La redistribución de la dictadura

La redistribución de la dictadura
24 marzo, 2017 por Redacción La tinta

Por Ezequiel Gatto para Agencia Paco Urondo

Durante el verano caliente del 2001/2002 yo venía leyendo los escritos que, casi con ritmo diario, compartía por cadenas de mail el pensador Ignacio Lewkowicz. Sus anotaciones y textos sobre la impugnación de la clase política, las nuevas formas de ocupación callejera, la subjetividad asamblearia, las posibles relaciones entre piquete y cacerola me permitieron entrar en relaciones con un pensamiento lúcido sobre lo que estaba sucediendo. Mis necesidades políticas, la fascinación que me despertaba su escritura y las posibilidades tecnológicas me llevaron a escribirle un mail a Ignacio. Él respondió, yo volví a responder y, así, alguien que era un autor se fue convirtiendo en un interlocutor.

De esos intercambios estivales salió una idea: que el 2001 había sido, entre otras cosas, un sano momento de olvido. Que la ocupación de la calle durante el estado de sitio de De La Rúa (que acabó por convertirlo en una farsa) y la apuesta radical a la impugnación de las instituciones estatales (expresada en “¡Que se vayan todos!”) exorcizó en la práctica los fantasmas paralizantes del retorno militar. En otros términos, que para salir a la calle hubo que olvidar el miedo a la dictadura y que dicho olvido político, dicha novedad, fracturó el par democracia/dictadura que había vertebrado la política argentina desde 1983. Ese olvido del miedo era, entonces, la superación de la posdictadura como regulación política discursiva y afectiva.

Creo que los años siguientes confirmaron esa idea de varias maneras. Recuerdo la sensación de afinidad cuando vi la viñeta que REP publicó el 19 de diciembre de 2002 en la tapa de Página 12, a un año del estallido: una lápida en la que podía leerse “Miedo” a modo de nombre del difunto y, debajo, “Nació el 24 de marzo 1976, Murió el 19-20 de diciembre 2001”. Ese olvido del miedo a la dictadura funcionó, durante el gobierno de Néstor Kirchner y los de Cristina Fernández de Kirchner, como una condición fundamental para una política de la memoria y de Juicio y castigo que apuntaló procesos de justicia social inscribiendo estatalmente demandas y discursos de fuerzas políticas, sociales y culturales que llevaban años gestándose.

En estos días se pudo escuchar a Macri repetir frases que vienen del fondo de la memoria represiva, dejando restrospectivamente claro que los dichos que a Lóperfido le valieron el escrache que suscitó su renuncia no habían sido ni errores ni excesos. Se vio a Macri recuperar, con calculada irresponsabilidad, como si nada hubiera pasado en los últimos treinta años, conceptos ya discutidos y refutados. Cambiando futuro por pasado.

«Ese olvido del miedo a la dictadura funcionó, durante el kirchnerismo, como una condición fundamental para una política de la memoria y de Juicio y castigo que apuntaló procesos de justicia social inscribiendo estatalmente demandas y discursos de fuerzas políticas, sociales y culturales que llevaban años gestándose»

Pero mientras Macri hace como que no recuerda, su gobierno se ha ido construyendo una serie de decisiones nítidas: el ninguneo a los organismos de derechos humanos, la banalización de una riquísima historia de activismo en las aguas insulsas del humanitarismo de la ONU, el desfile de represores y ex militares en diversos actos oficiales, el silencio frente a la demanda de prisión domiciliaria que vienen llevando adelante los represores condenados, el intento de poner al ejército en las calles, la persecución a Hebe de Bonafini.

Esa serie (en la que también podría entrar “No más venganza”, el editorial de La Nación del 23 de noviembre de 2015) no parece que vaya a cerrarse; más bien está indicando que el macrismo busca abrir un nuevo juego y, para eso, juega con fuego.

Si los gobiernos 1983-2003 abrieron sólo parcialmente, o bien redujeron o bien desconocieron la inscripción estatal de la justicia respecto a la dictadura, el macrismo opera una suerte de restitución social. No sólo obstruye lo que le corresponde como Estado sino que apuesta a desmontar lo que los movimientos de derechos humanos (en el más amplio sentido de la expresión) lograron construir como discurso social dominante en Argentina.

