Neoliberalismo y barrios marginales

Neoliberalismo y barrios marginales
13 julio, 2017 por Redacción La tinta

La derrota del estado, las clases de supervivencia y la política que todavía no podemos imaginar.

Por Manuel Fontenla para La tinta

Podría comenzar diciendo que este texto es una etnografía urbana (algo que está bien de moda), pero sería mucho más acertado decir que la esencia de este texto son los apuntes de una pequeña libreta de notas de un militante social. Apuntes que nunca se pensaron como una etnografía, sino como imágenes que se fueron escribiendo a fuerza de impresiones y vivencias en un asentamiento en las afueras de la capital de Catamarca, y producto de las cuales, he ido rumiando algunas ideas durante los últimos ocho meses de habitar todas las semanas ese territorio marginal. En esas notas, largamente releídas y repasadas, he logrado encontrar una clave de comprensión para una pregunta que desde el minuto cero de la llegada a esas calles de tierra, impregno mi experiencia y mis pensamientos, ¿cómo se explica el arrollador avance del neoliberalismo en los sectores populares de nuestro país?

Intentaré resumir esa respuesta en una gran conclusión, que, si bien simplifica mucho a priori, sirve de marco para ir dando sentido a todas las complejidades que vendrán luego. Esta es mi conclusión de militante-investigador:  el imaginario del ascenso social está muerto.  Esta conclusión, que tal vez no parezca ni muy arriesgada ni muy brillante, creo yo, puede ayudar a explicar una buena parte del avance del neoliberalismo en los barrios marginales, y lo que la política (un tipo de política) puede o no hacer en estos territorios.

Empiezo por una de las ideas más reiteradas del imaginario cultural del neoliberalismo racista argentino: “los pobres quieren vivir en la pobreza, son vagos, no quieren progresar”. No puede haber falacia más grande que esta. Ahora bien, ¿las “necesidades vitales”, primarias, son las mismas para todas las clases sociales? Desde luego que las condiciones materiales indispensables, son muy distintas en un barrio marginal, que en un barrio de clase media. Para decirlo simple, al contrario de lo que sostiene el imaginario racial medio-burgues, un televisor (esa imagen de la antena de DirecTV en un techo de chapa, tan instalada en las postales argentinas) un celular o una computadora, esos aparatos, forman parte de las condiciones materiales indispensables de vida en un barrio marginal. Me explico, muy lejos de ser una fuente de “entretenimiento” o “información” como puede ser para un hogar de clase media, en un asentamiento o villa, donde en una misma habitación de 3×3 mts conviven 8 personas, donde las posibilidades de recreación son mínimas, donde la pobreza se traduce en una clara imposibilidad de crecimiento y desarrollo en condiciones favorables, donde no hay la posibilidad de jugar en el patio, de ir al living a leer, al cuarto de la computadora, al cuarto propio a desarrollar la actividad que sea, donde no hay un lugar para sentarse a “estudiar”; incluso cuando el afuera (sin estigmatizar) es un espacio de riesgo latente para el ingreso de los más jóvenes al mundo de la manipulación delictiva (venta de porro, celulares robados, siempre con iniciativa y complicidad de la policía, etc. etc.); incluso en esas condiciones, ese televisor, esa computadora, se vuelve parte de las condiciones esenciales de vida y armonía de esos precarios, pero no menos amorosos, hogares.

Poder mirar estos matices, y la forma en cómo la tecnología permea las relaciones sociales en estos contextos, se volvió en mi día a día en el barrio, fundamental para poder entender cómo se construyen las subjetividades en el neoliberalismo. No solo para señalar las (falsas) “necesidades” que construye el consumo, y sus ficciones de exclusión/inclusión, sino para pensar en esta otra dimensión, que apunta más bien a la organización material de la vida, a la organización del tiempo cotidiano y a una concreta y real sensación de bienestar en relación a estos aparatos. En este contexto, la relevancia “del televisor” como condición material indispensable, ayuda a entender cómo funciona la economía doméstica, los modos culturales y las ideas de bienestar social en estos barrios marginales, en contraposición a ese imaginario de la vagancia, el derroche, la mala administración, etc.

Pienso en lo siguiente: en la sociedad argentina, había dos grandes pilares del ascenso social: por un lado, la cultura del trabajo, y por el otro, la cultura del ahorro. Esta última fundamental, fácilmente rastreable en los estereotipos sociales que promovían revistas, radios y propagandas, desde la década del 80 en adelante. Para ascender de clase, había que trabajar y ahorrar, y con el trabajo y el ahorro, vendrían una casa nueva en un “mejor” barrio, un auto, unas vacaciones y nuevos electrodomésticos. La esencia de lo que hoy se ha renovado como el consumo cultural de las clases medias en base a los cuales se mide el “nivel de calidad de vida”.

