Un viaje en primera persona por el Conicet

Un viaje en primera persona por el Conicet
26 diciembre, 2016 por Redacción La tinta

De chico siempre fui un poco retraído. Me gustaba jugar solo y me costaba relacionarme con mis compañeros de colegio. Nunca me destaqué en ningún deporte de esos que te dan popularidad entre los otros niños: llámese fútbol o bolita. Sin embargo, en mis horas solo, me gustaba mucho leer un libro que encontré en la biblioteca de mi casa familiar. El libro se llamaba Alfatemática Práctica y tenía planos para construir maravillas tales como un telégrafo casero o un barquito de madera balsa propulsado con uno de esos tubitos de aluminio de pastillas Berocca lleno de agua y calentado con tres velas.

A medida que fui creciendo me fascinaba leyendo esas revistas de divulgación científica de dudosa procedencia como Conozca Más (que se llamaba Conocer y Saber) o Muy Interesante. Más tarde fui encontrando libros de Física o de Química que me maravillaban. Había algo en esas explicaciones de los fenómenos y en aquellas deducciones que eran poco evidentes para mí y eso las convertía en algo misterioso y atrayente. Yo, por mi parte, nunca me destaqué especialmente en ninguna de esas materias durante mi paso por la escuela y el colegio, será por eso que en algún punto disfrutaba aprenderlas.

Decidido a seguir ese impulso de niño, ni bien estuve en mi último año de colegio secundario dije que quería ser físico. A mi madre esa elección le pareció poco inteligente desde el punto de vista económico. Argumentó que con esa carrera iba a “terminar dando clases en la Universidad” y que estudiara una ingeniería, que seguro me iba a dar un futuro más cómodo. Le hice caso y a partir de allí y por seis años, tuve un paso, casi sin pena ni gloria por la carrera de Ingeniería Química de la Universidad Nacional de Córdoba.

El día que terminé mis estudios aún no entendía ninguna de las leyes de la Termodinámica ni los momentos de inercia de los cuerpos que rotan, por dar dos ejemplos. Durante el último año de la carrera, un día llegué a la Facultad para chequear las notas de vaya a saber qué materia y encontré pegado en un transparente un cartel convocando a interesados a realizar una beca doctoral en un instituto del CONICET en Bahía Blanca. Arriba de la nota había una foto del edificio del instituto que, en una mirada rápida, lucía como una nave espacial resplandeciente recién aterrizada de un cielo diáfano. Lo pensé un par de días y me decidí a mandar un mail consultando.

revistas-conozca-mas-ninos-genios-d_nq_np_1857-mlv2642958379_042012-f A los tres días recibí un llamado telefónico mientras me daba una ducha. Una voz de mujer del otro lado me preguntaba si quería ir a conocer el instituto ese mismo viernes. Que me pagaban el pasaje ida y vuelta a Bahía Blanca y que, en la visita, yo tenía que elegir una temática que me interesara de las que ofrecían allí los investigadores, para realizar mi tesis doctoral por los siguientes cinco años. CONICET se hacía cargo de todo. CONICET me sonaba de algún lado, capaz de alguna lectura sobre ciencia de aquellas de mi niñez. Era el año 2004.

Varios meses más tarde estaba llegando a Bahía Blanca, a mil kilómetros de donde había nacido, a mil kilómetros de donde me habían dado un título de Ingeniero. No conocía casi a nadie, excepto a dos compañeras que habían reparado en el mismo cartelito al mismo tiempo que yo. No conocía absolutamente a nadie que estuviera haciendo un doctorado. No conocía absolutamente a nadie que ya lo hubiera terminado tampoco. Desconocía por completo qué era un doctorado. Ver aquel instituto para mí fue como conocer a una especie de deidad, a mi nueva deidad.

