La cgt de la clase media

La cgt de la clase media
9 septiembre, 2016 por Redacción La tinta

Hace frío. El cielo parece una placa de mármol sobre las calles empedradas de Caballito. Un hombre con un doctorado en París acaricia entre los dedos un cigarrillo apagado y grita conceptos que el viento de este mayo glaciar se lleva entre las torres en construcción de Puán y José Bonifacio. Los estudiantes escuchan con la cara semi hundida en las bufandas, alguno apura la birome, los bancos de caño pintados de beige renguean sobre los adoquines desparejos. En las veredas están los manteros de libros usados y estoy yo, que todavía no sé si tomo el parcial en el aula o en la calle.

Ya estuve ahí, ya asistí a una “clase pública”, ya saboreé el frío, la acústica tortuosa, la mirada entre piadosa y fastidiada de los vecinos de avenida Pedro Goyena o del Barrio Inglés que pasan a tomar un cortado de tres euros en el Café Sócrates de la esquina. Fue como alumno, en el año 99 o 2000, ya no me acuerdo. Desde entonces pasó mucho tiempo.

En aquellos años la Argentina encaraba con cobardía y negación la larga agonía de la convertibilidad. Insistía en darle de comer a esa mascota muerta sacando dinero de cualquier agujero mugroso que encontrara. La Universidad era uno de ellos.

Roque Fernández y Machinea se turnaron en congelar las partidas mientras se amontonaban los docentes ad honorem y los edificios reventados. Cuando con eso no bastó, López Murphy decidió reducir el presupuesto e, incluso, arancelarlas. Las universidades se manifestaron con un apagón, los Consejos Directivos de las Facultades de Filosofía y Letras y Ciencias Sociales se acantonaron y comenzaron las tomas.

Por entonces yo cursaba Historia Medieval a las siete de la mañana, luego de casi dos horas de viaje desde el segundo cordón del conurbano, dos horas recorridas sin saber con qué me iba a encontrar. Persiana verde baja, alumnos apiñados en las veredas y Horacio Botalla, mi profesor, puteando en silencio con las manos en los bolsillos: él también había madrugado para encontrarse con la facultad tomada.

Cuando la toma se levantó, llegó el paro del personal no docente, la basura se acumulaba en los rincones mientras Hilda Sábato se quejaba del olor y las agrupaciones trotskistas acusaban a una dirigente maoísta de haber carnereado el paro por pasar un escobillón. Recuerdo entrar a una clase de cinco alumnos a las nueve de la noche mientras tres chicos que pedían limosna por las aulas jugaban en el pasillo con una pelota fabricada con bollos de afiches y volantes. Al salir de la clase vi a uno de los nenes dormir sobre una pila mullida de papeles en un rincón.

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Finalmente, el parcial se toma en el pasillo, una salida intermedia entre el frío de la calle y el descompromiso del aula. Repartimos las consignas entre los estudiantes, estamos todos pálidos y ojerosos: ellos tuvieron que estudiar a Hobbes y a Maquiavelo sin saber si iba a haber parcial, si iba a haber clases, si iba a haber aula; nosotros intercambiamos mails febriles hasta último momento para saber qué hacíamos.

Ofrecí una alternativa lapidaria: o dar clase con total normalidad para preservar el orden de la cursada o levantar todo el curso por tiempo indeterminado y así obligar al alumnado a unirse a la lucha. Orden total o revuelta y compromiso, Hobbes o Maquiavelo, sin medias tintas. Por supuesto que nadie tomó en serio mi mail, los otros miembros de la cátedra son personas sensatas.

En medio del parcial llega un emisario corpulento y lacónico del personal no docente a decirnos que nuestra clase de pasillo obstruye al “personal, que quiere pasar a trabajar”. Abrimos un corredor no docente entre la masa dócil de estudiantes en medio del estrés del examen. ¿Cómo verán ellos el conflicto? La mayoría son ingresantes a la carrera. ¿Les preocupa algo más que el parcial, la clase, la nota? ¿Cuántos niveles de responsabilidad está dispuesta a identificar una persona que viaja dos horas para encontrarse con una persiana verde o un incómodo parcial en el pasillo? ¿Cuántos niveles de responsabilidad estaba dispuesto a ver yo en el año 99 o 2000? No lo recuerdo.