Para que estos dos pilares funcionaran, se tenían que dar dos condiciones estructurales complementarias, primero, la posibilidad de que el trabajo generará un excedente (el ahorro), en segundo lugar, que los bienes materiales tuvieran un precio accesible en términos temporales reales, es decir, que, en un plazo de años cortos, se pudiera ahorrar lo suficiente para alcanzar esas nuevas condiciones materiales, y lograr, ese tan ansiado cambio de clase. La cuestión temporal, es de una importancia fundamental para cualquier concepción del cambio, más en condiciones de pobreza donde ese cambio debe materializarse de forma urgente. La temporalidad del ahorro era clara, el consumo estaba en el futuro, primero ahorras después consumís.


Sin lugar a dudas esas condiciones estructurales del ascenso social, han dejado de existir. Por lo tanto, una serie de preguntas se nos vuelven inevitables: ¿sobre qué se sostiene el imaginario del ascenso social? ¿Existen hoy otras condiciones estructurales necesarias para el ascenso social? Y en caso de que sí, ¿cuáles son?


Para intentar responder a estas preguntas, hay que complementar la primera conclusión que afirma la muerte del imaginario del ascenso social, con una segunda conclusión difícil de enunciar de manera resumida. Podría expresarla así: una familia que nace pobre, cuyos padres son pobres, y sus hijos pobres, y que sabe que va a seguir siendo pobre, que salir de la pobreza es prácticamente imposible; para esa persona, su imaginario de ascenso social, es el de una “supervivencia con comodidad y leves mejoras progresivas”. No hay lugar para el tiempo del ahorro, para imaginar un barrio distinto, una casa distinta, una vida distinta. Para una familia de una villa o un asentamiento que vive con 4 mil pesos al mes (en un buen caso de nuestro barrio), necesitaría 25 años para comprar un auto de 100 mil pesos (un auto usado) pudiendo invertir toda su plata en eso, es decir, dejando de vivir. Por lo tanto, las condiciones estructurales, muy pero muy lejos de sostener un ideal de ascenso, han generado los mecanismos necesarios (financieros) para que la gente intentando acceder a alguno de ellos, reproduzca su pobreza en una temporalidad infinita (es decir, un ascenso social en cuotas que se renueva más rápido de lo que se cancela, y que por tanto, jamás se podrá pagar en su totalidad), las más de las veces en grandes negocios de estafadoras legalizadas como las casas de microcréditos. Sobre este punto, una colega me agregaba una reflexión complementaria: hay también una tensión entre una sensación de fijación en un lugar del tiempo y el espacio (pongámosle pobreza a ese lugar) y un mundo que va a un ritmo de cambio y movimiento permanente (ascenso social) que debe tensionar la existencia al mango, debe producir una ansiedad colectiva sacada. Como resultado, no solo no llegas a ahorrar, sino que no llegas a ser un sujeto con las condiciones de acceso al consumo.

El corolario de este argumento es claro: si nunca voy a poder salir de esta situación de endeudamiento, si el trabajo y el ahorro como modos de vida, ya no garantizan la movilidad social, entonces, pongamos toda la atención en el día a día, en el televisor como una condición material indispensable, y en la posibilidad de tener dos o tres veces a la semana, una coca para el almuerzo del mediodía.

En este contexto, lo asombroso,  lo increíblemente acertado del neoliberalismo como modelo cultural de vida, es que puede producir un “estilo de comodidad” y un imaginario de “inclusión” y “éxito social” apto para cada clase social , incluso para las clases sociales de supervivencia1. La felicidad, el bienestar, toman la forma de miles de pequeños gestos consumistas que molden hasta el deseo del más pobre.

Varios resultados hay que pensar respecto del innegable éxito del neoliberalismo logrado en las zonas más marginales como tipo de relación social con el mercado y el consumo de mercancías, que se vuelve transparente en la unificación de los consumos de moda, por ejemplo. Otro dato que se vuelve fundamental, y a la vez poblado de complejidad, es cómo incide en los momentos electorales, este despliegue cultural del neoliberalismo en los sectores marginales.

En los incontables volúmenes que ha dedicado CLACSO al estudio de la desigualdad social en América Latina, se pueden apreciar algunas conclusiones que deberían circular con urgencia, entre ellas, la siguiente: “No sólo las percepciones de alta inequidad coinciden con la profunda desigualdad existente en América Latina, sino que estos datos evidencian también cómo las percepciones subjetivas no se adecuan a los indicadores económicos de manera automática. Cinco años de crecimiento sostenido no incidieron de manera significativa en la percepción de injusticia en la distribución del ingreso por parte de la población, lo cual pone de manifiesto cierta persistencia de la frustración social respecto de la situación real. Y esto es un condicionante para entender las características del conflicto. En definitiva, se podría inferir que la población latinoamericana estaría en una fase –gracias a la democratización, a los avances en los niveles de educación y el acceso creciente a la televisión y a las nuevas tecnologías de la información y comunicación (TIC)– de plena conciencia de su situación y de las injusticias que esta implica. Ya no se perciben las asimetrías sociales como normales, inherentes a un cierto orden teleológico del mundo, sino como evidencias inaceptables, fuentes de malestar y razones por las cuales vale la pena luchar por un cambio social plausible”. Mi experiencia territorial, afirma y confirma cada una de estas líneas.


