Postales urgentes desde Palestina ocupada
Por Julián Aguirre para El Furgón
Entre octubre y noviembre de 2016 formé parte de la Brigada de Solidaridad Internacional Ghassan Kanafani, una iniciativa que varios movimientos latinoamericanos (entre ellos Patria Grande, donde milito) vienen realizando para mantener puentes de contacto con el pueblo palestino. Condensar lo que vimos y aprendimos presenta toda una tarea.
Tras superar la tensión de la fría recepción que recibimos por parte de las autoridades migratorias israelíes, partimos del aeropuerto de Tel Aviv hasta cruzar la Línea Verde, en dirección a Ramallah, centro económico y político de la Ribera Occidental o Cisjordania y sede de la Autoridad Nacional Palestina (ANP).
La ciudad nos presenta una imagen distanciada de lo que comúnmente se suele asociar con la historia y actualidad de la región. Fruto de la llamada “normalización”, Ramallah es una metrópolis en pleno proceso de globalización, bulliciosa, caótica, tan dinámica como paradójica. Los hoteles de lujo conviven con los campos de refugiados y el muro; bares, museos, mercados con puestos de especias al aire libre se inundan de gente a tan sólo cuadras del muro y sus torres de vigilancia. Se vuelve imposible descifrar qué ley, humana o divina, regula el tránsito en la calle entre los cafés inundados por el humo del narguile.
Hay chicas que se pasean vistiendo el velo a la manera islámica y otras que no. La sociedad palestina, en especial sus clases medias y altas urbanas, es particularmente abierta y flexible con la tradición. Sobre todo sus jóvenes, aunque aún resulta raro ver parejas besándose en público. Todavía se espera al matrimonio antes de convivir, para lo cual es necesario el visto bueno de la familia y en particular del padre. Pero eso no impide a las mujeres instruirse en la universidad y acceder a carreras profesionales, o ser partícipes de la vida política y cultural de su sociedad. Algunas compañeras que conocimos allí dicen que enfrentan dos opresiones: la de ser mujer en su sociedad y la de ser mujer en un país ocupado.
Cada ciudad que logramos visitar tiene su propia personalidad, su propio acento con el que contar la historia del pueblo palestino. Si Ramallah es una “burbuja liberal”, otra imagen presenta la sobriedad solemne y gris de Hebrón. Aún divida en dos áreas, una bajo control israelí y otra bajo control de la ANP, una guarnición de cerca de 4000 militares israelíes resguarda a alrededor de 400 colonos que habitan dentro. Después de Jerusalén, es la única ciudad donde hay colonias situadas en su interior y no en las afueras solamente, establecidas tras la expropiación y el vaciamiento de calles y barrios árabes enteros. Por eso, tras pasar las barreras de control, el interior de la ciudad vieja se asemeja más a un pueblo fantasma asediado por casas en desuso y las persianas ya oxidadas de comercios cerrados.
El color de Nablús, “La montaña de fuego”, como se la conoce orgullosa por las cicatrices que han dejado décadas de resistencias; visibles aún en los impactos de bala rocían los callejones de la ciudad vieja y los afiches que conmemoran a mártires. El mártir, y su familia, es objeto de mucha reverencia y respeto. En los campos de refugiados, centros de militancia y hogar de muchos miembros de las organizaciones armadas, abundan los murales que narran la memoria colectiva de sus habitantes, quienes vinieron de decenas de aldeas y pueblos que posiblemente ya no existan, salvo en sus recuerdos.
Han crecido de forma irregular, no planificada -a fuerza de recibir a la población desplazada durante la Nakba de 1948 y los conflictos que le siguieron, en la mayoría de los casos- por lo que se expanden y asientan de manera natural sobre valles y montañas. Por eso, si el llamado a la oración lo encuentra a uno en alguna de las alturas –o al menos en el balcón de algún edificio de departamentos-, puede escucharse el coro de voces que se eleva desde los minaretes; y según dónde se enfoque la atención, pueden notarse los matices que diferencian de cada muezzin los colores de su voz, su práctica y el sentimiento con el que acompaña cada entonación. La ciudad está cantando, como si fueran los mismos edificios los que asumen voces que se dirigen al cielo.
En Belén y Jerusalén, el llamado al rezo se funde con el tintinear de las campanas de las iglesias. En Ramallah, con las bocinas del centro y los gritos de los comerciantes o las risas de los pibes que salen de la escuela. Pero otra realidad se superpone a aquella que maquilla el rostro de Ramallah. La realidad de la ocupación y la “normalidad” que ésta ha creado. Una ocupación que no se reduce a lo militar. Este aspecto, aunque aún presente, es un engranaje más de un mecanismo que involucra a las rutinas burocráticas, el control de los recursos naturales, el mercado de trabajo y de consumo, el tráfico entre ciudades y las mismas relaciones personales que se construyen entre todo eso; la normalidad de un territorio salpicado por torres de vigilancia y puestos de control; colonias y autopistas exclusivas para ciudadanos israelíes. Una normalidad de mapas que se superponen y que desafían toda interpretación, donde la soberanía aún es una cuenta pendiente.
Se pueden observar los cientos de autos en el puesto de control de la ciudad de Tulkarem, que se asienta junto al muro, esperando a que sus dueños regresen del otro lado al terminar la jornada laboral. Todos los días dejan sus automóviles registrados con patentes de Cisjordania –amarillas, para diferenciarlas de las patentes blancas de los vehículos que sí pueden circular dentro de Israel- y caminan del otro lado del puesto de control para llegar a sus trabajos. Son entre 160.000 a 200.000 los palestinos y las palestinas que viven en Cisjordania y trabajan dentro de Israel, con empleos menos remunerados, a menudo sin contrato formal, en peores condiciones y sin representación sindical. Una rutina marcada al compás de permisos especiales, y guiada por el capricho de la burocracia civil y militar israelí.
Sorprende, conmueve y desborda la calidez con que nos reciben; el empecinamiento con el que no bajan la cabeza ante décadas de adversidades e injusticias. La generación que comparte los años de nuestros abuelos y abuelas aún recuerda cómo eran los años “antes de todo”, cuando aún podía irse libremente de Hebrón a Haifa, Nazareth o más allá. Sus voces hablan el idioma del exilio y el despojo. De vez en cuando se nos acercó alguien hablando portugués o español, aunque con el indistinguible acento árabe que, a falta de un sonido similar, reemplaza la “p” por una “b”. Tanto el exilio como el comercio les han dado herramientas para comunicarse, y no son raras las familias que viven a un lado y otro del océano.
La generación nuestra no conoce otra realidad que la impuesta. Donde hay un sistema construido para hostigar y volver inviable la vida al punto de hacerlos desistir, el sólo hecho de resistir en la más mínima rutina, desde la plantación de olivos al estudio universitario, contiene un deseo de existir. Resulta imposible trasladarse a su realidad, donde el encarcelamiento sin juicio ante cualquier cosa que las autoridades israelíes asuman como ofensa es una posibilidad siempre presente. Algunos de ellos ni siquiera han conocido el mar que baña las playas de Haifa o de Gaza, de su propio país. Pero conservan una obstinación en vivir a pesar de la ocupación, a conquistar espacios de felicidad en la ocupación. Donde cada instancia de la vida está mediada por la ocupación, cada acto es en sí mismo una acción de resistencia.
*Por Julián Aguirre (Texto y Fotos) para El Furgón