha forzada. La madrugada se instala y el resplandor del fuego que nos rodea, ilumina la noche simulando la luz del atardecer.

En un nuevo movimiento, en el camino nos topamos con una casa y con la angustia de una mujer, pero rápidamente el desasosiego se transforma en llanto desesperado y en su contemplación nos implora ayuda, al menos consuelo.

Me distraigo pensando qué suerte estarán corriendo los Bomberos Voluntarios con quienes nos topamos en la hondonada y que se despidieron de nosotros para ir detrás del fuego.

Un cielo limpio se muestra al amanecer. El espeso humo irrita los ojos y las vías respiratorias. Miramos pasar un puñado de pájaros que se internaron en una densa nube de hollín. Los vemos entrar en el nubarrón de humo y aunque esperamos que salgan no lo hacen; la humareda los fagocita, mientras el viento enloquece y obliga a danzar al fuego; quiere verlo bailar.

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VIII. Aquí nadie duerme desde hace días. A partir que los animales, en sus corrales de piedras, se mostraron inquietos, presagiando el fuego. Trepados a una sierra, acarreando agua desde el arroyo, un pequeño grupo de pobladores hace un pasamanos para combatir las llamas.

Nos miramos en silencio y volvemos a pensar en la suerte de los Bomberos Voluntarios con que nos topamos la medianoche anterior.

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IX. Detrás quedaron serranos desamparados y sin consuelo. Estamos de regreso, camino a Córdoba con la radio encendida. Escuchamos, entonces, a altos funcionarios provinciales hablando de modernas autobombas, aviones hidrantes, helicópteros e infraestructura adecuada para el manejo de los incendios en la provincia, cosa que no conocimos.

Al instante resuena en nuestros oídos la voz resquebrajada de una ancianita que dice que al “Inglés” se le quemó todo.

Los ecosistemas se recuperarán penosamente dentro de 20 o 30 años -los que logren hacerlo-. Fuera de las grandes ciudades, una vez más, el trabajo y la esperanza intentarán olvidar el infierno vivido, y sospecho que como a nosotros durante varias noches, al cerrar sus ojos el fuego aparecerá en sus pesadillas.

* Por Daniel Díaz Romero para Sala de Prensa Ambiental

Palabras claves: Incendio forestal, Monte Nativo

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