Carisma mata temor
Mis viejos siempre me contaron que cuando murió John F. Kennedy, en Argentina, cientos de personas lloraron. Tengo un vaguísimo recuerdo de algo parecido, cuando a mediados de los 90’s murió Lady Di. Hoy noto a la sociedad argentina bastante angustiada por el triunfo de Donald Trump.
En el laburo escuché algo así como «me arruinó el día entero»; en las redes sociales aseguran que ganó el mismísimo demonio; y en los medios de comunicación, periodistas que se autoproclaman progresistas porque suscriben a las ideas de «civilización» y «libertad» que tan bien maneja el marketing de los demócratas estadounidenses, están de duelo. Eso sí, en nuestro país se comportan como los mayores conservadores ultrareligiosos y sientan en sus programas día a día a los dirigentes más reaccionarios.
Hace más de un año comencé a seguir a Donald Trump por Twitter (@realDonaldTrump) y en más de una ocasión he retuiteado sus tuits de forma irónica. Pero un día, el tipo llegó a la presidencia de Estados Unidos. Lo pronosticaron los Simpson pero también varios analistas a los que no les dimos mucha bolilla.
Fundamentalmente, creo que el mayor síntoma de alerta a este posible triunfo fue observar el encierro de las grandes potencias mundiales, a saber: el Brexit, el auge de los nacionalismos de derecha en los países nórdicos europeos, el rechazo a aceptar refugiados en casi todos los países de Europa central y cómo esto genera que se pasen «de uno a otros» la vida de cientos de miles de personas que abandonan su país a causa de guerras civiles creadas por quiénes no dejan que entren a sus países. Los países ricos se están encerrando y para ello utilizan el miedo como cerradura.
El miedo a ISIS, el miedo a una tercera guerra mundial, el miedo al inmigrante latino que «invade», el miedo al negro, el miedo a la feminista kurda, el miedo a los rusos, el miedo a los chinos, el miedo a Corea del Norte, el miedo. Ese gran amigo útil del capitalismo.
Y en este lado del mundo, una gran campaña mediática nos convenció de que Donald Trump es el demonio rubio, el más racista de todos los racistas y el más malo de todos los malos. Y -en efecto- puede que sea cierto. Pero es un malo que sabe cómo utilizar el miedo. Julian Assange dice algo así como que Trump representa a toda la basura de la raza blanca, esa idea de superioridad, masculinidad, valores tradicionales, armas y egoísmo. Lo que nadie puede negar es que este sujeto que oscila entre lo amarillo y lo colorado todo el tiempo, de muecas alucinantes y aspecto de gordito malcriado, es un tipo extremadamente carismático.
Para nada considero que Trump haya ganado porque un par de millennials hicieron buenos gif con sus gestos o porque 9GAG le haya dedicado horas y horas de posteos. Tampoco creo que haya ganado porque la gente es toda mala y vota sin mirar. Donald Trump gana en un contexto de pobreza creciente en Estados Unidos, de un gobierno de un presidente negro que -sin embargo- presenta uno de los mayores índices de fallecidos negros en manos de la policía. Gana en un contexto en el que demócratas no supieron cumplir con sus promesas o no quisieron. Pero Hillary Clinton bien supo y pudo comandar las mayores atrocidades cometidas en Medio Oriente en estos últimos años como Secretaria de Estado. Trump vino a ganarle a cientos de marcas y diseñadores, cantantes, actrices y actores, que inundaron las redes sociales en apoyo a Clinton, que en nombre de un feminismo más liviano que el Casancrem, intentó consolidarse como una mujer revolucionaria. El tema es que con ser mujer no alcanza para ser feminista, ni tampoco con un vacío «I’m with her».
En la tele una periodista le preguntaba a una representante yanqui «por qué no apoyaba a Hillary siendo mujer». Y debo decir que ese concepto me choca demasiado. Ser feminista no te obliga a elegir, optar o limitar tus críticas hacia mujeres simplemente por serlo. No obstante es cierto que en ese aspecto, Donald Trump tuvo que caminar por la cuerda floja al salir a la luz sus comentarios misóginos.
La lección de esta elección, es que la política todavía conserva cierto tradicionalismo. Caemos en la trampa de pensar que todo se mide en Twitter, Facebook, Instagram o Snapchat y la realidad -desde hace un tiempo- nos cachetea dos veces.
No tengo idea sobre el clientelismo político en Estados Unidos, tampoco sé si los electores pueden «darse vuelta» al mejor estilo barón del Conurbano en una situación clave. Lo que sí, me queda ese sabor en la boca que me recuerda que carisma mata temor. Y que rara vez al «menos peor» le alcance para ganar cuando enfrente tiene un payaso verborrágico y entretenido.
La industria cultural triunfa cuando Estados Unidos te convence de que su nuevo presidente es tu nuevo presidente. Y quizás esta identificación fugaz tenga su núcleo en que simbólicamente son lo que en algún momento de nuestros días o de nuestras vidas queremos ser: bufones superficiales. El ADN yanqui se nutre de contradicciones que hemos adoptado sin querer queriendo.
Por el momento, paso. Con nuestro presidente, ya tenemos demasiado.
* Nota de opinión de Agustina Sosa.