El hombre que quiebra su voz

El hombre que quiebra su voz
21 abril, 2017 por Gilda

En el último disco de Gabo Ferro las canciones van a tierra, las letras reflexionan sobre estos tiempos. Una charla sobre el mundo, las políticas de género, el peso de la espiritualidad y la importancia del marxismo, con un artista que escribe atravesado por la historia y decide poner en crisis los cánones de belleza.

Por Agustín Marangoni para Revista Ajo

Alguna vez le dijeron que su voz no era la adecuada. Él, lejos de hacer caso, encontró en esas observaciones el empuje para avanzar hacia las preguntas sobre las formas en el arte y sus bordes más filosos. Es la discusión sobre lo bello. Qué sí, qué no. Es un tema sin horizonte, pero que cuestiona lo que está instalado: la daga que atraviesa todas las reglas.

Gabo Ferro es un artista que quiere hacer historia en sentido metafórico y concreto. Su poesía interpela la realidad. Desde su primer disco, Canciones que un hombre no debería cantar (2005), ubica en primerísimo primer plano la discusión sobre género. Desde ahí en adelante creó un universo estético que dibuja sus compases con los tiempos de la sociedad. En el último, El lapsus del jinete ciego (2016), las canciones afirman los pies en la tierra. La silla de pensar, por ejemplo, es un manifiesto sobre el regreso a aquello que se quería evitar. Cambiaron las imágenes y las circunstancias, aunque los temas se mantienen intactos: la infancia, el amor y la muerte. Esta vez con una relación distinta entre el hombre y el paisaje.

—¿Por qué esa nueva relación?

—Es una trampa. Cuando hablo del campo hablo del campo científico. La maleza hay que leerla desde ese lado. Hay un juego semántico. Pero sí es verdad que se corrió el agua. Mis discos estaban todos inundados, había mucha agua. Acá empezó a haber una presencia mayor de la tierra. La ciudad me tiene cada más fastidiado. Mis últimos libros y este último disco está en germen desde la naturaleza. Me fui ahí y abrí todas las antenas. Y me conecté con la noche, que es el momento del día más temeroso para mí. El que escucha tiene que tener ganas de asociarse conmigo en un juego. El oído y lo poético comienzan a traducirte una realidad que no es la del ojo. En este nuevo disco estuve más metido en el contexto, como hombre urbano que soy.

—¿Estás hinchado las pelotas de la ciudad?

—Estoy hinchado las pelotas de la gente, no de la ciudad. La ciudad no tiene nada que ver. Desde hace un año que veo una violencia tremenda. Desde lo más tonto, hasta eso de sacar un arma y disparar por cualquier cosa. En la calle ando en estado de alerta. No estoy cómodo. Disfruto mucho de la ciudad y necesito de la ciudad, pero trato de ir a mi paso. Hay mucho ruido, está muy agresiva. En Mataderos, donde nací, había un aire de campo. Ahora hay cierta artificiosidad agresiva. Y también revolucionaria.

La revolución. Ese concepto es la estructura madre en la obra de Gabo Ferro. Su mirada se abraza a la idea de lo que cambia —o tiene que cambiar— y quiebra la posibilidad de volver atrás. En 2005 necesitó componer El amigo de mi padre. En 2006, Costurera y carpintero. Dos retratos sociales sobre la angustia de sentirse por fuera de las categorías de género u orientación sexual aceptadas y naturalizadas. La ley de identidad, sancionada en 2012, encontró una respuesta institucional para buena parte de la discusión. Las canciones siguen vigentes, por supuesto, pero son propias de esos años, de esa lucha. Ya casi no las canta, salvo en los lugares donde siguen generando —en sus propias palabras— cierta picazón.

—¿Cuáles son las temáticas que te interesan hoy?

—Clase. Sin duda. Sigue vigente la cuestión de clases y lo atraviesa todo. Me gusta escribir sobre todo mirando a contrapelo desde esa perspectiva. Todo tema visto desde ese filtro toma un color muy particular. Esa es la superestructura donde me paro, que siempre permite una nueva mirada. Nunca decepciona.

El lapsus del jinete ciego es una síntesis de su camino como historiador. Gabo usa la palabra juego. También es una lectura diseccionada en planos, donde lo estético está en función de lo político. Y lo político son coordenadas para recuperar la reflexión profunda.

—¿Cómo se hace para ser marxista en el siglo veintiuno?

—Mi carrera de grado como historiador estuvo atravesada por el marxismo. Está en todos los sistemas de pensamiento. Sigo volviendo a los modos de producción, a los sistema de reproducción económicos. Por algo hoy Shakespeare sigue haciendo ruido y no lo pueden arrancar de los teatros. Lo mismo con Marx, que aparece y reaparece. El marxismo sigue aportando una lectura desde 1848 con el Manifiesto.  Estamos en esa larga duración de la destrucción y no podemos mirar la debacle con otros ojos que no sean marxistas. Al capitalismo se le está cayendo la pintura. Y hay muchos otros instrumentos interesantes, pero el marxismo me sigue sirviendo hasta cuando escribo poesía. 

