La eterna puerta 12
El disparador salta de forma instantánea. La tragedia de la Puerta 12 merodea siempre que ocurre una tragedia en las canchas de fútbol. También en un espectáculo masivo. La pasión ricotera se parece a la del hincha de Boca que fue de visitante el mismo sábado a la cancha de Banfield. El relato de un sobreviviente de aquel partido de junio de 1968 no se escapa al análisis que Pablo Alabarces hace sobre el último recital del Indio Solari.
La muerte hace la diferencia y hace excepcional lo normal. Entiéndase como normal aquello que es aceptado como norma, como coeficiente común que se repite en la ecuación. En una lúcida nota para Revista Anfibia, Pablo Alabarces maldice el día que él y otros colegas le pusieron nombre al fenómeno que decidieron estudiar: “la cultura del aguante”. Esas cuatro palabras hoy son utilizadas para opinar y abandonar cualquier argumentación que intente escapar del sentido común. “Maldigo el día en que comenzamos a popularizarla porque dejó de ser categoría explicativa y se volvió sanata condenatoria en los que apuntan con el dedo”.
Desde la falta de controles, los ingresos sin entradas, el hacinamiento, la falta de infraestructura (que impliquen mayor seguridad) hasta el pogo o las avalanchas humanas para festejar un gol, los fuegos de artificio, todo es parte del rito, del ser hincha, del ser fans… del ser. Así, las negligencias son aceptadas por unos y aprovechadas por otros.
Pero los que se rasgan las vestiduras ante las cámaras maldiciendo que nuestra condición de argentinos nos hace siempre lamentar y no prevenir, se olvidaron del partido de Boca, que sucedió casi en simultáneo y en televisión.
“No se trató simplemente de dos personas muertas en un recital del Indio Solari: si así fuera, no se diría todo lo que se dijo, yo no estaría escribiendo esto y las portadas digitales de los diarios estarían ocupadas con otras cosas (…) Las fuentes hablan de pésimas infraestructuras, de más público que el habilitado, de malos servicios de sanidad y seguridad: poco más o menos (con diferencias de cantidades de personas), lo mismo ocurrió en Olavarría. La otra diferencia es que no hay un fiscal invocando peritos, ni redes sociales atronando con reclamos por castigos o con descalificaciones cruzadas hacia públicos, organizadores, músicos. Dos muertos producen milagros periodísticos y opiniónicos: nadie habla de Banfield, no hay nadie que deje de hablar de Olavarría, la mayoría con el dedo para arriba –tonito admonitorio– o apuntando –tonito acusador”, escribe Alabarces.
Lo cierto es que el paralelismo es inevitable. La mayor tragedia del fútbol argentino comparte rincones oscuros con lo que pasó y no pasó en Olavarría el fin de semana. Luego de recomendar como lectura necesaria “La sanata condenatoria” del autor de “Crónicas del Aguante”, recordamos la tragedia de la Puerta 12: “La masa se movía como si estuviera en una marea interminable, compactada por la presión de los cuerpos pegados uno a otro. A Héctor no le pareció algo anormal. Todos los partidos eran así. Se metieron entre la multitud hasta llegar a la baranda que daba al piso de abajo, donde estaban los locales”.
El niño que sobrevivió a la tragedia de la puerta 12
Por Lucas Bertellotti y Gastón Bourdieu para goal.com
Oscuridad. Sólo una lamparita a unos metros que iluminaba muy poco. En el piso de la escalera de unos 80 escalones, pis por todos lados, restos de gaseosa y botellas tiradas. Mucha oscuridad, no se veía casi nada. Unas puertas como esas tijeras de los viejos ascensores acortaban el paso. No estaban cerradas pero sí extendidas. Con los molinetes pasaba lo mismo. Apostados a los costados y no removidos del lugar, quitaban espacio para moverse en un sector -la puerta 12- en el que no faltaba ningún otro elemento para atraer al peligro. Afuera, sobre la vereda de la avenida Figueroa Alcorta, la policía montada formaba una doble fila. Era imposible no frenarse, tener el impulso de mantenerse en las escaleras para evitar exponerse ante ese grupo que parecía dispuesto a todo. Unos minutos después llegaron los gritos y las sirenas de ambulancia. La tragedia más grande de la historia del fútbol argentino ya se había desatado.
