Prefiero leerte antes que ver un partido

Prefiero leerte antes que ver un partido
19 julio, 2017 por Redacción La tinta

No lo decimos nosotros, lo dice Jorge Valdano, uno que jugó y piensa esta cosa del fútbol. El Negro Fontanarrosa sigue viviendo en sus obras y en un nuevo aniversario de su partida física, atesoramos sus libros como el arquero que atenaza la última pelota del partido. Un prócer en mezclar fútbol y literatura, alquimia bastardeada por los intelectuales. Por suerte nunca los oyó: «Algunos habrán ocupado sus horas leyendo a Tolstoi, mientras yo leía El Gráfico».

Por Redacción La tinta

Nadie ejerce mejor que el Negro Roberto Fontanarrosa el extraordinario poder de convertir lo simbólico en real. A veces su humor nos distrae y oculta la profundidad de una mirada inteligente y casi amorosa hacia el fútbol. Prefiero leer al Negro a ver un partido.Jorge Valdano

Así definió Jorge Valdano, el filósofo del fútbol y campeón del mundo en México ´86, lo que pensaba y sentía sobre los cuentos y relatos del escritor y dibujante rosarino. Se lo dijo al periodista Ariel Scher en 2006, para una colección de entrevistas con referentes del deporte.

«Prefiero leerte antes que ver un partido» quizá sea el máximo de los elogios que pueda recibir alguien que se aventura a hacer literatura con el fútbol, una rama bastante bastardeada en el mundo del arte escrito.

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Según Alejandro Dolina, en la unión entre fútbol y literatura «la que sale perdiendo es la literatura, ya que el lenguaje utilizado es el de los relatores futbolísticos y no el de los escritores».

Para Valdano, los prejuicios de los intelectuales hacia el fútbol son históricos y hasta recuerda con gracia el día que Gabriel García Márquez le dedicó un libro en 1985 agradeciéndole el haber colaborado para la eliminar las chances de la selección colombiana de clasificar al mundial del siguiente año.

Así como no renegaba de las malas palabras, al punto de llevar su disertación sobre el tema al III Congreso Internacional de la Lengua Española en 2004, tampoco de lo que dice Dolina: «Algunos intelectuales serios habrán ocupado sus horas leyendo a Tolstoi, mientras yo leía El Gráfico». Cortito y al pie, sencillo como su escritura.

Desde este espacio estamos convencidos que si Fontanarrosa y Marcelo Araujo compartían el mismo lenguaje, uno la reventaba contra el alambrado de la forma más despreciativa y el otro dibujaba caños y goles de palomita, como el de Aldo Pedro Poy a Newell’s el 19 de diciembre de 1971.

Ya lo dijo el otro Negro, el propio Dolina, no podemos pensar las cosas como Los Refutadores de Leyendas que creían que la novela Madame Bovary consistía «en una cierta mezcla de medio kilo de papel y un cuarto de litro de tinta».

Sólo aquellos que hemos leídos sus cuentos y no nos avergonzamos de la piel de pollo que nos generaron algunos párrafos – quizá por sentir esa empatía resultante del deseo infantil y la frustración adulta de «no ser»– atesoramos sus libros como el arquero que atenaza la última pelota del partido.

Pero el Negro era más que un escritor que escribía historias de fútbol. El Negro se encargaba de contarte una buena historia. Reynaldo Sietecase, periodista, escritor, rosarino y canalla, rescata de «Palabras Iniciales» la explicación que el Negro daba para zanjar cualquier discusión narrativa y gambetear todo prejuicio intelectualoide haciendo uso de una idea que expuso John Irving en su obra El mundo según Garp:

´Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber cómo termina la historia´. Buena, John, me gusta eso. Te están contando algo, querido lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está contando, por ejemplo en el club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el culo a patadas cuando se puso pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés que ir, porque tenés que trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o el auto mal estacionado, o porque tu propia mujer te va a armar un quilombo de órdago si de nuevo llegás tarde como la vez pasada. Pero te quedás, carajo. Te quedás porque si hay algo que tiene de bueno el sorete de Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los dioses (…) le pedís a Chiquito que la haga corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la grúa, que ya se te habrá carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí porque querés eso que el mal nacido de John Irving decía con tanta gracia: querés saber cómo termina la historia, querido, eso querés”.

A más de 10 años de quedarse a vivir sólo en su obra, no nos queda otra que recordar uno de sus mejores escritos: “Viejo con árbol”. Quizá el más hermoso de sus cuentos cortos. Tan brillante que formó parte del ciclo de ficciones que la TV Público produjo en 2007 y que el mismisimo Jorge Sampaoli usó como inspiración para su cuento «Técnico con árbol».

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Viejo con árbol

Por Roberto Fontanarrosa

A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.

Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.

Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.

—Ojo con la vía -alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.

—No pasan trenes, casi -tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.

—¿No vino la hinchada?-ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo-. ¿No vino la barra brava?

Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.

—La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá -bromeó alguno.

—Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.

Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano, aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.

El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.

—¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.

—No -sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado-. Música -dijo después, mirándolo de nuevo.

-¿Algún tanguito? —probó el Soda.

—Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.

El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.

—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.

El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.

—Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado.

El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.

—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno… Eso, eso es la escultura…

El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.

—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así… Bueno… Eso, eso es la pintura.

Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.

—Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio… Bueno… Eso, eso es la danza…

El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.

—Y escuche usted, escuche usted… —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—… la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí… Bueno… Eso, eso es la música…

El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.

—Y vea usted a ese delantero… —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—… ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia… Bueno… Eso, eso es el teatro.

El Soda se tomó la cabeza.

—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.

—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?

El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.

—…¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.

—Y eso… —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—… Eso es el fútbol.

Palabras claves: literatura, Roberto Fontanarrosa

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