Libres, no valientes

Libres, no valientes
9 mayo, 2017 por Redacción La tinta

“Si no puedo bailar, no me interesa tu revolución”, es la frase de Emma Goldman que se repite como un escudo para rechazar la moralina. Y es lo que reclaman las chicas –y las grandes también, pero ellas están más expuestas–, un tiempo propio que les permita experimentar, un tiempo no productivo más que para su deseo de encontrarse con su comunidad sin tener que enarbolar una valentía fuera de serie. A las chicas, jóvenes y adolescentes, se las mira todavía menos a la hora de pensar políticas públicas que protejan también su derecho a la deriva. Terminar con la violencia machista, protegerlas, exige mucho más que una respuesta represiva a su libertad de movimientos. Escuchar sus voces en lugar de condenarlas es un primer paso para empezar a elaborar respuestas que les permitan ser libres y no sólo valientes.

Por Luciana Peker para Página/12

La ciudad puede ser la misma, pero cambia. Los cuerpos obedientes reposan en sus camas o frente a la computadora que les diagrama series. La seriedad toma el día. En cambio, las chicas desobedientes traman sus juegos en redes sociales y multiplican sus ganas, comen para empezar y comparten el delineador o la risa. Se estiran como sus medias negras a pellizcos o saltan para atrás haciendo de su cuerpo una fuerza sin gravedad. Bajan y suben, se van y se buscan, vuelven y son otras, van para ser ellas mismas. La noche no solo es un tiempo de luna, estrellado de faros que no delatan la vista deambulante. Además es un territorio despejado de desaprobaciones y ambulante por naturaleza, a contrareloj del sentido del deber y a tiempo para el deseo.

La noche no puede ser un territorio de peligro porque -justamente- es el territorio del placer, de la investigación, del ocio y el tiempo con pares, sin productividad reclamada. Sin el derecho al placer y a la noche no hay conquista. Pero el miedo se hace carne con cada chica menos, desaparecida, asesinada o acosada en los talones de una sociedad que asusta como el lobo a Caperucitas que no están en un bosque y ya no son indefensas. No quieren ser valientes, sino libres, gritan y exigen en cada marcha del 3 de junio, 8 de marzo o asamblea en Plaza de Mayo. El miedo no se extingue solo como un soplido de furia o de fe. Pero también se detona con lazos sociales, con sororidad y exigencia de políticas públicas. Pero no solamente que saquen a las mujeres que sufren en su hogar la violencia machista, sino que no limite a las jóvenes y adultas en la calle como un adoquín frente al que nada puede hacer volver atrás.

Pero, muy especialmente, de las jóvenes. En la violencia machista, en los modos que se ejerce, existen claras diferencias de clase y, también, diferencias etáreas. Las chicas están más desprotegidas y a ellas se les dedica menos presupuesto y políticas públicas. Paula Rey, Responsable del área de comunicación del Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (ELA) apunta: “Cuando hablamos de violencia contra las mujeres muchas veces decimos que la casa es el lugar más peligroso, porque es en el ámbito privado en el que ocurren la mayoría de los casos. Sin embargo, durante el monitoreo de medios que realizamos en el marco del proyecto ‘Adolescentes Mediatizadas’ encontramos que esto no siempre es así para las más jóvenes. En el 31 por ciento de los casos los agresores pertenecían al círculo íntimo de la víctima (pariente, pareja, ex pareja) pero en el 56 por ciento de las veces los agresores no pertenecían a su círculo íntimo. Sin embargo, esto no puede justificar que se coarte la libertad de las adolescentes. Las demandas de las mujeres por el derecho a vivir libres de violencias no debiera utilizarse para sostener un viraje a políticas represivas que no dan respuesta a la violencia de género”.


Si las mujeres siempre son señaladas como culpables de lo que, en verdad, son víctimas, las jóvenes son doblemente señaladas. Se les descargan muchos más prejuicios contra sus cuerpos ya sin vida. Y no sólo contra ellas -y sus familias- sino, también, contra las otras, las muchas, las pibas que crecen y se rebelan contra el miedo. Y los femicidios buscan dejarlas quietas. Por eso, hoy y sí hoy más que nunca, la noche es un derecho.


