Mi foto me mima

Mi foto me mima
14 junio, 2017 por Redacción La tinta

La hiperabundancia de selfies intenta reafirmar identidades y presencias. El perímetro de nuestros cuerpos, la fisonomía de nuestras caras, parecen ser la medida de todas las fotos. Cada vez se multiplica más una práctica que permite pensar a las redes sociales como al agua en que se miraba Narciso.

Por Pablo L. Navas para Revista Ajo

‘Quiero mirarte, mirarte y que me mires,

que me mires’

El mató a un policía motorizado

Si decir no siempre fue una tarea difícil para los inseguros, negarse a una selfie en el final de un asado, en medio de un picnic en los bosques de Palermo o en la Torre Eiffel, es doblemente complejo. ¿Cómo no ser catalogado de antipático, aburrido y aguafiestas por aquellos que de golpe —casi siempre este tipo de tomas pretenden ser tomadas de forma repentina, ¡ya!— sí quieren autofotografiarse?

¿Conviene elaborar una genealogía para hablar de este omnipresente recurso estético de época?

El periodista Agustín Marangoni considera que el primer selfier fue Narciso. No era ni la Nikon, ni el Iphone, ni un celular marca Samsung el objeto que le devolvía una imagen tan convocante al punto de ahogarlo en la inexistencia. Era el agua, esa sustancia que “cubre el 71 % de la superficie de la corteza terrestre” y que el cuerpo humano contiene en un entre 60 y 70%, según datos de la dudosa e ineludible Wikipedia.


¿Y qué, si no lo son las redes sociales, sus fakes, los trolls, las notificaciones, sus corazones y pulgares, aquello que hoy ocupa el 71% de la corteza cultural terrestre? Se necesita del refuerzo social virtual como se necesita del agua y si así no lo fuese hay algo que tenemos claro: nuestros perfiles nos devuelven un icono —eikon—, el que más nos encanta —pero en un encantamiento de serpiente— que es a su vez el mismo que nos precipita al ahogamiento de y en nosotros mismos.


Tal vez por eso me parezca la más morbosa y cercana metáfora gráfica de una selfie aquella que hizo el ilustrador barcelonés Joan Cornellà. Un hombre pretende autofotografiarse junto a una chica, solo que en su selfie stick no porta una cámara, sino una 9mm.

Parecen extremarse en la obra propuesta por Cornellá los límites y alcances del aluvión de selfies en la propia vida, pero no podemos negar la relación estrecha entre el cuerpo pulsional y la pantalla. Sin embargo, recuerdo a un psicólogo recién vuelto de Perú contándo cómo tuvo que irse de Machu Pichu por no soportar ver como holandeses, japoneses y norteamericanos arriesgaban su vida al borde del precipicio con tal que salgan sus transpirados rostros en primer plano y las ruinas inmensas algo más al fondo.

El miedo del terapeuta, por qué no exagerado, se justifica en parte cuando uno googlea “muere sacándose selfie” y se encuentra con tres notas de tres días distintos: una chica de 21 años caída desde un puente del centro financiero de Moscú. Otra joven de 18 años, en este caso Rumana, electrocutada en la vía de un tren mientras se retrataba para postear en Facebook su foto. Y por último aparece el típico texto amarillista escrito por algún pasante un día magro en cuanto a novedades, donde la misión radicó en contar esos casos trágicos cuyo comienzo fue registrarse teniendo una experiencia impactante. Entonces el sitio dirigido por Samuel Chiche Gelblung —¿dónde sino?— enumera ocho fatalidades donde las variables “muerte” y “selfie” se tocan.

 Corrida toros en el Houston Bull Run

En su nota “La vida on line”, publicada en la Revista Paco, Ingrid Sarchman, investigadora y docente de la UBA, plantea:


“A caballo entre la ortopedia y el órgano físico, el celular funciona como un puente entre un ‘adentro’ y un ‘afuera’, una especie de extensión del cuerpo que emite y recibe palabras, audio y ‘emojis’ con la misma intensidad que una caricia, una cachetada o simplemente un silencio y por eso puede producir efectos sobre el cuerpo físico. Expresiones como ‘clavar el visto’ para indicar el daño que produce recibir un mensaje y no contestarlo, hacen desaparecer la distancia entre el teléfono y la piel”.


La concepción protésica de la técnica, que en criollo se pronuncia como la idea de extensión del cuerpo, ha sido pocas veces más oportuna. Basta pensar en el selfie stick como objeto capaz de brindar aquello que la biología no presta. A la mitad entre un bastón para el aire y un paraguas que nunca se erige, su utilidad es nada más y nada menos que la integración total. En la foto no alcanza con el paisaje solamente, ni con un cuerpo humano, ni con varios cuerpos humanos. Lo que debe aparecer es un todo integrado en el registro instantáneo. Si Lamarck decía que las jirafas habían conseguido tener ese característico cuello a partir de sus procesos adaptativos al medio, el hombre no quiso seguir estirando el brazo y aprovechó haber creado la fibra de carbono y el titanio para reemplazar las incapacidades naturales de sus extremidades.