Las oficinas con grandes ventanas que daban a un parque, frases perspicaces pegadas en los vidrios de tipos como Einstein (un clásico), como Josiah Willard Gibbs o como el más vernáculo Houssay (“La ciencia no tiene patria, los científicos si” o “la ciencia no es cara, cara es la ignorancia”, qué vigencia). La biblioteca con cientos y cientos de libros con ese olor a libro nuevo y llenas de fórmulas que describían fenómenos tan variados como la distribución de tamaños de partículas de no sé qué tipo de molino al perfil de temperatura adimensional de una barra cilíndrica infinita (“sea una vaca de radio R” ironía atemporal de mi amigo Gustavo). Todo ese mundo de modelos ideales tan propios de nuestro limitadísimo y a la vez tan potente razonamiento deductivo. Todo invitaba a ponerse a estudiar, todo inspiraba a aquel Alfatemática Práctica pero un poco más complejo.

Desde el primer día que llegué me encontré con otros becarios (esa pseudoespecie de mano de obra de la ciencia) del CONICET que tenían historias similares a la mía, pero venían de otros puntos del país. También me encontré con unos cuantos cordobeses que ya desde ese día empezaban a soñar con formar un instituto como el de Bahía, pero en Córdoba, “así no tenemos que viajar mil kilómetros para hacer nuestro doctorado”.

Cursábamos intensivos contenidos de posgrado que eran dictados por profesores que daban ganas de aplaudirlos cada vez que terminaba una clase. Todo eso “ad honorem” para una salita con 10 a 15 caritas de ñoños asombrados y entredormidos.

También ahí en Bahía empecé a entender la relación entre la ciencia y el desarrollo. Ese instituto-nave espacial era producto de los años de esplendor del polo petroquímico Bahía Blanca. Los ingenieros del CONICET y los de las industrias nacionales que estaban en el polo encontraban todos los días problemas y soluciones ahí mismo, en ese mar de materia gris. Ahí también entendí aquello de mandar a los científicos a “lavar los platos” en ese exabrupto sexista de mi orgulloso coterráneo Cavallo (ahora vuelve pidiendo un monumento), del destino triste de muchos científicos durante los 60′, los sangrientos 70′ y los más recientes 90′. Allí también descubrí la relación entre ciencia y compromiso político viendo entre lágrimas las películas de Pino Solanas y teniendo charlas profundamente inspiradoras con investigadores que respeto desde siempre y para siempre.

Ahí me enfrenté a cada uno de mis falsos argumentos y de mis necedades y tuve que dejar el ego a un costado para dar la razón a otros que me demostraban con inteligencia admirable sus hipótesis o lo falso de las mías. Siempre digo que el camino de la ciencia tiene una enseñanza más importante que ninguna otra: la humildad de sabernos limitados por nuestros “modelos”, que no son otra cosa que nuestros propios modelos mentales.

Hoy ya hace 12 años que emprendí ese viaje de manera formal, aunque seguramente hace varios más que lo emprendí internamente. A pesar de los consejos de mi madre, estudié una ingeniería y soy profesor en la Universidad (las cosas del destino). Tuve la suerte de poder terminar mi doctorado, de trabajar cinco años en Bahía Blanca junto a gente extraordinaria, de viajar a otros laboratorios y dedicar mi tiempo y mi esfuerzo, y fundamentalmente aprender muchísimo y valorar nuestro sistema de Universidades Públicas y de Ciencia y Técnica.

Tuve la suerte de pasar un período que, con sus altibajos, me demostró que toda la sociedad argentina había entendido que la ciencia y la técnica son una inversión a largo plazo en mejor trabajo, en más salud, en educación crítica.

Pude ver cuán valorados somos en otros países y también pude realizar, junto a un grupo maravilloso que es mucho más que un grupo de trabajo, es casi una familia, ese anhelado sueño de darles una oportunidad más a los egresados de nuestra querida UNC de realizar su doctorado aquí en Córdoba sin viajar mil kilómetros, al menos por necesidad. Y con el mismo grupo estamos haciendo crecer un instituto para hacer investigación en nuestra temática donde nunca lo hubo.

