El hombre que desafió la corrupción de los 90′ (Parte II)
Por Esteban Viú para Brecha
En abril de 1996 abandonó la clínica y en junio de ese año recibió un llamado de un grupo de periodistas interesados en entrevistarlo. Santiago no dudó un instante y aceptó la propuesta, era lo que había esperado durante un largo tiempo, que su investigación comenzara a levantar vuelo en el ambiente y también su nombre, censurado y silenciado en y por las esferas del poder.
Esa tarde, gris y fría, anuncio de un invierno duro, Santiago esperaba en su living. Escuchó unos pasos apresurados por el pasillo que se detuvieron al unísono. El timbre sonó tres veces. Santiago se levantó de su sillón, hizo cuatro o cinco pasos y abrió la puerta. “En cuanto los vi supe que no eran periodistas”, dice con algo de angustia en la voz. Recibió una trompada con una manopla de acero que le abrió los labios y le arrancó el 60% de su dentadura. Mientras la sangre caliente y espesa bajaba por su cuello, los matones esgrimieron algunas amenazas y abandonaron el lugar. Para ese entonces, el periodista no sabía a qué le temía más: si a la vida o a la muerte.
Tan duro y áspero iba a ser ese invierno que diez días después de haber iniciado, el 31 de Julio de 1996, Santiago sufrió la última agresión. Una madrugada, mientras caminaba por Avenida Corrientes, cuatro personas lo golpearon y arrojaron al suelo mientras gritaban: “dejate de joder con el Banco Nación y con Dadone (ex-director del Banco Nación) porque si no te hacemos mierda a vos y a toda tu familia”. Los gritos y las patadas sobre su cuerpo caído es lo último que recuerda. Despertó en una cama del Hospital Ramos Mejía y en su pecho, con una navaja, le habían escrito: “IBM”. El destino, caprichoso, quiso que el último ataque, el golpe final, fuera a una cuadra del Abasto.
Lo miro y veo en sus expresiones algo de cansancio, agarro su mano y le aviso que me retiro. Asiente con la cabeza y me despide, agradeciendo la charla.
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Al día siguiente llego y está ubicado algunos metros más cerca de la puerta del Abasto porque en “su” lugar había un hombre durmiendo. Según el cartel a su lado, había sido payaso, había conquistado la risa de miles de niños, y el infortunio lo privó de trabajo, familia e ingresos. Con una gran sonrisa dibujada en la parte baja del cartel, apelaba a la solidaridad de los transeúntes.
Mi llegada sorprende a Santiago, que me rastrea con los ojos un poco perdidos pero utilizando el sonido de mi voz para orientarse en el espacio. “Es difícil estar acá, y es bueno que alguien se acerque a hablar un poco. A mí me mata estar acá”, dice con la voz frágil, titubeante. Cuenta que la causa dejó un solo condenado que no cumplió si condena y que IBM continuó manejando la informática del Banco Nación y la de otros bancos importantes que operan en el país. La lucidez mental con que relata su historia contrasta con su cuerpo cansado. Explica que su investigación sobre el caso de Banco Nación fue un ancla que lo hundió en las profundas oscuridades de la profesión. No pudo integrar otra planta de redacción ni lograr que aceptaran sus artículos independientes; su nombre fue censurado y él lo adjudica a la presión del gremio periodístico, “un gremio asqueroso” asegura.
Santiago tuvo 11 hijos, pero la vida le arrancó a dos. Ambas perdidas se produjeron antes de su investigación. La primera, un niño que falleció a los pocos meses de nacer, producto de una enfermedad terminal. La segunda, una hija adolescente que fue atacada mientras esperaba un tren que la llevara a Capital. Según le contaron a su padre, ella intentó huir de los manotazos groseros de dos hombres y, por un paso en falso, cayó al andén cuando la máquina pasaba. “Todavía la extraño”, me dice. Le pregunto por el resto de sus hijos. Santiago cuenta que, con excepción de uno, todos emigraron del país en busca de un futuro más prodigioso y estable. “Tengo hijos en Canadá, en Nueva Zelanda, en Australia y Europa. Sin embargo, mis padres me enseñaron algo. A los hijos no hay que pedirles nada. Mis papás nunca me pidieron nada y yo hago lo mismo con mis hijos”, comenta.
Una mujer se acerca con una botella de agua fresca y algo de dinero para Santiago. “Le traigo agua fresca porque vi que tiene poca. Gracias por lo que hizo, gracias de corazón. Ojalá lo ayuden”, le dice mientras le acomoda la botella al lado de su banco. “Gracias, muchas gracias”, le responde él.
Santiago comenta que ningún gobierno a lo largo de 20 años lo llamó para acercarle ayuda. Una vez que, a mediados de marzo pasado, las cámaras lo encontraran e hicieran de él carne de carroña, la Ciudad de Buenos Aires tomó contacto para ofrecerle un lugar donde vivir. “Les agradecí y les aclaré que no me sirve. Tengo un lugar donde vivir, que literalmente es un sótano, pero vivo. Mi problema central son los medicamentos, los precios me estrangulan”, aclara.
Sin la ayuda de las personas que transitan por la estación Carlos Gardel, él no podría costear los remedios que lo mantienen vivo y los suplementos dietarios que lo mantienen activo. Después de cuatro atentados, la salud pasa factura: sufrió un ACV y tiene dos bypass en el corazón. Necesita nueve remedios y siete suplementos por mes.
El 19 de marzo recibió una llamada del presidente del Banco Nación, Javier González Fraga, que le prometía una ayuda. Santiago aún espera la ayuda que, aparentemente, no llegará. “Todos esos pasos implican mucha burocracia, pero a mí la vida se me apaga. Lo único que quiero es terminar mis días con dignidad. Que alguien recuerde que salvé una de las instituciones más importantes y a miles de familias que dependían de esos salarios que se podrían haber perdido. Y, sobre todo, que no me arrepiento de lo que hice”, insiste.
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*Por Esteban Viú para Brecha