Cinco minutos para desmayarlo, siete para matarlo

Cinco minutos para desmayarlo, siete para matarlo
28 julio, 2016 por Redacción La tinta

Golpes, submarino seco, amenazas de muerte y de abuso sexual, junto a otras humillaciones son las prácticas que, tal como denuncian cuatro menores de edad, sostiene la policía de la localidad de Totoras, provincia de Santa Fe. La policía santafesina y su costumbre de violar los derechos humanos: moneda corriente más allá de las grandes ciudades.

“Recibimos un llamado que había cuatro personas en una propiedad privada. El personal se hace presente en las inmediaciones. Estas personas salen de manera apresurada corriendo por el camino rural que hay en el lugar, se procede a la detención de los mismos, se los identifica como menores de edad, se los traslada a la seccional en calidad de resguardo. Se labra un acta, se convoca a sus progenitores. Luego se retiran de la seccional”. Al relato de los hechos que brinda el comisario Darío Rodríguez, jefe de la Comisaría 3ra de Totoras, le faltan algunos detalles.

El pasado miércoles 13 de julio por la tarde, Brisa, de 15 años; Julián, de 14; Lisandro, de 16; y Brian, de 17, estaban en el techo de la fábrica abandonada de la ex Cotar en Totoras, ciudad ubicada a unos setenta kilómetros de Rosario. Se sacaban fotos y pasaban el rato. Hasta que llegó un patrullero, y luego otro. Los chicos cuentan que escucharon dos disparos al aire, se asustaron, salieron corriendo pero fueron alcanzados.

Ahora es 20 de julio y, sentados en la mesa de la casa de uno de ellos, cuentan que deberían estar festejando el día del amigo. Pero en cambio están relatando, una vez más, lo que les tocó vivir ese día cuando lo que en principio fue una travesura, pudo haber terminado como tragedia. No era la primera vez que los chicos iban al predio abandonado de la fábrica, rematado en el año 2011, para sacarse fotos. “Boludeábamos, jugábamos a la escondida”, dice Brisa con una timidez que le pertenece, pero que hoy siente que tiene que dejar de lado, aunque sea por unos ratos, para poder contar lo que a sus quince años tuvo que padecer.

– Seguro estos tres pelotudos te venían a coger a vos.

– No, ellos me tienen respeto a mí.

– Qué respeto. Se drogaban y seguro te cogían, pero son tan pajeros que capaz que te miran nomás.

Este diálogo es parte de los detalles que el comisario Rodríguez se olvidó de mencionar. Se dio en entre uno de los policías involucrados y Brisa cuando iban camino a la comisaría. Minutos antes, cuentan los chicos, ya los habían sometido a distintos vejámenes. Cuando vieron llegar el patrullero y segundos después escucharon dos disparos, los chicos salieron corriendo. “Ahí sentimos dos tiros, saltamos un alambre y salimos por una calle rural”, dice Julián mientras conserva un poco de humor recordando el esfuerzo para saltar el alambre. “Seguimos corriendo y nos escondimos entre unas cañas. Después apareció un policía y disparó para donde estábamos nosotros. Pasó por el medio nuestro el disparo. Ahí nos agarraron y nos tiraron al piso”, agrega.

Llegaron dos patrulleros para reducir a los cuatro chicos. Había dos policías varones y una mujer. “Pendejos de mierda, me hacen trabajar en mi día de guardia. Cuando yo trabajo ustedes tienen que dormir la siesta”, les gritó uno de ellos. Hubo amenazas de muerte e insultos.

Los pibes cuentan que los pusieron de rodillas y les apuntaron a la cabeza con una Itaca. Los policías le decían que no los miraran a la cara, luego lo obligaban a hacerlo y entonces creían que había motivo para golpearlos. También obligaron a uno de ellos a tirarse a una zanja con agua podrida a buscar algo que no existía. “Les decíamos que no teníamos nada, pero insistían en que habíamos tirado droga”, cuenta uno de los chicos. Además les hicieron hacer flexiones de brazos durante varios minutos, motivo por el cual estuvieron un par de días con fuertes dolores. A Brisa le decían que está gorda y tiene que hacer ejercicios.

“Dejame llevarlos al arroyito que les quiero pegar un tiro”, recuerda Brian que decía un policía a otro. “Cómo no le respondía, me agarró del brazo a mí y le dijo ‘dejame llevarme a este aunque sea, que le quiero meter un tiro nomás’. Nos quería pegar un tiro y se solucionaba todo”, agrega el mayor de los amigos.

La gente se fue acumulando en el lugar. Algunos filmaron con celulares y los chicos esperan que salgan a luz los videos para poder fundamentar su relato. El amontonamiento de personas alertó a los policías. “Vámonos que hay mucha gente”, dijo un oficial antes de marchar a la comisaría. “Ven, ahora son una basura ustedes, agachen la cabeza que los están mirando todos”, cuenta Brian que les decían en el patrullero.

Submarino seco

Los chicos denuncian que en la comisaría continuaron las vejaciones. A Brisa la amenazaron con abusar sexualmente de ella, a Brian lo obligaron a limpiar el baño y cuando terminaba escupían el suelo para que volviera a limpiar.