El gobierno siempre es malo, se sabe. Igual que el capitalismo. Pero verdades tan grandes a veces sirven de poco. Tras el odioso rostro de López Murphy estaba la muerte inminente de un modelo económico.

¿Qué estará muriendo y qué estará naciendo ahora?

¿Y qué hay debajo de ese gobierno? En los años noventa los docentes necesitaban más de un cuatrimestre para arrancarnos de la cabeza el concepto “la gente” que traíamos de nuestras mesas familiares al calor de la TV.

Hoy casi no se escucha esa palabra en los pasillos de la facultad, pero no falta el estudiante que pregunta si Solón, el reformador ateniense del siglo VI a. C., estaba “del lado de la oligarquía o del pueblo” (los egresados de colegios católicos a veces prefieren hablar de “las personas”). Dieciséis años no pasan en vano, aunque “el pueblo” no es algo que aparezca con solo invocar su nombre. Varios estudiantes del pueblo preguntan si “se van a recuperar las clases perdidas por el paro”.

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Las tomas del 99 o 2000 quedaron eclipsadas por los años que siguieron. López Murphy debió irse, derrotado, y el año académico de 2001 comenzó con Cavallo al frente del Ministerio de Economía y con los docentes señalando, con un sentido de humor apocalíptico, que la convertibilidad tenía los días contados. Por esos meses mi viejo perdió el laburo en la fábrica y yo alternaba las clases de José E. Burucúa con entrevistas en agencias de trabajo en busca de algún contrato basura. Nunca me llamaron.

El 20 de diciembre de 2001 tenía que dar el final de Historia Moderna, había preparado como tema “La burguesía durante la Revolución Francesa”. Al llegar, el edificio estaba previsiblemente tomado.

En 2002 la facultad me dio una beca de ayuda económica con la que pude terminar de cursar. Al año siguiente terminé de dar mis exámenes y entré a trabajar en la misma UBA como docente ad honorem. A fin de año, el titular de cátedra me llamó para decirme que pasara por la Oficina de Personal a buscar mis recibos de sueldo: había estado cobrando una renta docente todo el año y no lo sabía. Depositaban el sueldo sin avisarme.

Entre 2001 y 2014 el salario promedio de los docentes universitarios se recompuso un 56 por ciento, luego del bajón del 30 por ciento de los años 2001-2002. En ese período se sumaron casi 400 mil estudiantes y la cantidad de egresados subió de 65 mil a 109 mil, un 68 por ciento.

Hoy hay 47 universidades nacionales y 1.700.000 estudiantes universitarios, el 4,3 por ciento de la población, un 70 por ciento de los cuales no son hijos de universitarios.

Finalmente, pude dar el final de Historia Moderna el 26 de diciembre de 2001. Éramos decenas de alumnos y Burucúa los escuchaba dar examen a uno por uno, transpirando el verano del fin del mundo y fumando pipa. Todavía se podía fumar en las aulas. Me saqué un 10 (diez). Presidencia Rodríguez Saa.

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el espacio interno del edificio fue una y otra vez subdividido con paredes de ladrillo hueco que avanzaban sobre aulas y pasillos para dar origen a nuevas aulas, con una ventana y dos tubos fluorescentes, donde se agolparían los nuevos estudiantes del primer y segundo cordón del conurbano a los que la expansión sojera y las políticas de redistribución del ingreso vía subsidios les habían dado una oportunidad académica

En 2010 volvió a haber tomas en la UBA. Esta vez fueron las agrupaciones estudiantiles de Ciencias Sociales, Filosofía y Letras e Ingeniería. En Filosofía y Letras el conflicto comenzó como una manifestación de solidaridad con los estudiantes secundarios de la Ciudad de Buenos Aires en lucha por los problemas de infraestructura de sus colegios, con miras a confluir en la marcha homenaje a 34 años de La Noche de los Lápices.

Luego devino en una protesta por los problemas edilicios de la propia facultad y el reclamo por un nuevo edificio, “ya que el actual de la calle Puán no da abasto para albergar el crecimiento de la matrícula de la carrera, que se triplicó en los últimos años».