Gabo entiende que una canción no es la suma de letra y música. Componer es un proceso donde dos elementos se encuentran y se modifican. Se opera con una materia intangible que después se pone a prueba en un escenario, frente al público, igual que en una performance o una intervención artística. Para Gabo los discos son el registro de un momento. Él dice que podría prescindir de los discos, de la música sólo le interesa su condición efímera. “La canción es una celebración del momento, de la historia contemporánea. Lo presente. Cuando grabo un disco intento que sea un momento que aporte al acto performativo. Por ejemplo, lo que pasó con este último trabajo, que decidí grabarlo con ciertas tecnologías y disposiciones de micrófonos similares a los que se usaban en los años sesenta”, explica.

El lapsus del jinete ciego no es una señal de culto al lowfi. Gabo simplemente dijo las cosas que tenía para decir con la textura y el sonido más acorde. Es claro en ese sentido: la súper calidad de audio no es su norte.

—Visto y considerando las exigencias de la industria, esta decisión fue un posicionamiento político…

—En eso creo que soy bastante bendito y agradezco poder darle a Sony un disco no grabado en hifi. Para estar en ciertas estructuras hay que grabar en súper ultra nuevas tecnologías. Las devoluciones que hacen estas empresas tienen mucho que ver con eso de que el disco no suena bien. ¿Y por qué tiene que sonar bien? Como si sonar bien o más o menos bien no fuera también una decisión de producción. Esto entra en consonancia con algunas formas que tengo para cantar ciertas cosas.

Gabo hace una pausa.

—¿Qué cosas?

—Ciertas palabras, ciertas frases de ciertas canciones, no se deben ni se pueden cantar bien. Lo que se entiende en occidente como cantar bien. Esas palabras tienen que estar cantadas con toda la voz abierta y si sale desafinado… que salga desafinado.

—¿Por ejemplo?

 —La palabra dolor. No puede, para mí, ser cantada bella y afinadamente. Esa palabra tiene que salir de su propia consonancia. En esa palabra, el significado y el significante tienen que volver a una comunión.  Siempre cito, hay un músico célebre de la música popular que se me acercó y me preguntó por qué cantaba así, pudiendo cantar tan bonito (risas). Yo entendí que lo dijo con buenas intenciones. Pero bueno, es así. Hay cosas que no pueden ser dichas si no están rotas.

—Esto a título personal: se nota que esas palabras están rotas por la búsqueda. Eso es afinar. No es que no llegás a las notas o no dominás la melodía.

—Bueno sí, sospecho que se entiende. Pero hay quienes, afortunadamente, encuentran en mi voz un rechazo. Y eso me gusta mucho, porque los enfrenta a una crisis con el canon de belleza. Si se pone en crisis lo bello, se pone en crisis lo bueno. ¿Qué es una canción linda? Si yo canto de una manera en la que hay gente que no me puede escuchar está bárbaro. Ese es el primer paso hacia la inquietud estética. En el vivo, los temas están vivos. Las audiencias son diversas y las reacciones son completamente diferentes. Esa es una buena inquietud. Hay algo en la enunciación que deforma y reconforma.

Gabo elude todos los elogios que recibe y se queda con las críticas. Son, para él, un combustible social que incorpora como elemento rector. El canto es la marca característica en su obra. Compone, escribe, arregla y piensa, pero en los dibujos de la voz está el sello más potente de sus canciones. Ahí trabaja todo el día, casi sin querer. Se la pasa canturreando y haciendo ejercicios para entrenar las notas altas y el caudal. No hace escalas, no se sienta en el piano. Elije estar todo el día en movimiento. La voz para Gabo es un síntoma físico. Por eso se mueve en sus performances y baila. “Cuando siento en el cuerpo que algo me falta, ahí le doy”, explica.

—¿Cómo te escuchás a vos mismo?

—Nunca me escucho a mí mismo.

—¿No te escuchás ni siquiera en retrospectiva?

—Sí, pero casi nada. Y soy crítico, pero en el mejor sentido. No me castigo con cómo hice las cosas, sino que veo cómo lo puedo hacer hoy.

—¿Puede ser que El lapsus… sea tu disco más silencioso?

—Es muy lindo lo que decís. Me hubiese gustado que sea todavía más silencioso. Una de las críticas que yo mismo le hice a mi disco es que debería tener más aire. Pero estoy en un momento en el que tengo que decir cosas.

—¿Tu búsqueda con el lenguaje es una búsqueda filosófica o es una exploración sobre un terreno siempre rico artísticamente?