“En la geografía temporal de la ciudad la oposición día-noche se ha constituido, en frontera entre generaciones”, describía el sociólogo Mario Margulis en el libro “La cultura de la noche, la vida nocturna de los jóvenes en Buenos Aires”, editado por Espasa Hoy, en marzo de 1994. Eran los noventa y Eduardo Duhalde, en su carácter de Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, impulsaba una ley para restringir los bailes nocturnos. La noche en sí misma era estrellada como maldición liberadora. “Lo esencial en la significación de la noche para el análisis de la nocturnidad, de la promesa de fiesta que requiere de horas avanzadas, es situarse en el tiempo opuesto, en el tiempo en que los padres duermen, los adultos duermen, duermen los patrones; los poderes que importan, los que controlan desde adentro, están físicamente alejados y con la conciencia menos vigilante, adormecida por el sueño”, resaltaba. Y exaltaba el corazón bendito de las calles apagadas con lucecitas titilantes como en una Navidad para entendidos.

“La noche aparece para los jóvenes como ilusión liberadora. La noche comienza cada vez más tarde. Se procura el máximo distanciamiento con el tiempo diurno, con el tiempo de todos, de los adultos, el tiempo reglamentado, la mayor separación entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio. Este tiempo distanciado, conquistado a contracorriente de las costumbres y los hábitos, este tiempo especial parece propicio para la fiesta”, invita y reivindica: “La noche constituye el territorio de los jóvenes”. Y de ese territorio a las chicas no las saca nadie.

La noche tiene género

“En la noche el tiempo se inmaterializa, los encuentros pueden prolongarse, las amigas se multiplican, las carcajadas son posibles, las desobediencias ni hablar. Las chicas son sujeto de agencia, de historia y de deseo y algo de eso, de alguna forma, muchas lo saben, o lo intuyen, lo activan y profundizan”, subraya la Doctora en Antropología Silvia Elizalde e investigadora del CONICET en el Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (IIEGE) de la Facultad de Filosofía y Letras. Ella es la autora del libro “Tiempo de chicas. Identidad, cultura y poder” y resalta las diferencias de género:  “La noche también tuvo y tiene división sexual del trabajo y del deseo. En su transcurso las chicas performan una cartografía propia donde reclaman igualdad y respeto, pero muchas van por más: demandan autonomía y justicia erótica, libertad total de movimiento y experiencias plenas. Placer y cuidadanía”. 

Ella destaca la trayectoria de la investigación sobre la noche en los noventa (con el trabajo que encabezó Margulis) y ahora. Pero marca que antes la palabra jóvenes englobaba a tuttis y ahora, en cambio, las chicas adquieren una dimensión histórica. “Entonces la noche fue pensada como ese espacio-tiempo donde las opresiones y penurias diarias de pibes y pibas marcados a fuego por la incertidumbre sobre el futuro podían suspenderse momentáneamente, donde la autoridad de padres, madres, docentes y del mundo adulto en general interrumpía parcialmente su poder y algo de la libertad sin freno emergía como potencialidad democrática.

La desigualdad, claramente, no desaparecía (es más, se continuaba implacablemente en los consumos y jerarquías simbólicas), pero una poderosa dimensión imaginaria habilitaba la posibilidad de un lugar para un “nosotros” juvenil cargado de pogo, de roces, de música, de cuerpos, de eros. Hoy, casi tres décadas después de aquellos análisis, la mención a la noche, en su cruce con las juventudes, se vuelve imposible sin la referencia a las chicas. A sus prácticas, a sus potencias y a sus deseos de baile, de fiesta, de celebración, de intercambios y de libertad para sus cuerpos y corazones, para sus bocas y sus miradas, tímidas o desafiantes, pero tan genuinas en su aquí y ahora. Hoy, como antes, hay una noche que les propone un lugar fijo y restrictivo donde quedarse, cual muñequitas de torta o nenas calientes. Pero ese lugar ya no es tan fácil de ser ocupado dócilmente y muchas despliegan estrategias de sororidad espontánea para cuidarse y acompañarse, porque afuera y adentro, y cada día más, se las mata, se las viola, se las usa como territorio de una guerra entre machos”.