Con Pepe, su mejor amigo, ya tenían el plan armado. Sus viejos estaban de viaje en Montevideo, pero habían dejado una cosa clara: él no tenía autorización para ir a la cancha. El que sí podía ir era su hermano, de 15 años. Pero a Héctor no le importaron demasiado las indicaciones. Quería estar, experimentar la aventura de vivir un River-Boca en el Monumental. Mezclarse con la adrenalina y la pasión. Ya había ido a ver a Boca. Su papá lo llevaba a las canchas de Chacarita, Vélez y Atlanta, que quedaban más o menos cerca de San Martín, donde vivían. Pero esto era distinto. Nunca dudó en lanzarse. Entonces, ejecutó su estrategia. A sus abuelos fue fácil engañarlos. Les dijo que se iba a jugar a la pelota al parque Saavedra. Subieron al colectivo, una de esas líneas (¿21? ¿114? ¿28?) que iba por la avenida General Paz y, en vez de bajarse en la plaza, siguieron de largo hasta la estación Rivadavia.
Las entradas para menores, que valían 20 pesos (algo así como 0,20 centavos de dólar), se habían agotado. Héctor no se rindió. Caminó un poco más por los alrededores de la cancha. Se movió, habló, organizó. Al final, se juntó con otros cuatro chicos que querían entrar a la cancha. Convencido de su liderazgo y satisfecho por su iniciativa, se acercó a un control de seguridad: «Mire, señor, somos chicos que viajamos mucho para ver el partido, necesitamos entrar. ¿Si compramos una entrada de mayores nos deja pasar?». Unos minutos después, estaban adentro de la cancha. Fue el 23 de junio de 1968, una tarde helada. Héctor, que ya mostraba condiciones de liderazgo y un nivel de madurez alto, tenía sólo doce años.
«Nos costó entrar a la tribuna. La popular estaba abarrotada de gente. El Monumental todavía no tenía la herradura que terminó de completar al estadio (lo que hoy es la tribuna Sívori), y en las plateas San Martín y Belgrano no había asientos. La capacidad era mucho mayor que la de hoy», dice Héctor a Goal. Tiene 59 años, pero parece de menos. Está sentado en su oficina de la estación de servicio de la que es dueño, en Villa Crespo. En una de las paredes hay un cuadro que lo describe a la perfección: es una ilustración. Un hombre parece estar perdido en una isla. Cuando toma un caracol inmenso de la arena y lo acerca al oído, no duda en hacer su primera pregunta: «¿Cómo salió Boca?». Está apurado. El celular le suena constantemente. Decide apagarlo. Tiene una alucinante precisión para los detalles y parece una biblia de la historia de Boca.
La masa se movía como si estuviera en una marea interminable, compactada por la presión de los cuerpos pegados uno a otro. A Héctor no le pareció algo anormal. Todos los partidos eran así. Se metieron entre la multitud hasta llegar a la baranda que daba al piso de abajo, donde estaban los locales.
Vio cómo Ángel Clemente Rojas, Rojitas, le sacaba una gorra escocesa a Amadeo Carrizo, la cábala del gran símbolo de River. Cuando era chico, su ídolo era el Tanque Rojas. Con el tiempo, Norberto Madurga era el jugador que más lo fascinaba. Una secuencia del partido, que terminó 0 a 0, le resultó imporrable. El Muñeco Madurga atacaba por la derecha y se iba derecho al gol. Carrizo salió al área grande y comenzó a mover los brazos hacia arriba y los costados, como si la jugada estuviera invalidada. El mediocampista de Boca dudó y llegó a girar la cabeza para ver si el árbitro había cobrado algo. Cuando volvió a ponerle la vista a la pelota, Carrizo la controlaba desde el piso. Fue la revancha del arquero.