Año 2016. Treinta y tres años de democracia. Como si fuera poco lo relatado hasta ahora. A Lisandro le hicieron submarino seco. Una clásica práctica de tortura de las fuerzas represivas, profundizada sobre todo en tiempos de la dictadura militar como mecanismo para que los detenidos brindaran información. A Lisandro, como es de la localidad de Las Rosas, le preguntaban quién lleva la droga a Totoras y quién consume. “Yo les dije que no sé porque no consumo y no conozco el maneje ese”, dice Lisandro. “Lo hacés por las buenas o por las malas”, fue lo que respondió un policía antes de ponerle una bolsa de consorcio en la cabeza y atarla a la altura del cuello. “Cinco minutos para desmayarlo, siete para matarlo”, avisó uno de los agentes. Hubo dos etapas para esta práctica. Lisandro aguantó como pudo la primera, y en la segunda se desvaneció.

En otro momento una mujer policía le preguntó a los chicos si habían sido golpeados. Cuenta Brian que, desde atrás, uno de los agresores le hacía seña para que se callara la boca. Los policías intentaron esconder su actitud incluso cuando fueron llegando los padres de cada uno. “Cuando llegaba cada padre nos trababan bien y nos decían que cuidemos el estudio, que hagamos las cosas bien”, dicen los chicos.

El miedo es el mensaje

Cuando a Verónica, mamá de Julián, la llamaron para contarle que su hijo estaba en la comisaría, primero creyó que era una broma, después se fue enojada pensando en retar a su hijo. Al paso de las horas los chicos confesaron lo que habían vivido por afuera del relato policial presentado a cada padre y cada madre. Entonces el panorama cambió. Cuando Verónica fue a hablar con el comisario, fue una palmada en el hombro a modo de burla lo que la convenció a hacer la denuncia. Es que había algo de miedo, pero Verónica entendió que al miedo lo puede superar enfrentándolo. Por eso al día siguiente fue a hacer la denuncia a la Fiscalía de Cañada de Gómez y ahora hay una investigación que lleva adelante la fiscal Graciela Tulian. Están en la mira los policías involucrados mientras se está a la espera de juntar las evidencias necesarias para continuar con la investigación.

El relato que ofrecen los chicos deja al descubierto un accionar policial frecuente. El abuso de poder, la instauración del miedo, las amenazas de violación y muerte, la reducción de cuatro personas al concepto “basura” en reiteradas ocasiones. Son aspectos que hablan de un discurso heredado y sostenido en la historia, pero reproducido y profundizado en la práctica actual. El miedo es lo que le queda a estos pibes.

“Ayer lo vi a uno, pasó despacito al lado mío en el auto y me miraba fijo”. “Lo vi a uno de ellos en el patrullero y me miraba pero no me decía nada”. “Uno cada tanto pasa por enfrente de casa, viene rápido y cuando llega a casa pasa despacito”. “Antes de ayer pasaron tres veces por acá”. Ahora los chicos tienen miedo. No dejan de salir a la calle, pero hablan de la posibilidad “de que aparezcan por atrás y nos hagan algo”. Es que les resuena una de las amenazas finales dentro de la comisaría: “Más vale que no digan nada de lo que les hicimos, porque te juro que te meto un tiro en la calle”, recuerda Brian que le dijo uno de los agentes.

“Ahora se tienen que quedar quietos, porque si a alguno de ellos les pasa algo, los principales sospechosos van a ser los policías”, dice Verónica. Además cuenta cómo es la relación de la gente de Totoras con la policía. “Acá se pueden robar una garrafa o una bicicleta que están sueltas en la calle, la policía no tiene trabajo acá, entonces patrullan y frenan a los chicos, les preguntan qué están haciendo”. La mamá de Brisa, también presente en la charla, cuenta: “Los chicos están sentados en el Bulevar riéndose, tomando algo y capaz los paran y les preguntan qué están haciendo. La policía puede pasar, pero no tienen por qué parar y pedirle los datos”.

Lo que rescata el hecho es que los pibes mantienen la alegría y entre bromas de volver a la ex Cotar a sacarse fotos, se abrazan y posan para esta crónica. Pero, así también, les persiste un enojo que además los puso a pensar. “Yo de por sí le tengo bronca a los milicos ahora. Encima dicen que estamos mintiendo”, culmina Brian. Así ejemplifica con su caso la relación que la policía construye con los jóvenes. Violencias y amenazas que forjan una relación represiva que supera los límites de las grandes ciudades y se reproducen en localidades pequeñas. La santafesina de las detenciones arbitrarias, las torturas, el gatillo fácil y las desapariciones forzadas hace escuela en todo el territorio provincial.

Pero para la institución pareciera ser una práctica con conocimiento de causa. O por lo menos así lo demuestra el comisario Rodríguez en la televisión de Totoras cuando, respecto a este hecho, analiza: “Este inconveniente ha pasado a un primer plano dejando de lado los ilícitos lamentables. Yo me quedaría con que hay que sentir más impotencia por un delito contra la propiedad, por más que no haya personas involucradas víctimas, que con esto”.

Por Martín Stoianovich, para Enredando.org

Palabras claves: represion

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