En otros términos, no le importa solamente garantizar la impunidad de los gerontes condenados o reflotar un espectro dictatorial sino avanzar sobre lo social, potenciar fantasmas de exterminio, legitimar fantasías genocidas, afilar los colmillos de sectores sociales para los cuales no sólo cualquier disenso -político, personal, económico, etc- se resuelve aniquilando sino que parecen haber desterrado nociones de justicia y humanidad.

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El macrismo le está dando armas a los que votaron “seguridad” a cambio de lo que sea. En gran medida, Macri es el presidente de los que exigen, claman, fantasean, con la seguridad, con la calma, con la posibilidad de una vida individualizada mayormente en el consumo, con un futuro ordenado por la segregación, dentro de cuyo perímetro pueda tener lugar una feliz indolencia o, como dice el colectivo Juguetes Perdidos, la “Tranquilidad”.

El gobierno no ha creado esas condiciones pero explota sus peores flancos respondiendo a la superación social de la posdictadura con la intensificación de gestos que potencian y legitiman los más amplios microterrorismos. Junto a escenarios de represión estatal a la vieja usanza, el gobierno parece buscar pulir una vía de intensificación de la función social del discurso antiderechos humanos a nivel molecular. En ese nivel no sólo se trata de disciplinar sino también de comprometer en diversos procesos de linchamiento.

Se trata, en definitiva, de un intento de involucramiento activo, capilar, microfísico en la destitución de las conquistas ligadas a los derechos humanos. Como si dijéramos, un aprovechamiento de las prácticas y discursos que hace años han ido creciendo como vegetación peligrosa, condenada pero quizá poco intervenida, de la que se nutren recíprocamente anhelos linchadores y posiciones despóticas.

En los pasajes iniciales de Vigilar y Castigar, Foucault narra las formas espectaculares del castigo hasta el s.XVIII (que incluían descuartizaciones, heridas cortantes, plomo caliente, entre otras cosas) para proponer que en el s. XIX tuvo lugar su declive a manos de una nueva modalidad -el encierro y la disciplina- cuyo objeto era la reeducación del individuo. «Se ha pasado del espectáculo de las sensaciones insoportables a la economía de los derechos suspendidos», concluye el francés.

Pero si se pone a jugar esa imagen en nuestra coyuntura resalta, por contraste, una arista de un proceso en curso que podría sintetizarse así: el deseo de una reformulación del espectáculo punitivo ha sido un motivo por el cual mucha gente votó al macrismo; esa reformulación adquiere, en condiciones no golpistas (es decir, las nuestras), una forma socialmente diseminada. Personas en pose de linchamiento que, sobre el caldo de cultivo de los consensos represivos, despliegan una lógica que endurece la dimensión securitista hasta volverla un discurso exterminador.

Este retorno del espectáculo del castigo y el linchamiento, este ímpetu avasallante del discurso represivo (invariablemente racializado) en la configuración de la trama social argentina, es el que parece alimentar la serie de decisiones destinadas a la cuestión de los derechos humanos en este momento, buscando potenciar un proceso de suspensión de derechos que, esta vez, se expresa en despojos, en acusaciones de vagancia o inutilidad, en una perimetrización estricta de las posibilidades de consumo, etc.

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En este capitalismo patovica, unos están en el VIP mientras otros disfrutan viendo cómo otros más son excluidos, agredidos, expulsados, aniquilados. Si hubo un tiempo en que “los medios hegemónicos” (mucho más unidireccionales que ahora) amplificaban y performaban un discurso del encuadramiento, la obediencia y el autocontrol en una sociedad de pleno empleo, ahora vehiculizan la intensificación de una cierta liberación de los deseos en una sociedad donde, smartphone en mano, la insistencia en una cultura del trabajo, patética por sacrificial, conecta enloquecedoramente con imperativos de goce hedonista, extractivismo de todos los colores (desde la usura financiera a los agronegocios), altos grados de precarización, endeudamiento financiero y violencias sociales.

Si el 2001 fue posible por un olvido social del miedo a la dictadura, lo que venga después del macrismo requiere que podamos desactivar estas minas microterroristas que el gobierno no deja de incentivar, buscando ya no sólo legitimar sino propiciar diversas formas del ataque a los derechos. Incluso a la idea misma de tener derechos. Se trata de una tarea titánica, como intervenir sobre el odio; como desmontar no sólo el Foro y el Senado sino también el Coliseo.

Por Ezequiel Gatto. Fotografía: M.A.f.I.A.

Palabras claves: Dictadura Cívico-Militar, Mauricio Macri, memoria

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