Los nietos de Nietzsche
Blanca y radiante iba la noviaaa, igual que esta página en la que se amontonan aquellos momentos en los que el mito formaba parte de la gloria. Aunque lo intente, me resulta difícil transmitir las imágenes que provocan los años invertidos o convertidos en esa sala con capacidad para 210 personas, ustedes saben.
Aquella que no será igual, nunca será la misma. En la sala del Cine Teatro Córdoba viví desmedidamente mis últimos años de vanguardista, hasta que fue posible el desprendimiento, costoso y necesario. Costoso en lo anímico y necesario en lo mismo. No podría elegir “el” momento así que pulsé Rewind y me puse a andar desde el año ’91, cuando comencé a fregar los baños, cambiar cartelería, cortar boletos, sumar y restar, pasar del sistema sexagesimal al porcentual, recorrer la sala los domingos a la noche…
De todos, me quedo siempre con la última función del domingo, el momento más intimista. No siempre la sala estaba llena, pero al cierre de los domingos me gustaba pasarle la mano sobre el lomo a esa mole silenciosa, reconocer los ruidos que la madera gastada por los años emitía como claroscuros beethovianos. Levantar las 210 butacas era el preludio a la caja de Pandora. Cada semana había objetos referenciales. Una noche billetera, o celulares, o bombachas (con encajes, negras), paragüas, encendedores, bolsitas con remedios, botellas de plástico, petaquitas o licoreras, boinas, chalinas, alguna cartera, llaves… Los objetos silenciosos cómplices del instante, que muy pocas veces eran reclamados.
Una noche preguntaron si habíamos encontrado una prótesis.
-Mi señora tiene vergüenza, no sabe si la perdió en la sala, estaba sentada en la quinta fila al medio.
¿Qué tipo de prótesis, señor? -indagaba con escasa precaución, temiendo porque la respuesta fuera una mano, una pierna…
-Es una dentadura, la de arriba. Coños, que se habrá comido un caramelito blando y se le pegó en los dientes amarillos y que tal vez para no interrumpir el acto del séptimo arte la dejó apiladita en la butaca lateral.
-No, no encontramos semejante cosa, a lo mejor cuando pasamos la aspiradora se la chupó, déjeme que mañana pregunto.
El segundo capítulo ya es menos prosaico. Atención de la boletería, el permiso para programar por primera vez una película (“El día de La Bestia”), sostenerle la mirada a los inspectores del INCAA, caretear con los de SADAIC, llenar planillas, pelearnos con Inés Allende para ver quién de los dos se salvaba de algún compromiso, casamiento o cumpleaños familiar.
El CTC también era una excusa de ermitaños. Los viajes a Buenos Aires para programar varias semanas, cuando no existía la internet y la función se hacía a puro corazón sin el instinto de ver cientos de cortos o críticas que nos indicaran el camino correcto. Eran tiempos de mucho cine semanal, corríamos prácticamente de sala en sala por el centro, no estaban los shopping, era un puerta a puerta.
-Greenaway tiene que estar presente, Inés.
-Decime cuál es el título, nomás, de una vez.
Y por cinco semanas, la belleza de “La Tempestad” iluminaba a los gritos el silencio de una primera minoría que aprendió a degustar el cine de este británico loco.
Con Inés hasta el ‘98, con María Inés, desde entonces hasta el 2014, con discusiones gerenciales que se trasladaban a la domesticidad del domicilio conyugal, que después se trasladaban a carteleras como “Valentín” y “Solo contra todos”.
-Mirá, la de Gaspar Noé es muy violenta.
-Sí pero es cine, es el cine que necesitamos, es el que apoyamos…
-Bueno, pero si vamos a poner “Solo contra todos” también va “Valentín”.
Y así quedaba el programa y la sala dividida en dos, y el público que ya sabía o intuía o percibía que en esa semana habíamos tenido que negociar.
En la última etapa dimos el giro final hacia la independencia. Ya no más programas dobles impuestos por las distribuidoras porteñas. Nosotros elegimos y pasaron las joyas más alucinantes del arte fílmico. Corea o Seúl, Francia e India, España más Rusia, Finlandia, Suecia, Alemania, Mongolia, Israel, Holanda, Bélgica, Latinoamérica… Un circuito que ninguna sala cordobesa pudo recorrer ni recorrerá, porque la rentabilidad es cero, literalmente.
Algunos placeres fueron más que verdaderos. La sala completamente mía, en pantalla “El Anticristo” de Lars von Trier, Parisiennes humeando la luz del proyector, decenas de tacitas de café apiladas en las escaleras del escenario; la película que jamás nos autorizaron a exhibir porque para el comité de moral y escalada cristiana que tenían en el INCAA esta obra era el desbarranque del director. Aprendí a dominarme mientras el sencillito equipo monoaural, pero que sonaba potente, rebotaba gemidos entre las paredes de madera, deslúcidas con el tratamiento ignífugo.
Cuando cerramos, en diciembre de 2014, una espectadora de años, charlatana, inteligente, cinéfila, me descerrajó como un tiro: “¿Y ahora qué hago yo con mi soledad social?” Y ese fue el tiro del final, como el de aquella que una noche en La Pelela de la Pulga había prometido pegárselo a sí misma.
Para los nietos de Nietzsche, este es el verdadero eterno retorno.
Por Juan Fragueiro. Fotografía Colectivo Manifiesto.