Apoyado desde la baranda y apretado por una multitud, llegó a distinguir en la platea que estaba abajo a Nicanor Costa Méndez, canciller del gobierno de Juan Carlos Onganía. Héctor vivía en una casa politizada. Los primos, los tíos y sus padres solían discutir ideas, plantear debates, sentirse activos. A él le gustaba leer el diario. Por eso lo reconoció. Tenía un bastón y estaba vestido de manera formal. Intuyó que podía ser la explicación por la cantidad de policías que había para ese partido.
La gente de Boca tiraba de todo. Las botellas de vidrio de Coca Cola se llenaban de pis y se tiraban hacia abajo. Se percibía una violencia contenida grande, explicada, quizás, por los efectos de la dictadura, la permanente represión y el constante control. Faltaba menos de un año para el Cordobazo, uno de los estallidos sociales más grandes de la historia argentina. Algunos cantaban la marcha peronista, como símbolo de rebeldía. Había cierta resistencia a la dictadura. «¡Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar!», era otro de los cantos. No eran masivos, pero sí por grupos. Héctor sólo escuchaba y miraba el partido.
Uno de los botellazos que venía de arriba quedó corto y le pegó a Pepe en la espalda. Cuando faltaban unos diez minutos le empezó a insistir a Héctor que se fueran de la cancha porque le dolía mucho. Unos segundos antes del pitazo final estaban bajando la escalera, con muy poca gente alrededor. «Escuchamos gritos, gritos, gritos.
Terminamos de cruzar la calle, la policía estaba sobre la vereda del acceso a la tribuna. Cuando uno llegaba abajo, te frenabas por esa imagen. No salías espontáneamente. Con que se resbalen cinco, quedan en el piso mientras la gente baja a oscuras…los que quedaron abajo fueron las víctimas. Escuchamos sirenas. Estábamos desorientados. Encontramos el 107 que nos dejaba en la plaza Devoto», dice Héctor. Llegó a su casa. Se tranquilizó cuando vio que su hermano también había vuelto sin lesiones.
Al otro día fue al colegio, se distrajo, se mantuvo en el mismo nivel de inconsciencia que puede tener un chico de doce años. El lunes al mediodía, la aventura de Héctor dejó de ser un secreto. Cuando regresó a comer, su mamá y papá lo esperaban en la mesa del living.
-¿Dónde estuviste ayer?
-En la plaza, jugando al fútbol.
-¿Por qué mentís?
Un amigo de su papá había ido a verlo a su local, un comercio de artículos para el hogar que estaba justo abajo de la casa de los Noguera. «¿Cómo está tu pibe? ¿Le pasó algo?», preguntó. «No, Jorge está bien. Gracias», respondió. Y luego: «¡Jorge no! ¡Héctor! ¡Yo lo vi a Héctor en la cancha!». Se vino una reprimenda grande, una tarjeta roja que lo dejó afuera de las canchas demasiados partidos.
Los 71 muertos, el descontrol, la falta de protección, la carencia de culpables y el análisis maduro de lo que había pasado no le llegó hasta mucho tiempo después, cuando ya estaba casado y nacieron sus hijas. Todo cambió cuando empezó a imaginar si a una de ellas, que todavía hoy lo acompañan a la cancha de Boca, les hubiera pasado lo mismo. El tiempo hizo gigante a la tragedia.
«Con Pepe seguimos toda la vida juntos. ‘Negro, gracias al botellazo nos salvamos’, me dice de vez en cuando», comenta Héctor. Todavía hay dudas sobre los responsables de esa locura. Para Héctor, fue una suma de cosas. Negligencia dirigencial en las medidas de seguridad y agresividad y falta de previsión de la policía, los factores que más pesaron.
«El que tiene la pasión por una camiseta, y más si sos joven, nunca pensás que te puede pasar algo. He vuelto en trenes de la zona Sur tirado en el piso porque la hinchada visitante te cagaba a piedrazos en las barreras. Y la hinchada de Boca, en el subte C, era un descontrol total. Pero, sí, fue algo terrible. Fue el Cromañón del fútbol», termina. Héctor pide al fotógrafo que se apure porque «no llega». Saluda a algunos taxistas que lo miran sorprendidos mientras les cargan gas a sus autos. «Querían saber la historia de la puerta 12», le dice a uno. Y se va, con la sonrisa pícara del nene que a los doce años les mintió a todos para ir a ver a Boca.