¿Usted sabe dónde está su hija ahora?

“¿Usted sabe donde está su hijo ahora?”, preguntaba la dictadura militar que prohibía los recitales de rock y pedía documentos a quienes osaban hacer de la calle un lugar para pisar osadías. La pregunta iba directo al corazón de las Madres de Plaza de Mayo que denunciaban la desaparición de sus hijos e hijas y buscaba acusarlas a ellas de la maldición de las madres: ser descuidadas o culpables con los frutos de lo que reclamaban.

La pregunta -en tiempos de 2×1 a genocidas por parte de la Corte Suprema y negacionismo oficial a la cifra de desaparecidos por parte del Estado- vuelve contra las madres que denuncian la desaparición de sus hijos y reclaman por su búsqueda. “¿Usted sabía dónde estaba su hija ahora?”. La respuesta, entonces, sale del diccionario del terrorismo de Estado y repite como un eructo del sentido común del prejuicio: “Algo habrá hecho”. Y ese algo es la noche. La minifalda -la reina del prejuicio de la justificación a la violencia- no solo deja libre las piernas, también las muestra en la hora de las brujas. Desde Río Grande, una de las mamás se rebela al lema autoritario de tener que tener siempre el control y el GPS de los pasos de su hija. Lorena Uribe tuitea: “Cada día me da más bronca escuchar a mi hija repetirme ‘te aviso cuando llego y dónde estoy’. La quiero libre y sin temores”.

“La noche es ese momento que da placer, es ese disfrute ya sea con familia o con amigos, en donde te relajas, después de un día repleto de rutina. No sólo disfruto de tomarme un cerveza en buena compañía, sino también de caminar por la costa, del mar y la tranquilidad que te transmite la madrugada. La vuelta se torna tensa, pero la mayoría de las veces elijo volverme en colectivo, más allá de que resulta mucho más económico que un taxi y tal vez más seguro. Lo elijo porque no quiero darles el gusto de que con su machismo me quiten la libertad de andar y tomarme un bondi, a la hora que se me canta, en donde se me antoje”, reivindica Daiana Casas, de 22 años y de Mar del Plata.

Medios medievales

En cambio para Chiche Gelblung una chica -con A- tiene restringido el aire, el viaje, el baile y el gusto. O, sino, su muerte es un boomerang contra su libertad. “Se unieron dos cosas. Hace tiempo dije que en la Argentina existe la pena de muerte, la aplican los jueces cuando liberan asesinos que después van a matar. Se que es incómodo lo que voy a decir: por un lado este degenerado de (Sebastián) Wagner, y por el otro una chica que a las 5:20 de la mañana sale sola de un boliche. Se unieron dos cosas que fueron mortales”, afirmó en el programa “Debo Decir”, que conduce Luis Novaresio.

Nadie sabe porque se cree que se debe decir que una chica no puede estar a las 5:20 en la calle y que es su culpa y no de sus asesinos el asedio sobre sus pasos. Pero además en ese deber decir de la televisión se dejan afuera, sistemáticamente, el decir de los deseos de las más chicas a las que sólo se muestra cuando son asesinadas, violadas o hay un escándalo. No es el único pero los que tienen el derecho a decir son, en su mayoría, varones y casi ninguna o muy pocas mujeres. La calle reclama libertad y derechos. La televisión, en cambio, levanta el dedo como en Chechenia se restringen diversidades y derechos.