La vieja empaquetadora de Nobleza Picardo reconvertida en Facultad de Filosofía y Letras había absorbido el crecimiento vegetativo de estudiantes a su particular manera: proliferaron las cátedras paralelas al tiempo que el espacio interno del edificio fue una y otra vez subdividido con paredes de ladrillo hueco que avanzaban sobre aulas y pasillos para dar origen a nuevas aulas, con una ventana y dos tubos fluorescentes, donde se agolparían los nuevos estudiantes del primer y segundo cordón del conurbano a los que la expansión sojera y las políticas de redistribución del ingreso vía subsidios les habían dado una oportunidad académica.

En Sociales, la agrupación Prisma instaló un comedor estudiantil como “primera victoria en el proceso de lucha” en medio de denuncias de “destrozos” por parte de las autoridades. En Filosofía y Letras, la toma incluyó impedir las sesiones del Consejo Directivo y, entre los reclamos edilicios, figuraba el de “una terraza para los estudiantes, con comedor y guardería”.

Ese 2010 concursé mi cargo docente y, sinceramente, me fastidié con las clases perdidas y la retórica inflamada de las agrupaciones. La toma se levantó, Sociales se mudó a su nuevo edificio único y Filosofía y Letras vio, desde su vieja empaquetadora de cigarrillos, cómo caía la matrícula, en gran medida debido a las nuevas universidades del conurbano, que cobijaban a muchos de esos alumnos que hasta entonces viajaban dos horas hasta Puán 480.

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Durante todos estos años el Consejo Interuniversitario Nacional y el rectorado de la UBA estuvieron en manos de una corporación pluralista, con fuerte presencia de radicales pragmáticos, sin grandes grietas con el gobierno kirchnerista. El triunfo de Macri trajo tanto un reencuentro con los correligionarios radicales a los que Cambiemos les asignó la Secretaría de Políticas Universitarias, como la preocupación por el enfoque tecnocrático del PRO, al que le sobran universidades en su Excel amarillo.

banco-1Alejandro Grimson, en una columna publicada el 13 de mayo en Página 12, comenta que, a fines de abril, un funcionario del Ministerio de Educación y, ahora, Deporte, habló ante algunos rectores del “crecimiento excesivo”, la “calidad relajada”, la “discrecionalidad en el manejo de recursos” de un “sistema pervertido” en el que “se han creado carreras a troche y moche”, y remató con un estribillo de época: “Hubo fiesta. Hay que apagar la música, arremangarse y ponerse a trabajar”.

El ajuste por inflación y el aumento de las tarifas recorre la espina dorsal de la sociedad como una descarga eléctrica y la Universidad pública, una de sus vértebras más grandes, viejas y frágiles, siente el shock. El gobierno ejecutó sin cambios los 50.300 millones de pesos que el presupuesto nacional asignó el año pasado a las universidades en medio de aumentos de servicios del 327 por ciento en la luz, 249 por ciento en el agua y 143 por ciento en el gas.

Las autoridades de la UBA, por su parte, aprobaron un presupuesto sin aumento alguno: la partida de «gastos operativos», que fue de 651 millones para 2015, preve 660 millones para este año cuando solo en electricidad los gastos pasarán de 19 a 84 millones de pesos. Otro punto de reclamo son los sueldos de los profesores. Como viene pasando desde hace unos años, las paritarias docentes quedan atrás del costo de vida: Esteban Bullrich ofrece un aumento del 31,6 por ciento a pagar en tres tramos, el primero de los cuales rondaría el 15 por ciento y el último se pagaría en enero de 2017.

Cuenta la leyenda que la plaza Houssay, parquizada entre 1975 y 1980 e inaugurada por el brigadier Cacciatore, fue especialmente diseñada “sin centro” espacial para evitar concentraciones estudiantiles. Luego de una semana de paros y tomas, las autoridades, docentes y estudiantes, como desde hace más de treinta años, se congregaron en plaza Houssay y marcharon desde allí hasta la plaza Rodríguez Peña frente al Ministerio de Educación.

Los dirigentes de las seis federaciones docentes leyeron allí un documento reclamando recomposición salarial y aumento de presupuesto universitario para recuperar lo perdido por la devaluación, la inflación y los tarifazos, cumplimiento de los convenios colectivos de trabajo, boleto educativo universal y gratuito y más becas estudiantiles.

En medio de las negociaciones el gobierno anunció un partida extraordinaria de 500 millones de pesos, para gastos operativos, bajo promesa de austeridad y con destino incierto que, en el mejor de los casos, permitiría un funcionamiento mínimo hasta mediados de año. El jueves 19 de mayo se anunció con bombos y platillos un acuerdo por un aumento global del 35 por ciento en tres cuotas entre mayo y diciembre, la primera de las cuales será del 18 por ciento.