Más allá de lo dicho hasta aquí continúa circundando un interrogante: ¿es posible pensar la escenificación social actual y la búsqueda por amontonar recuerdos escindidos de las selfies? Para intentar dar una respuesta a ese cuestionamiento contaré una anécdota.

Mi padre, que se llama Víctor, tenía un amigo que conoció en el Servicio Militar Obligatorio. Su nombre es Rubén y se radicó en Francia a finales de los ’80. Rubén se casó con una mujer peruana, tuvo una hija cuyo nombre es Sofía y nunca más volvió a vivir en la Argentina. Al principio, por teléfono y correo postal, la amistad entre mi papá y su excompañero de colimba siguió sosteniéndose al punto que continuaban hablando cuando irrumpió la conexión a internet, previo ruido inolvidable del dial up. Cuando el mail más utilizado era Hotmail y Yahoo, y no Gmail, Rubén aprovechaba a mandar fotos de sus viajes en fin de semana. En Bruselas, en Alicante, en Praga. Mi papá, pese a ser amante de paisajes nacionales y extranjeros, se quejaba de algo en voz alta: “en todas aparece Rubén”, decía. Eran los 2000 y si bien era insoportable tener que descargar imágenes durante quince minutos para ver al Coliseo diminuto y las caras de Sofía en primerísimos planos, no sabíamos que se estaba adelantando a uno de los ademanes epocales más potentes. Lo que antes podía resultar insólito hoy ha logrado un llamativo poder de instalación en cualquier estrato socioeconómico.

 

Dos turistas en la movilizacion del 1 de mayo de 2014 en Barcelona. Foto AP Manu Fernandez

La penetración de la expresión contemporánea de la que venimos hablando acá, puede deberse en parte a lo innecesario y estéril que sería combatirla, máxime cuando lo que las selfies sostienen, en muchos casos, son ilusiones estéticas que sería demasiado crudo desmantelarlas. Como recientemente apuntó Nicolás Mavrakis: “las selfies que se sacan bajo su propia voluntad esas personas a simple vista devastadas por los más diversos casos de alopecia, de hipertricosis, de acné o de verrugas, y con los más intrépidos divagues óseos en el cráneo y cartilaginosos en la nariz, y las más repulsivas variaciones adiposas en el cuerpo. Presionar el punto de imposibilidad, derrumbar la fantasía de la autoestima, hacer emerger lo real de la fealdad sería cruel, pero sobre todo inútil”.

Y si bien a primera vista el comportamiento de subrayar la presencia en el espacio del registro parece una redundancia imbécil, la lógica de esta práctica se evidencia si se la entiende como reacción. Las selfies son una instancia reactiva al infinito de posibilidades tan prometedor como amenazante que es Google. Si usted en este momento pone en el buscador la palabra “Tahití” aparecerán una x cantidad de fotos, no solo de libros de turismo sino también sacadas por aficionados, o sea las mismas que cualquiera podría obtener viajando a esa isla. Lo que termina sucediendo es que tiene que existir una forma de tipo nueva que se muestre esquiva a la oportunidad de descargar una foto o editarla, que escape al corcet de la reproductivilidad técnica del locus capturado.


Marc Augé teorizó acerca de “los no lugares”, espacios cuyas expresiones identitarias estaban desvanecidas o directamente ignoradas. Photoshop y Google Images han logrado que se pueda incursionar en el no viaje, la no foto. Si en un aeropuerto de India puedo encontrarme en condiciones similares a las de un aeropuerto en Sudáfrica con Google para tener, poseer, una toma de un lugar, no preciso trasladarme. La selfie pretende reafirmar la presencia. De lo contrario se pone en duda la legitimidad de la experiencia y por lo tanto tambalea el reconocimiento ajeno.


La sentencia de Protágoras como medida de todas las cosas, en el siglo XXI adquiere otros formatos para explicar las prácticas estéticas. El perímetro de nuestros cuerpos, la fisonomía de nuestras caras, son la medida de todas las fotos. Con ridículo, gracia o espanto, nos daremos cuenta de todo eso, cuando nos sea dificultoso encontrar una costa sin ojeras y sonrisas que se le superpongan o un campo libre de ojos guiñando o dedos en “V”. Pero cuando advirtamos eso, tal vez ya sea demasiado tarde porque puede ser que estemos, sin éxito, tratando de hacer pie. Como Narciso.

*Por Pablo L. Navas para revista Ajo

Palabras claves: Fotografía

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