Puedo todos los días mirar con orgullo y con mucho cariño a mucha gente que enseña no sólo en un aula o en un laboratorio sino en la cotidianeidad de sus actos, en su compromiso ético. Tuve la suerte de pasar un período que, con sus altibajos, me demostró que toda la sociedad argentina había entendido que la ciencia y la técnica son una inversión a largo plazo en mejor trabajo, en más salud, en educación crítica. Una sociedad que había entendido que, aunque tristemente sólo una élite accede a estudios universitarios, esos ñoños que se conmovían viendo a Carl Sagan son los que les enseñan a pensar a sus hijos. Una sociedad que volvió a recibir con los brazos abiertos a tipos que se habían ido hace años a hacer ciencia a otro lado y dejaron todo cuando supieron que podían volver a sus raíces. Una sociedad que, inconscientemente quizás, había aceptado esta correlación de que invertir más en ciencia es incrementar la riqueza material (entre otras infinitas veces más importantes, claro) de una sociedad.

Hoy en este 2016 tan avasallante me toca ver llorar a compañeros que no pueden formar parte de este maravilloso viaje porque el gobierno que se eligió hace un año atrás en las urnas (prometiendo incrementar la inversión en CyT al 1,5% del PBI) decidió que la ciencia es un lujo que una sociedad con un 30% de pobreza no se puede dar.

Veo cómo esa frialdad y abstracción del concepto “recorte” de meses anteriores, va tomando rostro, nombre y apellido en nuestros compañeros de todos los días. Admito, con profunda vergüenza, haber entrado al CONICET con muchos menos antecedentes que compañeros a los que hoy se les dice búsquense otro trabajo. Hoy veo con profunda tristeza que algunos (porque sigo confiando que la mayoría no piensa de esa manera) cuestionan las temáticas sobre las que investigamos y nos acusan de ñoquis y aislados de la realidad.

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Hoy se vuelve a sentir ese perfume de que vamos a tener que volver a “lavar los platos” y ya muchos empiezan a averiguar por oportunidades en otros lugares. Hoy veo con muchísima tristeza que se critica que no hay aplicación directa de las temáticas de nuestros investigadores al tiempo que, irónicamente, la página de CONICET promociona las múltiples premiaciones nacionales e internacionales de nuestros compañeros y las increíbles soluciones que se buscan a las problemáticas de todos nuestros hermanos argentinos y latinoamericanos.

Hoy veo que nuestros intereses, nuestras curiosidades y nuestra profunda solidaridad no tienen valor mercantil en el modelo nacional extractivista, que defienden nuestro Ministro y nuestro presidente del CONICET, aunque hasta ayer juraban que no.

En una comunidad casi sin tradición de lucha veo el mismo esfuerzo, ganas y pasión que veo por la ciencia en torcer esta decisión injusta y negligente de nuestras autoridades, tanto en los jóvenes becarios como en investigadores de trayectoria.

Pero así como veo con tristeza esas falacias (un par más, y van…) veo a los costados y veo compañeros con fuerza, con arraigo y con ganas de cambiar este estado de cosas. Veo a una comunidad que, casi sin altibajos, apoya los reclamos y adhiere a la idea de que un país sin ciencia es un país sin soberanía y condenado a los coletazos del capitalismo en crisis de este tiempo.

Veo un estado de movilización general en cada uno de los centros científicos del país, infinitas notas, solicitadas, videos que vienen del exterior, manifestándose en contra de los recortes. En una comunidad casi sin tradición de lucha veo el mismo esfuerzo, ganas y pasión que veo por la ciencia en torcer esta decisión injusta y negligente de nuestras autoridades, tanto en los jóvenes becarios como en investigadores de trayectoria.

Veo cómo nuestro sector, que fue subestimado, es el primero que le está propinando un golpe a este gobierno. Escucho como cruje por primera vez en su corta vida el MinCyT y se olfatea la renuncia de los ideólogos de esta situación. Veo con emoción la solidaridad de otros gremios para marchar apoyando un reclamo que ya no es de un sólo sector. Veo, y se me llenan los ojos de lágrimas, que hay gente pensando pasar la Navidad tomando nuestra casa, nuestro Ministerio en Buenos Aires. Y veo también que le podemos torcer la mano a las falacias y a los burócratas de turno. Por eso acá no retrocedemos y seguimos creyendo firmemente que ese 30% de pobreza, que nos duele a todos y que se incrementa día a día gracias a sus falacias, no va a retroceder jamás sin educación, sin ciencia y sin solidaridad.

*Por Juan Milanesio para La Tinta

Palabras claves: CONICET

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