—En un momento, en los primeros discos, era más consciente del trabajo de laboratorio. Ya no, ya tengo el canal natural. Se abrió solo. Sale y me gusta mucho. El lapsus del jinete ciego es el disco que más gestos escondidos tiene ese sentido. Es casi una aventura. Está lleno. Me gusta mucho trabajar los aspectos literarios de la canción en el fondo. Como si fuera hacer un pozo y mirar. No me gusta repetir. No me encuentro en los estribillos repetidos ni en los versos repetidos. Sí hago ligazones. Son canciones que se ubican en línea, como un horizonte. Pero también hacia adentro como en un pozo. No uso cualquier palabra. Y menos en este disco, que fue escrito desde diciembre de 2015 para acá.

—Hablando de decir cosas, quiero hacerte una pregunta trillada, pero me interesa tu punto de vista: ¿Todavía hay posibilidad de hacer una canción distinta?

—Una canción distinta te va a salir si no te traicionás y no tenés un norte prefabricado. Si te celebrás a vos mismo vas a sacar una canción distinta. En las canciones tenés que estar vos, con tus historias. Primero hay que hacer un gran trabajo con el conocimiento, con la autopercepción, con la subjetividad.

—¿Cómo te buscaste a vos mismo?

—Mirá, tenés que buscarte y quererte. Si tu propia voz no se relaciona con lo bello, con lo que debe ser, entonces… ¿qué hay que hacer? ¿no cantar? Es lo que me pasó a mí. En un momento me dije a mí mismo que sí podía cantar. Estuve años sin cantar por eso. ¿Quién dice que eso no es bello? Y volví. Me cagué a palos. Volví desde el placer de la investigación histórica. Esa red me dio el seguro de riesgo y no medí la importancia de una secuencia negativa. La palabra tiene el peso de quien la enuncia. Hubo gente impresentable que dijo que yo no. Y eso me estimuló más.

Gabó traza entonces un itinerario subjetivo en el aire:

El cuerpo.

Su propia historia.

Los conciertos, que son performances.

Desde los tiempos de Porco —aluvión hardcore e implosión de estructuras— que Gabo se proyecta como un artista integral. Hizo tantas cosas que se necesitaría una biblioteca completa para documentar y reflexionar sobre sus creaciones. Todo, desde sus textos, su trabajo como historiador, sus exploraciones a la música académica y al arte contemporáneo, está en las canciones. La decisión de cerrar los conciertos con la luz apagada y a capela es una forma de afirmar la potencia de la música. De mostrar, además, su propia historia.

“El ojo engaña y distrae. Al cerrar la mirada hay un lugar distinto para el oído. De esa manera se borra casi toda la trampa cultural del ojo. Es un idioma, una melodía. Uno de mis proyectos a futuro es hacer un concierto completamente a oscuras sin instrumentos musicales. Para invitar a otros cantantes y que nadie sepa quién es el invitado. Es una manera de borrar el ego también. Mi idea es desalambrar los bordes de lo popular con lo académico, que todavía son lugares muy marcados. Aunque reconozco que están más laxos que antes”, dice.

—¿Por qué creés que la academia estuvo tanto tiempo resguardada en esa elite hermética?

—Lo que te puedo decir es que en 2012 hicimos un ciclo que se llamaba La música adentro de la música. Ahí aprendí que toda música tuvo una intención de ser popular. A nivel de formato canción. O formatos diferentes musicales, sinfónicos o de cámara. Pero todo se desdibuja en un momento. Eso es un gesto político elitista. Las estructuras se mantienen para conformar a una clase social. Además, estamos conformados en una nación que imaginó una elite. Entonces estamos signados por esa idea de elite, que imagina cómo tiene que ser algo grande, por ejemplo una nación. Yo siempre trabajé al revés, fui de lo popular a lo académico.

Volvemos a la política y, por la inercia de la charla, al marxismo.

—¿Cómo interpretás hoy la idea de revolución y microrrevolución, en relación a que el mundo ya no es tan homogéneo como en aquellos tiempos en que nació el marxismo? ¿Cómo ves la posibilidad de que se concrete un cambio político global real?

—No sé, está muy lejos.  Creo mucho en la microfísica del poder. Esa cosa de resistir en pequeño formato es interesante. De ahí entiendo la revolución. La revolución es como la mirada del universo, que creemos que es algo distante y lejano, cuando en realidad hay universos en pequeñas bolas, en cascabeles de gatos.  Las revoluciones son esos actos que atraviesan el cuerpo. Y que después de eso ya no hay una vuelta atrás. Eso a un formato pequeño es algo que nos puede pasar a diario. Aunque me resisto a hablar dentro de la idea de una microrrevolución. Estoy seguro que si presencio algo que es revolucionario yo ya estoy modificado para siempre. Mis actos van a modificar a mis vecinos, a mis compañeros, a quien me escuche. Siento que eso pasa. Entonces, bueno… es una tremenda pretensión, pero me gusta seguirla.

