Nuestro símbolo inglés
Por Esteban Viu para La tinta
Camino por la Avenida Del Libertador en dirección a micro-centro, de noche, con destino errante. Detrás de mí se alza la Torre de los Ingleses (actualmente Torre Monumental), iluminada con suaves tonos azules que, al desplegarse por la estructura, se diluyen en un blanco tenaz. Giro la cabeza y direcciono la mirada una vez más: esa torre, encerrada en los colores de la bandera argentina, no hace más que envolverme en preguntas y respuestas irónicas. Observo su reloj que marca la 1:10 a.m. y apuro el paso.
La Av. Del Libertador se transforma en Avenida Alem, punto de ubicación de las Catalinas Norte. En ese complejo de edificios suntuosos se alojan, al calor del capital, diversas multinacionales (IBM, BBVA, Bank Boston) y varios hoteles de lujo. Entre tanta altura y vidrio me siento ínfimo y ajeno, pero el vértigo no me obtura la conclusión: el paisaje entre la Torre de los Ingleses y el complejo guarda cierta lógica transnacional que no resulta ajena. Invasiones de toda estirpe, empréstitos históricos y otros que harán historia, inversiones tan negadas como ansiadas o incluso el rock y el fútbol conforman una tragicómica historia que se entreteje, con precisión y meticulosidad, al norte del mundo. Y la torre está ahí, de guardia hace más de un siglo, observando con pulso sereno el trajinar extasiado de la ciudad.
Este monumento a la estética, que replica a menor escala el reloj del Big Ben de Londres, fue un obsequio de la colectividad inglesa al país para celebrar el centenario de la revolución. Casi un siglo después de las expediciones militares que fracasaron en su intento de anexar territorio argentino, los hijos de la madre tierra colonizadora purgaban sentimientos con la construcción de la torre. Al mismo tiempo comenzaban a aterrizar los primeros grandes capitales al país. La colonización se metamorfoseaba y las armas decantaban en un incipiente sistema financiero anexador de subjetividades.
El 24 de mayo de 1910 estaba previsto que una comitiva británica participara, junto a autoridades nacionales, de la colocación de la piedra fundamental de la torre. Sin embargo, por el fallecimiento del rey Eduardo VII, el acto se canceló. Ese guiño del destino, que parecía negarse a celebrar la insurrección a la par de los custodios de la estabilidad, fue eludido y el acto se concretó en noviembre del mismo año. Asonada e imperialismo, insurrección y espera, en fin, Argentina e Inglaterra estrechaban saludos mientras se cimentaba la torre. Y para que la conciencia colonizada no se esfumara con la celebración, los materiales de construcción y el personal técnico encargado de elevar el monumento fueron importados de Inglaterra. Revolución si, emancipación no parecían festejar.
La edificación, en 1916, parecía el custodio de Retiro, resguardando fronteras desde sus 75 metros de altura. En fotos de la época se la observa solitaria, con los alrededores despojados de edificaciones megalómanas o desamparados sin techo que brotan en este invierno gélido y liberal. Hasta 1936 fue el emblema de Buenos Aires marcando su hora oficial. El hijo del Big Ben entraba en mareas confusas de colonización que no moría y liberación que no nacía. El símbolo de la ciudad revolucionaria era un símbolo inglés emplazado en lo que supo ser el mercado de esclavos. Una burla a la historia, un guiño clasista.
En la cúpula del monumento se encuentran cinco campanas de bronce que suenan cada cuarto de hora, con las mismas notas que el Big Ben. Cuatro campanadas a las y cuarto, ocho a las y media, doce a las menos cuarto y 16 a la hora en punto. Por los canales auditivos de cualquier argentino que circula por la zona, resuenan las mismas campanadas que tocan el oído de un londinense. El Gran Sueño Sudamericano.
En el año 1942, mientras agonizaba, el presidente Roberto Ortíz, que vivía a pocas cuadras, enviaba un empleado todas las noches para impedir que las campanas sonaran y así descansar mejor. El 15 de julio Ortíz falleció y las campanas fueron libres de sonar hasta la actualidad. Hubo una sola modificación, y fue su nombre. En el año 1982, durante la Guerra de Malvinas, el monumento pasó a denominarse Torre Monumental. Sin embargo, los engranajes del imaginario colectivo conservan el título original: Torre de los Ingleses.
Para llegar a la cima hay que subir una gran cantidad de peldaños por una escalera angosta y derruida por el tiempo. A pesar del trabajo, la vista es inigualable. Asomando por el balcón de rejas, se observa la estación de Retiro, el puerto y, en un buen día, la costa de Uruguay. Al dar la vuelta, aparece el Kavanagh y la plaza San Martin que esconde, tras su tupida arboleda, el monumento. Dándole la espalda, con su índice marcando un horizonte diametralmente opuesto, se erige la estatua del libertador: José de San Martín, con mirada penetrante y seria, nos indica que no todo está perdido. Sólo hay que saber mirar.
*Por Esteban Viu para La tinta.