La política de tanteo, ensayo y marcha atrás del gobierno deja cada número negociado en suspenso, bajo la convicción de que una nueva devaluación puede ajustar todo lo logrado. En el extenso paisaje de una comunidad universitaria que creció sobre el territorio y la sociedad, hay universidades que administran mejor y peor, universidades que negocian mejor y peor, universidades que le caen mejor y peor al gobierno.

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Una semana después del parcial en el pasillo vuelvo a dar clases pero no puedo. No es una toma ni un paro: es una mesa de examen a la que le asignaron mi aula y tiene prioridad sobre la clase. En el Departamento Docente me dicen que no hay más aulas y apelo a la más sincera de las pasiones universitarias: la queja. Digo que ya perdí muchas clases, que los estudiantes viajaron hasta aquí, que la educación pública.

Quizá para callarme de una vez me ofrecen una solución de emergencia: dar la clase en la sala del Consejo Directivo, que estaba por desocuparse.

Entramos con los estudiantes al recinto sagrado y nos acomodamos alrededor de la gran mesa de madera pulida, con las medialunas sobrantes de la última sesión, bajo los retratos al óleo de Miguel Cané y Esteban Echeverría. Hablo sin parar, me interrumpen, me preguntan, pregunto, defendemos a Adam Smith por izquierda, criticamos a Rousseau por derecha. Fue una clase normal, una buena clase. Liquidamos las medialunas y, luego de que los estudiantes desocupan el salón, saludo a Cané por la escena de las sandías robadas en Juvenilia, y a Echeverría por la violación en El Matadero.

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En el imaginario argentino, la UBA es la CGT de la clase media: una corporación semiautónoma, orgullo de sus representados, monumento de una Argentina inclusiva que alcanzaba con su musculoso abrazo corporativo a casi todas las clases sociales, dolor de cabeza de todos los gobiernos que vinieron a administrar la escasez posterior.

La Facultad de Filosofía y Letras, en especial, parece específicamente diseñada para poner a prueba los nervios del meritócrata de mercado: con sus partidas estatales, con sus actividades tan difíciles de medir según la rentabilidad, con su edificio espantoso enclavado en el corazón de un barrio de creciente valoración inmobiliaria, con sus profesores marxistas y sus estudiantes de morral fumando en el patio.

Con todo, lo que más duele de la Universidad pública, creada por Rivadavia y floreciente bajo Roca y Frondizi, es que se haya consagrado como el palacio derruido del país que nuestras élites soñaron, perdieron y jamás lograron reconstruir, ni con la vuelta al orden del 76 ni con la vuelta al mercado del 91.

La mansión art noveau convertida en conventillo, el casco de la estancia fundida y abandonada, la postal de una derrota que los obliga a dar vuelta la cara, pero que está viva, que produce saberes, que consume recursos, que ensucia sus esquinas con huevazos de graduados, posters de Mariano Ferreyra y manteros de libros usados. Que ocupa parte del espacio de hegemonía intelectual que los ganadores de la nueva Argentina aún no pudieron conquistar con sus manuales de management y sus periodistas justicieros. Inútil explicarles que tras el boom sojero está Agronomía; tras el marketing y RRHH, Sociales; tras Nordelta, FADU. Inútil decirles que tras los bastiones de su universo eficientista están los saberes que producen estos edificios deficitarios y vetustos de cemento alisado y algún resto de mármol de años mejores.

El modernista for dummies preferiría el mismo saber en otro packaging, más limpio y liviano, blanco e intuitivo como un iPhone, y no esa colección de edificios de todos los estilos desparramada por la ciudad, llena de intelectuales rosqueros y jovencitos soberbios. Esa ciudadela amurallada, autónoma, gratuita y de ingreso irrestricto que, en medio del desierto amarillo de lo real, resguarda lo que quedó de aquella Argentina meritócrata que tenía un lugar para el hijo de un obrero del conurbano que viajara dos horas hasta una clase en Filosofía y Letras.

 

Por Alejandro Galliano para Crisis. Ilustraciones: Nicolás Daniluk.

 

Palabras claves: ajuste, educación, protesta, universidad

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