—A nivel mundial avanza la derecha. Y muy fuerte. ¿Cómo la ves? ¿Qué pasa?

—Uh, eso es complejísimo y todo lo que te pueda decir va a ser un mamarracho. Tendríamos que sentarnos y anotar, tachar y pensar mucho. Pero a grosso modo te puedo decir que hay muy poco de eso que se vende como deseo. El mercado dispone como una ilusión de democratización, un lugar que pocos pueden abrazar como propio. Entonces es una pirámide con muy poca gente arriba. Tratando de ser muy general: hay muy poco para muchos. Y la democratización de eso es una mentira. Lo que se pretende es que los grupos hiperconcentrados puedan colocar a las personas que les garantizan estas especies de sueños de marfil y lo demás si tiene que arder que arda. Las guerras no están funcionando. Entonces se deja que sigan sucediendo ciertas atrocidades. Y se ve en lo chiquito, como un caso de justicia por mano propia y el presidente dando un guiño de aprobación.

—Ahí estamos todos…

—Todos somos consecuencia de una serie de conductas. Hay que apropiarse de la historia y de nuestras conductas. Actuamos de la manera que actuamos porque así debemos actuar. Podemos hacer algo distinto a lo que tenemos como pauta de hacer.  Tenemos que celebrar las subjetividades. Y no es sólo para la ropa y el corte del pelo. Es pensar cómo queremos actuar en la sociedad. 

—¿Y vos? ¿Cuál es tu eje de acción más allá del arte?

—Me resisto a dejarme domar y quedarme enclaustrado en ese discurso. Estamos condicionados. Pavlov ganó. Hay elementos reactivos que nos enseñan cómo tenemos que reaccionar, lo que se enseña como bien. Uno debería tener tres chispas de reacción crítica. Tenemos que preguntarnos por qué actuamos condicionadamente por gestos culturales malos. Seguimos una zanahoria que está podrida. Y no es tan fácil salir de ahí. Ser absolutamente libre es también quedarse solo. Y la soledad no es desolación. La soledad, en el buen sentido, está muy bien. En la soledad está la libertad de buscar pares, personas que te dan alegría y felicidad. Y eso se hace desde la angustia de estar solo.

—Por momentos sonás místico. ¿Qué lugar ocupa la religión en tu obra?

—Importantísimo. No pienso la religión en términos de existencia. Siempre le agradezco a todos los dioses cuando pasa algo lindo. Son muchos que son uno.

Cuando Gabo tenía ocho años iba a una escuela jesuita. En la clase de catequesis le enseñaron que dios era uno y trino. Inmediatamente levantó la mano y preguntó qué era trino, su asociación fue directo al canto de los pájaros. La profesora le explicó que trino era tres. Que dios era uno y tres. Pero Gabo no entendió y volvió a preguntar. La catequista se levantó de su escritorio, se acercó al pupitre de Gabo y le tiró del pelo por no haber entendido. Gabo en ese entonces tenía un corte taza, con flequillo. “Me dio tanta bronca que revoleé los libros de catecismo por la ventana del micro que me llevaba a la escuela. Le pedía al chofer, que se llamaba Martín, que me llevara de vuelta a mi casa”, recuerda Gabo entre risas.

En esa escuela doble turno Gabo comenzó a entender que había una relación personal con la religión. Cuando era chico quería dedicarse a estudiar, sólo quería leer y estar tranquilo. Entonces le aconsejaron hacerse jesuita. Y a él le pareció bien en un primer momento. Aunque, por supuesto, el asunto no prosperó. “Pero había algo ahí. Empecé a leer sobre los curas del tercer mundo, me llamó mucha la atención. Creo que se entretejió con la autoestima algo de lo divino. Me llevó a pensar en uno como institución divina. La espiritualidad me lleva a ver lo divino en lo cotidiano. Las instituciones me quedan bien chiquitas frente a esta idea. Los hombres no me interesan, porque hay una cuestión de armado de sistema de control, obviamente. Hay una ligazón muy fuerte en cada uno de nosotros con lo divino y no me interesa ni ponerle nombre”, dice. Gabo siente que a dios no hay que nombrarlo. Como en los primeros textos sagrados, donde la ausencia de una palabra exhibe el carácter divino de la creación.

—Lo que no se puede decir, se muestra —dice.

Y en ese decir lo que no se dice suelta, tal vez, un hilo para leer su obra.

Nunca se sabe. Es mejor no saber.

Ni decir.

Por Agustín Marangoni para Revista Ajo. Fotos: Nahuel Alfonso.

Palabras claves: Gabo Ferro, La balada del jinete ciego, Música

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