Los indicadores económicos no modifican las percepciones de manera automática y muy lejos están de hacerlo en los contextos extremos de marginalidad; y lo mismo sucede para las percepciones político-electorales. En este sentido, se vuelve evidente una enorme incapacidad de la política partidaria, gubernamental, institucional, tradicional de tener incidencia electoral en estos territorios. Aviso rápidamente, esto no significa la despolitización de esos territorios. Es más bien todo lo contrario, es una hiperpolitización de articulaciones muy complejas, muy heterogéneas, todo el tiempo móviles y dinámicas, sujetas a cambios provenientes de las más diversas fuentes.


No hay, valga la metáfora, aparato pejotista ni puntero político, por más poderoso que sea, que puede contra los efectos que genera una disputa de vecinas al interior de una comisión vecinal, ni mucho menos, frente a un episodio de infidelidad en el barrio o una tormenta de viento. En otras palabras, lo que prima frente a los momentos electorales es “cierta persistencia de la frustración social respecto de la situación real”. Junto a la dificultad de percibir (experimentar) la relación entre políticas públicas y bienestar social. Más aun, el dato sobre desigualdad es un indicador de gran relevancia no sólo porque refleja una característica clave de la estructura socioeconómica, sino por su valor para describir el “lugar”, en el panorama social, en el cual los individuos se posicionan –o son posicionados– y desde donde miran su entorno cotidiano y político, expresan sus opiniones y toman decisiones. Este es un aspecto significativo sobre todo cuando se consideran las potencialidades de cambio social.

La percepción de desigualdades en una sociedad aumenta la frustración, el sentido de marginación de los individuos y su sentimiento de injusticia, lo cual implica un cierto nivel de insatisfacción y malestar que puede acabar, tanto en manifestaciones relativamente violentas, como en elecciones partidarias “incoherentes” y contradictorias según un interés de clase; ya que lo que mueve dichas elecciones es el profundo sentimiento de rechazo frente a la situación presente y el deseo de un “cambio”, por más abstracto que este sea (volver a chequear la campaña del PRO echa luz sobre esto).

Como resultado de lo rumeado y compartido hasta aquí, se puede hacer visible una siguiente conclusión: existe una enorme indiferencia a los gobiernos progresistas de parte de los sectores marginales, en la medida en que (para la mayoría de los casos) proponen una mejora de condiciones de supervivencia, pero NO la restitución estructural de las posibilidades de ascenso social. Esa imposibilidad, está directamente vinculada, en el nivel micro político, al éxito del neoliberalismo en su creación de imaginarios de “inclusión social” fijado en el consumo, que convive esquizofrénicamente, con la certeza de que ningún ascenso social, es posible. Es una perfecta combinación entre, una realidad de supervivencia con una ficción de ascenso social (no el tradicional quizás, pero algún modo del progreso), tan violenta y tan metida a martillazos por el aparato de disciplinamiento cultural (los mass-medias principalmente) que deviene casi real, y si no es real, al menos es lo suficientemente fuerte como para definir las normas cotidianas de vida; y en lo macro, este mismo fenómeno, tensiona el derrotero del capitalismo a nivel mundial, y los límites que tienen los Estados para disputar los modelos económicos con redes supranacionales y nacionales de poder político-económico-mediático (párrafo aparte merece las posibilidades del Estado al servicio de un gobierno neoliberal, donde claramente se potencian estas formas).


¿Significa todo esto que las clases sociales más pobres y marginales están condenadas? Desde ya que no, pero sí significa, que sus ideales de cambio, su forma de vida, sus deseos de progreso tienen una forma muy diferente a la que imaginan los gobiernos progresistas y a las que están dirigidas las políticas públicas. Formas de vida, para las cuales los estados y partidos no han podido imaginar una política eficaz, y que sí están buscando (a fuerza de prueba de ensayo y error) otras organizaciones políticas-territoriales.


En toda mi experiencia, una enseñanza de la practica territorial cotidiana se vuelve fundamental para cualquier intento de empezar a construir un futuro distinto, intentando convertir cada casa/familia/persona de un barrio marginal, en una comunidad de autoprotección y potenciación de la vida: la política debe comenzar, indefectiblemente, por la restitución de la confianza en los otro/as, por la construcción de algún tipo de compromiso y vinculo político-afectivo-corporal.

Todas las condiciones antes descriptas han dejado como saldo un fondo de desconfianza absoluto, latente y tangible en cada mirada, palabra y acción, y en este sentido, si en algún momento pensamos que el estado había ganado la batalla cultural, habría que pensar más bien, sino es el neoliberalismo el que ha ganado, soterradamente, invisiblemente, la batalla de la despolitización cultural.

*Por Manuel Fontenla para La tinta.
*Docente, investigador y militante social.

Palabras claves: neoliberalismo

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