“Una mujer no puede ir vestida como quiera. Hay muchas que son provocativas”, fustigó el ex Director Técnico Carlos Bilardo, en el programa “La Pura Verdad” (siempre la verdad es tan pura que deja afuera las impúdicas y corales verdades de las mujeres y otras identidades sexuales) en América 24, con un bidón de machismo explícito y censor. El cinturón de castidad nunca en el short o el pantalón, siempre en la bombacha desencajada de rieles. Ni los chicos ni los jóvenes se ensayan frente al espejo como un cuerpo con miedo.

En cambio, Baby Etchecopar, dijo, desde Radio Diez, que las niñas son culpables y no víctimas: “Yo veo a una nena de 12 años que puede ser mi nieta pero hay un degenerado que la ve como una mujer. El problema es la provocación. Porque no es casual que de golpe haya aparezcan tantos violadores (…) Antes no había foto, ninguna nena salía mostrando el culo”.

El diario “Clarín” cuestionó a Micaela por infiel y antes a Melina Romero por ser “Una fanática de los boliches que dejo la escuela”, según tituló la noticia de su femicidio. La morales mediática es clara: No pueden bailar, divertirse, besarse, tener novio, cambiarlo, sacarse fotos, mirarse, mostrarse, no pueden probarse con ropas, acalorarse o gustar y gustarse, no pueden transitar la noche, probar y probarse. No pueden. O son condenadas a la violencia o al miedo. A esa condena la levanta la voz de las chicas y el derecho a la noche, al goce y al deseo. ¿Qué encierra el cinturón de castidad de los medievales mediáticos?: la noche no es un riesgo, es una química de una libertad que se le escapa de sus llaves.

A las chicas no se les da voz para que griten, también, sus ansias de zapatos sin frenos. Pero ellas no piden la voz, la tienen. Florencia Luján se sintió marcada por el femicidio de Micaela García porque era una gurisa como ella que nació en Entre Ríos. Ahora, vive en Buenos Aires. Y la noche es una libertad que se olfatea, aunque se sienta rancia. “Disfruto caminar sola por Corrientes, oliendo libros y tomando miles de cafés. Lejos de caer en la obsesión, no me siento libre cuando salgo por la noche. Pero es un derecho de todas”, destaca. Ayelén tiene 27 años y se guarda su apellido, pero no sus pasos. Ella vive en el mismo territorio que Araceli Fulles, en el Partido de San Martín, en la Provincia de Buenos Aires. Va a un bar a seis cuadras de su casa y sabe que poner el cuerpo es escuchar la palabra “putas” como una escupida desde la impunidad de un auto que pasa. Pero que no las intimida. “La salida al barcito, para nosotras más allá de juntarnos y regalarnos un rato de confidencias y risas, es el lugar donde descomprimimos un poquito el peso de la rutina, cerramos nuestra semana y dejamos de lado las responsabilidades. Eso nos regala la noche, la posibilidad de terminar la semana un poco más relajadas, disfrutando de la compañía de quienes queremos. Claramente no es lo mismo cerrar la semana un viernes a las 14 horas que un viernes a las 23.00 horas”, diferencia. Las agujas no son indiferentes.

Evelin Giancristoforo tiene 21 años y vive en Quilmes. Ella proclama orgullosa: “Sí, conurbano” y su DNI bolichero: “Salgo a bailar con mis amigas desde que tengo 16. Por lo general, frecuento bares y boliches de mi ciudad. Siempre que decidimos salir es con la idea de distraernos después de una semana larga de trabajo y estudio. Entonces, sábado de por medio, tomamos algo, bailamos y la pasamos bien. La idea es esa: pasarla bien. Salir a bailar, conocer gente, me hace sentir libre y olvidarme de todos los problemas terrenales por unas horas. Entre canción y canción hay varias birras por lo que siempre terminamos borrachas y es divertido, salvo cuando tenes que volver a casa con miedo de encontrarte con un hombre o tomarte un remis. La noche es un derecho, pero el real derecho que tenemos la mujeres es de divertirnos al igual que hacen los hombres, cuando queremos y como queremos”, proclama. Juana García Berro, de 22 años y de Palermo, también reivindica: “La noche es un derecho fundamental como espacio de dispersión. Las mujeres tenemos derecho a divertirnos, a usar nuestro tiempo y cuerpo como más nos guste. En compañía de gente o de nosotras mismas. Disfrutar de la reflexión y de la soledad de la ciudad oscura. Cuidarnos, siempre. Limitarnos, nunca”.

Lucía Sablich tiene 18 años y vive en Córdoba. Va al punto G de su nocturnidad placentera: “Me gusta tomar birra mientras escucho Los Redondos. O vino en caja con Damas Gratis. Me gustan los antros y que pasen un temaso para cantarlo a los gritos abrazada a mis amigas. Me encanta hacer previa cuando estamos por salir y la noche está hermosa para hacer algo. Y los carnavales cuando ya los termos circularon mucho y bailamos en la calle desentonando con los bombos. Me encanta todo eso y me encantaría no estar condenada por hacer todo eso. Me encantaría no tener miedo y poder disfrutar como disfruta cualquier chabón. Me encantaría no enviar la patente de todos los taxis a los que subo a la madrugada. Ni que sea necesario avisar que llegué. Me encantaría caminar sola a las 5 de la mañana y pensar en boludeces. Las pibas tenemos derecho a volver escabiadas a cualquier hora. Y las pibas lo vamos a conseguir”.

Con diez años más que Lucía Florencia Tundis, de Parque Chas, se suma al ajetreo que produce irse cuando todos vuelven y volver cuando todos van: “Poder salir a la noche no es solo el derecho que tenemos de salir a divertirnos, sino elegir con quien o quienes, en donde, por cuanto tiempo; descubrir que ámbitos o lugares te gustan más, cuando quizás la mayor parte del día te la pasas trabajando o estudiando. Es un poco encontrarte con vos misma”.

Sol tiene 35 años y vive en Villa Crespo. “Desde que somos chicas nos crían con muchísimos mandatos. Uno de ellos es que las mujeres no podemos salir solas de noche: somos débiles y no estamos hechas para tolerar sus peligros. Tampoco nuestro “espíritu casto” (socialmente una mujer es pura y casta) está programado para abordar los peligros de la noche. La noche, según la cultura patriarcal, es algo de hombres. Al menos, eso es lo que nos repiten cada vez que perdemos a una de nosotras. Es nuestra culpa por salir de noche. Las mujeres buenas, hipotéticamente, no lo hacen. El 1º de mayo escuché en un asado decir “Si las matan y las violan es porque algo habrán hecho. A las chicas buenas no les sucede eso”. Las chicas buenas están vedadas del mundo nocturno y del goce en general. Pero yo no le voy a regalar la calle ni la noche a nadie. Ni a una cultura patriarcal, ni a un Estado que legitima un femicidio cada 18 horas. La noche tiene un encanto lujurioso que el decoro del día carece: conocer gente, charlas infinitas, bajonear comida basura en establecimientos gastronómicos que dudosamente pasarían un examen bromatológico, son situaciones bizarras y grotescas. Es seducción. Es conquista”

Guillermina tiene 31 años y defiende el derecho al rancheo: “Es lo más ranchear en un esquinas: te cagas de risa tomas unas birras baratas de algún kiosquito clandestino que este abierto hasta tarde y filosofas, debatís con tus pares y te pensas. Después, si salís, te vas a mover la burra y si saliste pilla hasta culias, te divertís hasta equivocándote porque en pedo le mandaste un texto a tu ex o te quedaste dormida en el 86 y terminaste en Ezeiza”. Laura Gotfryd tiene 25 años y realza: “Lo que más me gusta de la noche es el cambio del clima, la intimidad que se genera con quien estás o cuando estás sola. Es el hecho de salir de noche y pensar en arreglarte y disfrutar del trayecto al plan que vas a disfrutar y, sobre todo, la complicidad que se genera entre una y la noche”.

*Por Luciana Peker para Página/12

Palabras claves: feminismo, machismo

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